La cadena sujeta a las argollas de sus muñecas se tensó de repente. Índigo se tambaleó y perdió el equilibrio; cayó de rodillas cuando, como adiestradores que quieren evitar que el perro siga andando, sus diabólicos guardas dieron un tirón para detenerla.
Una luz deslumbrante y lívida, más brillante y mortífera incluso que los palpitantes haces que llenaban el valle, estalló ante sus ojos. Lanzó un grito de sorpresa y terror al darse cuenta de que había caído al borde de un pozo cuyas verticales paredes se hundían en un abismo invisible y centelleante. Sintió una oleada de vértigo; sintió cómo manos inhumanas la sujetaban por los brazos y la empujaban hacia adelante; sintió cómo el suelo desaparecía bajo sus pies dando paso a la nada...
Como si el sol hubiera caído a la tierra: el corazón de Charchad, la última fortaleza, el territorio de
Aszareel.
Índigo gritó una incipiente protesta mientras el mundo se tambaleaba frenético y su bamboleante cuerpo se hundía en el pozo.
Chocó contra terreno sólido con un impacto que cortó de golpe su grito y la dejó sin respiración. Un olvidado y fortuito resto de lógica le hizo comprender con gran sorpresa que había caído de poca altura; no la suficiente para romperse un hueso o atontarla. Y sin embargo...
La piedra sobre la que había caído —si es que todavía era piedra, y no había sido deformada y convertida en algo inimaginable— respiraba, moviéndose debajo de ella, viva y espantosamente ajena a este mundo. Y debajo de la palpitante superficie pétrea, algo gimoteaba una obscena parodia de risa.
La roca se partió en dos. Por entre la cegadora luminosidad vio cómo el suelo del pozo se agrietaba a pocos centímetros de donde estaba ella, y se echó hacia atrás al tiempo que una enorme y espesa oscuridad brotaba de la grieta y se transformaba en una compacta columna que se elevaba por encima de su cabeza. De ella fluía un resplandor negro que tino su piel. Índigo levantó los ojos hacia allí, comprendiendo asombrada que aquello no era una simple manifestación, sino algo consciente.
La columna se estremeció súbitamente, y apareció una hendidura en su palpitante centro. La joven sintió un violento tirón en su conciencia, como si, fuera cual fuese la monstruosa inteligencia que acechaba en el interior de la columna, ésta estuviera proyectándose hacia ella, apoderándose de su mente y haciendo añicos su fuerza de voluntad. Su mirada se vio obligada a dirigirse hacia la fisura que iba ensanchándose; intentó luchar contra aquella coacción y volver la cabeza a un lado, pero la fuerza era demasiado poderosa...
Un ojo sin párpado, de iris blanco y atravesado de venas del color de la carne descompuesta, se abrió en la hendidura y la contempló. Y una voz que carecía de tono y de timbre, pero que no obstante estaba impregnada de la corrupción de la pura maldad, resonó con energía en su mente.
Índigo.
El estómago se le encogió lleno de repugnancia; se llevó una mano a la boca reprimiendo un espasmo de náusea que amenazaba con dominarla.
Te esperaba.
Mientras la voz hablaba sintió como si en su cabeza hubiera gusanos que se retorcieran; imágenes de inmundicia y podredumbre clamaban en su interior, y tras ellas hizo su aparición el miedo. Aquélla era la máxima monstruosidad de Charchad, en cuyas manos Némesis y su propia ceguera la habían entregado. Y aquel horror contenía la corrompida y mutada forma de lo que en una ocasión había sido un ser humano.
Su mente empezaba a desintegrarse. Lo sentía, de la misma forma que sentía cómo se deslizaban los gusanos conjurados por la voz: no se trataba de un violento resquebrajamiento y una caída en picado en la demencia, sino de una lenta pérdida de su sentido de la realidad. Desarmada, indefensa, estaba sola frente a un devorador viviente. Ningún poder del mundo podía ayudarla ahora; estaba condenada. Y frente a esta realidad, su terror perdió de repente su significado.
Índigo se puso en pie despacio, consciente de que el suelo se movía y respiraba bajo sus pies. Sus manos se crisparon como si inconscientemente sujetara y tensara una cuerda invisible entre ellas, y dirigió la mirada hacia el palpitante y anormal ojo que tenía delante.
—Aszareel.
Repugnancia, desprecio, acusación: eran como una nueva droga en sus venas, y la empujaban aún más en dirección a la locura. Agradeció aquella sensación, ya que le ofrecía una ilusión de fuerza.
La obscena voz crujió en su cerebro:
Sí, soy aszareel, y aún más que aszareel. me buscabas Y ME HAS ENCONTRADO. ¿QUÉ VAS A HACER AHORA. Índigo?
Ella sonrió, sus ojos vidriosos y enloquecidos.
—He venido a matarte.
CLARO. Un sonido parecido a la risa retumbó en algún lugar bajo sus pies. ENTONCES MÁTAME, SI PUEDES. será INTERESANTE OBSERVAR TUS ESFUERZOS. Y CUANDO SE HAYAN AGOTADO, ME TOCARÁ EL TURNO.
