Infierno (9 page)

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Authors: Louise Cooper

Tags: #Fantastico

BOOK: Infierno
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Índigo se quedó mirando a los tres hombres sonrientes que regresaban a sus puestos pavoneándose. Sintió que la boca se le llenaba de bilis, pero se obligó a contener el furioso instinto que la impelía a salir corriendo tras ellos y exigir explicaciones en nombre de la mujer. Había cometido ese error antes, y las condiciones no eran mucho mejores ahora.

La mujer, entretanto, había intentado ponerse en pie, aunque no lo consiguió, y se arrastraba despacio y penosamente hacia la pared rocosa donde empezaba el sendero abandonado. Llegó al muro, se dejó caer contrapeste, se dobló hacia adelante y empezó a toser secamente. Índigo maldijo en voz baja e, indicándole a
Grimya
que no se acercara, corrió hacia la mujer. Cuando se inclinó para ayudarla, ésta se sobresaltó e intentó protegerse el rostro con un brazo, mientras gritaba cosas incoherentes.

—Todo va bien. —La joven la sujetó por los hombros e intentó calmarla—. No os haré daño, soy una amiga. Venid, ¿podéis poneros en pie si os ayudo?

Unos ojos muy abiertos y aterrorizados en un rostro enrojecido le devolvieron la mirada, y el labio de la mujer tembló.

—Es... estoy bien... —Intentó apartar las manos de Índigo, pero fue una tentativa débil—. No deberíais tocarme; estoy...

—Chisst. —Índigo le habló con suavidad pero con firmeza—: Lo que necesitáis es resguardaros del sol. Venid conmigo. —Volvió la cabeza sobre el hombro y gritó—:
¡Grimya,
trae el poni! No creo que pueda dar más que unos pocos pasos.

La loba se alejó a toda prisa y regresó al poco rato con las riendas del poni entre sus dientes y el animal marchando de mala gana a sus espaldas. La visión provocó una ligera y aturdida sonrisa en la mujer, que no protestó cuando Índigo la ayudó a subir a la silla.

Grimya
le dijo a la muchacha:

«Yo me adelantaré y veré si el sendero conduce hasta alguna sombra.»
Se detuvo y añadió:
«Está muy enferma, me parece».

«Se recobrará cuando encuentre refugio, y agua y comida.»

«No estoy tan segura. Hay algo más... Bueno, no importa.»

La loba sacudió la cabeza y, antes de que Índigo pudiera interrogarla, se dio la vuelta y echó a correr por el sendero.

Ante el enorme alivio de Índigo, el sendero no terminaba, como había temido, en una desnuda pared rocosa. En lugar de ello, serpenteaba hacia el interior de una grieta, en el acantilado, allí donde se unían dos pliegues de lava petrificada. Cuando penetraron en aquella hendidura, el sol, a Dios gracias, quedó oculto por la elevada pared.

Grimya,
que había efectuado una exploración de una parte de la grieta, informó que el camino parecía seguir una enorme falla del terreno que rodeaba las laderas exteriores de las montañas; no había encontrado ninguna forma de penetrar más en el interior de la cordillera, pero el sendero tampoco mostraba la menor señal de desaparecer. El cañón era también lo bastante ancho como para permitirles descansar con relativa comodidad, e Índigo extendió una manta sobre el pedregoso suelo antes de bajar a la mujer de los lomos del poni. El agua era lo más importante allí, y se ocupó de que tanto
Grimya
como el poni bebieran lo suficiente de su provisión del líquido elemento antes de llevar la botella a los labios de la mujer. Ésta bebió, pero parecía experimentar alguna dificultad en tragar; mientras la contemplaba en sus esfuerzos por beber. Índigo se dio cuenta, con gran sorpresa por su parte, de que era mucho más joven de lo que en un principio había pensado. De hecho, parecía que acabara de dejar la adolescencia, aunque las penalidades la habían envejecido prematuramente. Además, en algunas zonas su piel estaba llena de manchas de un rojo desagradable, y había llagas en su cuello y la parte interior de los brazos; recordando la enigmática observación de
Grimya. Índigo
se preguntó si a los problemas de la muchacha no se le añadiría también el de la fiebre. Pero cuando por fin terminó de beber y levantó la vista, no había la menor señal de delirio en sus ojos.