No puedes morir,
le había dicho el emisario de la Madre Tierra. Pero un demonio podía infligir cosas peores que la muerte... Índigo bajó la vista hasta sus manos. Bajo el negro resplandor parecían las manos de un cadáver, sombras sin sustancia.
Sombras sin sustancia.
Levantó los ojos de nuevo.
—No. He venido a destruir a Aszareel, no a una falsa sombra. —Temeraria, impulsada por el delirante fatalismo que empezaba a reemplazar rápidamente toda apariencia de razón, dio un paso en dirección a la negra columna—. ¡Guarda tus disfraces para tus abyectos esbirros, demonio, y muéstrame tu auténtica forma!
Era una locura, un desafío que no tenía la menor esperanza de llevar hasta su inevitable conclusión, pero a Índigo ya no le importaba. Si tenía que morir sin completar su misión, al menos moriría enfrentándose al demonio en toda su integridad.
El ojo centelleó con colores que no pudo identificar, y Aszareel rió de nuevo. Bajo los pies. Índigo sintió una sacudida que casi la arrojó al suelo.
¡ah! ¿así que te gustaría verme tal como soy? nadie ha tenido ese privilegio desde hace mucho TIEMPO. PERO CONTIGO. Índigo, HARÉ UNA EXCEPCIÓN.
La negra columna empezó a vibrar, como si una enorme fuerza intentara abrirse paso desde su interior, y su estructura empezó a pandearse. El ojo se deformó, hinchándose hasta
alcanzar
el
doble de tamaño que la cabeza de Índigo, y un hedor fétido inundó su olfato.
MÍRAME. El aire empezó a espesarse. mira AQUELLO A LO QUE TÚ EN TU ARROGANCIA QUIERES ENFRENTARTE. El negro resplandor se intensificaba y la terrible voz no estaba ya sólo en su cabeza, sino que reverberaba a su alrededor, resonando entre las paredes verticales del pozo.
La columna empezó a desintegrarse. Era como contemplar la fusión de un alquitrán apestoso bajo un calor abrasador: el gigantesco pilar perdió su forma, estremeciéndose; luego se derrumbó muy despacio sobre sí mismo, hirviente, burbujeante, apartándose del ojo incorpóreo que continuaba mirándola por entre el miasma. Pero ahora Índigo podía ver que había algo más detrás del ojo: una forma que se materializaba en la lóbrega oscuridad y generaba una enfermiza luminosidad propia. El perfil se reconocía como humano: no obstante, algo en sus dimensiones resultaba espantosamente fuera de lugar...
La forma se solidificó y adquirió perspectiva. Un hombre pequeño y arrugado estaba sentado con las piernas cruzadas en una charca de negros deshechos. No tenía cabello, y allí donde su carne debiera de estar cubierta de piel, escamas blancas con la fosforescente aureola de un pescado podrido brillaban y se agitaban sobre su cuerpo. Su estómago estaba obscenamente hinchado y negras venas se arrastraban por su superficie, palpitando, congestionadas por algo que no era sangre. Un ojo, colocado sobre la desigual cavidad que había dejado su nariz al descomponerse, miraba a Índigo, y en sus gelatinosas profundidades se movía una pavorosa inteligencia de otro mundo.
Y la joven pudo ver más allá de los restos descompuestos y mutados de lo que en una ocasión había sido un ser humano. Contempló una dimensión donde enormes corrientes desnaturalizadas se movían en mares gangrenosos, donde la enfermedad, la necrosis y la podredumbre se arrastraban fuera de primitivos abismos para deformar y devorar cualquier cosa que poseyera vida. Sintió cómo los dedos corrompidos y deformados de una maldad incontrolada rozaban su mente, sintió cómo sus músculos y tendones quedaban bloqueados por una parálisis glacial...
Aszareel sonrió. Una saliva rojiza resbaló de las comisuras de sus labios, y una lengua de sapo, negra y putrefacta, surgió entre los amarillentos raigones que quedaron al descubierto al separar los labios. La sonrisa se ensanchó cada vez más, llegando a extremos imposibles; la deformada cabeza empezó a partirse en dos y, con un siseo de gases fétidos liberados de un cuerpo que llevaba mucho tiempo muerto, la mandíbula del demonio se quebró y una cegadora luz de un verde nacarino surgió de su garganta.
Índigo.
Las dimensiones terrenales no podían contener la voz; ensordeció sus oídos, haciendo añicos su dominio del desesperado desafío que la había mantenido y había golpeado su mente y su cuerpo como una colosal ola.
Contempla el rostro de charchad, ¡Índigo, la que quería matar demonios! ¡mira aquello en lo que se ha convertido aszareel, y ten por seguro que tú compartirás su suerte!