Posó una mano en el brazo de Índigo y musitó:

—Gra... gracias,
saia.

Índigo sonrió con cierto pesar.

—Espero haberos compensado por mi incapacidad para ayudaros anoche.

La joven pareció perpleja por un momento, pero luego su rostro se animó.

—Claro..., estabais en la plaza: intentasteis conseguir que dejasen de hacerme daño.

—Y fracasé, me temo.

—No. Fuisteis tan amable, tan buena, y ahora... —La mujer tosió y expulsó un poco de saliva—. Os debo tanto,
saia, y
no puedo recompensaros... —Enredó las manos, que eran delgadas y callosas, en un mechón de sus cabellos, y empezó a llorar con angustiados y profundos sollozos. Había una terrible desesperación en aquel sonido, e Índigo se sintió muy conmovida; se pasó la mano rápidamente por sus propios ojos y dijo:

—No necesito ninguna recompensa. Por favor, no lloréis. Decidme vuestro nombre, y por qué os maltrataban los guardas de la mina.

Al principio no le pudo contestar. Se limitó a sacudir la cabeza y a seguir llorando. Pero Índigo insistió y, por fin, se calmó un poco. Su nombre, dijo, era Chrysiva, y era la esposa de un minero. Al poco rato la dominó un nuevo ataque de llanto y, entre sus jadeantes esfuerzos por continuar, se distinguió una palabra.

Charchad.

Un frío gusanillo se agitó en el interior de Índigo, y sujetó a Chrysiva por los hombros.

—¿Qué tiene que ver Charchad con vuestros problemas? —preguntó apremiante—. ¿Qué os han hecho?

Chrysiva aspiró con fuerza, estremeciéndose, y levantó la mirada: sus ojos estaban enrojecidos y velados por las lágrimas.

—Ellos se lo llevaron...

—¿A vuestro esposo?

Asintió con la cabeza, y se mordió con fuerza el labio inferior hasta que apareció en él una gota de sangre.

—Ellos..., ellos dijeron que había insultado a un capataz. Era una mentira, era
inocente...,
pero no querían escuchar; ¡ni siquiera le dejaron hablar! Dijeron que debía ser castigado, y... ¡y lo enviaron a Charchad!

—¿Lo enviaron a Charchad? Chrysiva, ¿qué significa eso?

Ella no prestó atención a la pregunta.

—Les he suplicado, les he rogado; ¡lo he intentado todo, pero no quieren dejarlo en libertad!

—Chrysiva...

—Dos meses hace que se lo llevaron..., ¡dos meses y siguen sin tener piedad! ¡No sobrevivirá, sé que no podrá!

—Chrysiva, por favor, préstame atención...

«No sirve de nada»,
dijo
Grimya
con tristeza.
«Está demasiado alterada para contestar a tus preguntas. En lo único que puede pensar es en su pena.»

Con un suspiro. Índigo se apartó y se sentó sobre sus talones.
Grimya
tenía razón; no sabrían nada más de Chrysiva hasta que ésta no se hubiera sacado de encima la parte más terrible de su dolor y se sintiera más calmada. Y ella misma sentía la necesidad de descansar; aunque estaban fuera del alcance del sol, el cañón era terriblemente caluroso, y valdría más que durmieran unas cuantas horas hasta que refrescara el día.

Chrysiva se había acurrucado sobre la manta, el rostro hundido en el ángulo del brazo. El poni dormitaba ya; Índigo lo desensilló y luego se acomodó lo mejor que pudo en el suelo; y, con
Grimya
a su lado, se dispuso a dormir.

Durmió, pero las pesadillas vinieron a perseguirla, entremezcladas con una vaga y febril conciencia del calor y de la dura incomodidad de la roca sobre la que estaba tumbada. En sus sueños volvió a ver a Fenran, pero su rostro estaba desfigurado por cicatrices horribles y la piel abrasada por una enfermedad que bullía en su interior y que no había forma de contener. Índigo se dio cuenta de que sin una atención rápida y eficaz su prometido moriría, y en su pesadilla llamó a Imyssa, la prudente y anciana bruja que la había cuidado en su infancia. Pero su grito se limitó a resonar inútilmente por las habitaciones vacías de Carn Caille, pues Imyssa no contestó. Y cuando ella se volvió e intentó tomar los recipientes de las pociones y compuestos simples que se hallaban colocados en una estantería junto a ella, éstos se convirtieron en un hediondo polvo negro que se desvaneció entre sus manos. Y Fenran la llamaba desde el lecho de retorcidos espinos en que yacía tendido, y se desvanecía, y ella no podía ayudarlo, y él se moría...

Se despertó dando un grito que resonó por el cañón e hizo que
Grimya
se pusiera en pie de un salto, los pelos de punta, alarmada. Entonces llegó a la familiar conclusión de que no había sido más que un sueño. Sintió la pegajosa sensación del sudor secándose sobre su cuerpo y luego, por fin, el reconfortante contacto de la piel de la loba que intentaba consolarla.

«¿Otra pesadilla?»,
preguntó
Grimya,
comprensiva.

La muchacha asintió y luego miró por encima del hombro a Chrysiva. La joven parecía seguir durmiendo; su rostro estaba vuelto hacia el otro lado. Índigo suspiró.

—Volví a soñar con Fenran,
Grimya.
Pero esta vez se estaba muriendo a causa de unas fiebres.

La loba lanzó un ahogado gañido.

«Fue la historia que te contó esta mujer la que te metió en la cabeza estas cosas. También ella ha perdido a su compañero y suspira por él. »
Vaciló.
«Nunca he tenido un compañero. Pero tengo una amiga y creo que lo comprendo. »

Existían paralelismos entre la tragedia de Chrysiva y la suya propia, pensó Índigo con amargura, y ello intensificaba aún más el sentimiento de compañerismo que despertaba en ella la muchacha. Se miro las manos, que tenía entrelazadas con fuerza, y dijo:

—Sólo espero que ella tenga más posibilidades de encontrar a su amor de las que yo tengo de encontrar al mío.

«No deberías decir tales cosas»,
la reprendió
Grimya
con ansiedad.
«Mientras hay vida hay esperanza. »

—¿Esperanza? —El rostro de Índigo adoptó,
de
repente, una expresión extraviada; luego se endureció hasta convertirse en una máscara—. Sí; hay esperanza. —Se volvió bruscamente y se incorporó, quitándose el polvo con innecesaria energía—. Hace más fresco ahora. La peor parte del día ya ha pasado: deberíamos seguir.

Grimya
no hizo ningún otro comentario, pero mientras su amiga iba hacia el poni para ensillarlo —rehusando mirar a la loba a los ojos—, el animal se acercó en silencio al lugar donde yacía Chrysiva y le dio unos suaves golpecitos con el hocico para despertarla.

—Ín... digo...

Su voz mostraba una velada alarma. Índigo se frotó los ojos rápidamente y volvió la cabeza.

—¿Qué sucede?

—No... se des... despierta. Creo que esssstá... mal.

Índigo se reunió con ella inmediatamente y le dio la vuelta a Chrysiva. Había saliva seca en los labios de la muchacha; ésta gimió y farfulló algo ininteligible, pero no podía, o no quería, abrir los ojos. Su piel estaba más caliente de lo que era normal, incluso en aquel clima.