La marchita figura alzó una mano. Su brazo creció y se estiró hasta alcanzar una longitud imposible, desafiando a la naturaleza y a la razón para dirigirse por entre la agitada oscuridad en dirección a Índigo. La muchacha intentó echarse hacia atrás, pero no pudo moverse: los pies no la obedecían, algo sujetaba con fuerza su cuerpo... El demonio iba a atraparla. Su mano se había hinchado hasta alcanzar proporciones de pesadilla y vio cómo los dedos se estiraban, cerrándose, doblándose hacia adentro para cogerla y rodearla. Y su forma cambiaba. El deforme ser parecido a algo humano se hacía pedazos y, a través de la cáscara de lo que había sido Aszareel, surgió una inmensidad y oscuridad que violaba las dimensiones para irrumpir en el mundo y dirigirse hacia ella. Índigo se había quedado sin voz, se ahogaba; su cerebro aullaba, pero era incapaz de superar la parálisis, hasta que —finalmente y de forma irrevocable— su cordura empezó a derrumbarse y las últimas barreras fueron demolidas...
En el corazón de la Vieja Maia, el autocontrol de
Grimya
se vio inundado de repente por una oleada de terror. En el mismo instante en que las defensas de Índigo se derrumbaban, el contacto entre ellas se restableció de forma brusca y la loba percibió el flujo del triunfo de Aszareel, el horror y la desesperación de su amiga. Echó hacia atrás la cabeza, aullando por encima de la furia del viejo volcán. Su queja se metamorfoseó en un grito frenético:
—Jas-ker! Jas-ker!
La oleada psíquica de su miedo golpeó a Jasker como un puñetazo y desató un torrente de energía que surgió de lo más profundo de su ser al derrumbarse en su mente el último muro de contención. Por un estático instante fue omnipresente —fue
Grimya,
fue Índigo, fue el hirviente y furioso corazón de la Vieja Maia— y lanzó un alarido de gloriosa locura ante su logro, al sentir cómo el poder corría, arrollador, demoledor, por sus venas en el mismo instante en que la primera y titánica oleada brotaba atronadora de la fumarola en un crescendo de luz y ruido.
—¡Ahora! —Su voz enloquecida ensordeció a la loba—. ¡El poder,
Grimya!
¡AHORA!
Una barrera de energía se estrelló contra la mente de
Grimya
como la embestida de una catarata gigantesca. Volvió a aullar, con todos los pelos de su cuerpo erizados, y sintió cómo el poder penetraba en su cuerpo, la llenaba, se abría paso a través de ella al convertirse en un canal viviente para la arrolladura furia del volcán. Su grito y el alarido de Jasker se alzaron junto con el ensordecedor sonido de la Vieja Maia.
Y una nueva voz se unió a las suyas, chillando a través de sus mentes unidas, cuando, en el pozo que era el corazón del valle de Charchad. Índigo se encendió.
«¡Índigo!»
Las voces de Jasker y
Grimya,
y el rugido del volcán estallaron en su mente surgidos de la nada, y lanzó un grito cuando la primera oleada de energía la alcanzó. Una brillante luz roja estalló a su alrededor, llamaradas de fuego astral alzándose en forma de cegadora corona en derredor de su cuerpo; y por entre su salvaje resplandor vio cómo la mano monstruosa de Aszareel retrocedía y escuchó la exclamación de sorpresa del demonio.
¡Poder! Puro, indomable, irrumpió en su cerebro en un único y glorioso instante de revelación. Intentó chillar el nombre de Jasker, un himno de esperanza, de reivindicación, de furiosa alegría; pero la primaria energía estaba descontrolada, y el grito se desgarró en su garganta en forma de mudo alarido fantasmal, que arrancó todo el odio, la furia y la creciente locura de su mente en un instante de puro éxtasis.
Aszareel rugió. Lanzó los brazos hacia el cielo, arañándolo como si quisiera hacer caer el agitado torbellino verdoso del valle sobre ellos. Índigo vio cómo algunas lenguas de fuego prendían en los dedos que se habían extendido para aplastarla. El demonio echó la cabeza hacia atrás con fuerza; un negro y fétido vendaval surgió de su boca en dirección a la muchacha. Ésta se echó a reír salvajemente mientras el torrente de inmundicia chocaba con las llamas que ardían a su alrededor y se evaporaba con un fogonazo. El poder aumentaba, abriéndose paso a paso por entre los efluvios nocivos del pozo; aspiró con fuerza, transportando las enormes energías a su sangre y a su esqueleto, recreándose en ellas...
«¡Índigo!»
La voz era a la vez de Jasker y
Grimya, y
flotaba en el infierno que llenaba la mente de Índigo y también su cuerpo. A través de unos ojos anegados por las lágrimas producidas por el calor, el dolor y la alegría, vio cómo la cosa que era Aszareel se enroscaba sobre sí misma, cambiando de forma; la vio crecer hasta ser cinco veces más alta que ella. Luego se alzó sobre la joven, mientras la nauseabunda esfera del ojo del demonio se volvía primero amarilla y después verde, al tiempo que un resplandor letal empezó a emanar de ella en enormes y palpitantes oleadas.
«¡Toma el poder. Índigo!»
Esta vez era sólo
Grimya
la que aullaba en su mente, y su grito estuvo a punto de quedar eclipsado por un sonido que brotó de dimensiones astrales para penetrar en el mundo físico, un chillido ensordecedor que hizo estremecer las paredes del valle.