—Tiene fiebre. —Índigo se maldijo en silencio por sus pocos conocimientos médicos; tenía una pequeña colección de hierbas en sus alforjas, pero su experiencia se reducía a poco más que saber cómo restañar una hemorragia, entablillar un hueso o aliviar el dolor. Darle a la muchacha la poción equivocada, o incluso la dosis equivocada de la poción adecuada, podía hacerle más mal que bien.

Si hubiera escuchado con más atención las enseñanzas de Imyssa... La idea resultaba amargamente irónica y la rechazó furiosa, enderezándose y contemplando con atención las cimas volcánicas que se alzaban hacia el cielo delante de ellas.

—Precisa cuidados mejores de los que yo puedo darle —dijo con voz áspera—. Tenemos dos posibilidades,
Grimya.
O bien la llevamos de regreso a la ciudad, o bien seguimos adelante como teníamos planeado, con la esperanza de que la fiebre se extinga por sí sola.

—No podemos... regre... sar.

—Lo sé. Pero si no...

—Puede que muera.
—Grimya
se acercó más a Chrysiva y le olfateó el rostro—. Pero hay al... algo... —Alzó la cabeza perpleja—. Este mal no es... normal.

—¿Qué quieres decir?

—Es... ah, no tengo las palabr... palabrras... —La loba hizo una mueca de frustración, luego abandonó sus jadeantes esfuerzos por hablar en voz alta. Sus pensamientos penetraron en la mente de Índigo.

«Lo que la aflige es algo que ningún médico de seres humanos puede curar. »

Índigo se puso en cuclillas y estudió a Chrysiva con más cuidado. Las manchas, las llagas..., recordó las desfiguraciones de tantos de los seguidores de Charchad, y los mineros de la plaza con sus espantosos males. Y, de repente, sintió frío.

—Debemos seguir adelante —dijo—. Tienes razón; no hay otra elección.

—¿Y la muj... mujer?

Índigo no temía ni a las fiebres ni a la enfermedad. Aquello también formaba parte de la maldición que pesaba sobre ella.

—Esperaremos y rezaremos por ella —repuso con pausada amargura—. No podemos hacer más que eso.

El sol empezaba a descender y no habían encontrado aún un sendero que las adentrara más en las montañas. La esperanza que Índigo había abrigado se había ido enfriando hasta convertirse en desanimado pesimismo. El camino que atravesaba la falla rocosa seguía alzándose de forma perceptible, pero aparte de esto no mostraba la menor señal de variación. Cuando las últimas luces del día se apagaron, se detuvieron junto al sendero y montaron un improvisado campamento.

Índigo se sentó en el suelo, se sujetó las rodillas con las manos y clavó los ojos en la oscuridad que tenían ante ellas, no queriendo compartir ni siquiera con
Grimya
sus lúgubres pensamientos. A sus espaldas, Chrysiva estaba apoyada contra la pared rocosa: durante la última hora se había recuperado un poco y ahora estaba consciente, aunque demasiado débil y desorientada para resultar coherente.

Un débil gañido proveniente de
Grimya
la sobresaltó y la hizo mirar por encima del hombro. La loba estaba tendida cuan larga era a unos pocos pasos de ella y, en la penumbra. Índigo pudo apenas distinguir el temblor de su roja lengua cuando estiró hacia atrás la cabeza, mientras una de las patas se crispaba.
Grimya
estaba casi completamente dormida, el sonido no era más que una expresión de sus lobunos sueños, y la muchacha sonrió levemente. También ella debería intentar descansar, pero tenía tantas posibilidades de dormirse como de que le crecieran alas y saliera volando. Era una noche calurosa, el cañón estaba anormalmente silencioso, y no podía aplacar la intranquilidad que reinaba en su interior, la frustrada necesidad de hacer algo más positivo que esperar tranquilamente el amanecer.

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