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Authors: Lincoln Child

Tags: #Intriga, Terror

Infierno Helado

BOOK: Infierno Helado
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Un grupo de científicos americanos, establecidos en una base del Ártico y dedicados al estudio del calentamiento del planeta, se encuentran por casualidad con un descubrimiento formidable. Son paleontólogos, biólogos, meteorólogos… pero ninguno de ellos es capaz de identificar a esa bestia que han hallado en una cueva en el interior de un bloque enorme de hielo. Parece un ejemplar de smilodón (un tigre de dientes de sable), pero cuando, en extrañas circunstancias, se descongela, vuelve a la vida y logra escaparse para cazar y destrozar a quien encuentra en su camino. Desconcertados, los científicos no saben cómo enfrentarse a él. La única forma de acabar con esta pesadilla en tierras gélidas, será acudir a las leyendas de los nativos del Ártico.

Lincoln Child

Infierno Helado

ePUB v1.1

AlexAinhoa
22.04.12

Título original:
Terminal freeze

Primera edición: Junio 2010

© 2009, Lincoln Child

©2010, Jofre Homedes Beutnagel, por la traducción

ISBN: 9788401337567

Para Verónica

Agradecimientos

Durante el largo viaje de
Infierno helado
desde el concepto a la realidad impresa, son muchas las personas que han tenido la generosidad de brindarme su tiempo y sus conocimientos. El doctor J. Bret Bennington, del departamento de geología de la Hofstra University, me ayudó a entender mejor el trabajo de campo y los principios de la paleoecología. Timothy Robbins me abrió una ventana a los detalles más técnicos del rodaje de documentales. (Me apresuro a añadir que los pecadillos de Terra Prime, Emilio Conti
et al.
son exclusivamente obra mía.) El doctor William Cors me ayudó con diversos aspectos médicos de la novela. Mi padre, el doctor William Child, ex profesor de química y vicedecano del Carleton College, me proveyó de datos extremadamente valiosos sobre las estructuras cristalinas y otros aspectos de la química. El agente especial Douglas Margini me ayudó una vez más con los detalles sobre armas de fuego.

Y mi primo Greg Tear escuchó pacientemente y me ofreció sus consejos, tan acertados como siempre.

También deseo dar las gracias a mi editor y amigo Jason Kaufman, por haber sido, una vez más, mi guía durante la composición de la novela, así como a Rob Bloom y a todos los miembros de Doubleday, por haberme cuidado tan bien. Gracias asimismo a mis agentes, Eric Simonoff y Matthew Snyder, por luchar por una buena causa. Gracias a Claudia Rülke, Nadine Waddell y Diane Matson por sus diversas atenciones. Un martini casi helado de Beefeater, extraseco, sin hielo y con una piel de limón para mi compañero de escritura Douglas Preston, por tantos años de compañerismo y por su valiosa aportación a la ambientación de esta novela. Su hija Aletheia propuso un giro fabuloso. Y por último, pero no por ello menos importante, vaya mi gratitud a mi familia, por su amor y respaldo.

A principios del siglo xx se descubrió en Siberia el cadáver del mamut de Beresovka. El animal, prácticamente intacto, se encontró en posición vertical, enterrado en grava limosa. Tenía una de las patas delanteras rota, obviamente por haber caído por un precipicio, diez mil años atrás.

Los restos de su estómago estaban intactos, y entre sus dientes había hierbas y ranúnculos.

La carne todavía se podía comer, pero según los testimonios no tenía buen sabor.

Hasta la fecha, nadie ha dado una explicación satisfactoria de por qué el mamut de Beresovka y otros animales hallados en estado de congelación en el Subártico llegaron a congelarse antes de que los devoraran los depredadores de la época.

J. HOLLAND,

Alaska Science Forum

Prólogo

Al anochecer, mientras las estrellas subían una a una por el cielo helado, Usuguk se acercó a la casa de nieve con el sigilo de un zorro. Por la mañana había nevado. El anciano de la aldea contempló la desolación ártica que se extendía interminable en todas las direcciones; su gris blanquecino se desleía en un triste y vacío horizonte de hielo. Aquí y allá, algunas aristas de permafrost oscuro surgían del manto de nieve como huesos de animales prehistóricos. Empezaba a levantarse viento. Algunos cristales de hielo se le clavaban en las mejillas, tironeando la piel de la capucha de su parka.

Alrededor, en los iglús dispersos, no había luz; estaban oscuros como tumbas.

Usuguk no se fijó en ninguno de estos detalles. Solo era consciente de una abrumadora sensación de miedo y de los rápidos latidos de su corazón.

Cuando entró en la casa de nieve, las pocas mujeres reunidas alrededor de la hoguera de musgo alzaron rápidamente la vista, con tensión e inquietud en sus caras.


Moktok e inkarrtok
—dijo el anciano—. Ya es la hora.

Las mujeres recogieron sus pobres herramientas sin mediar palabra, con dedos temblorosos. Las agujas de hueso volvieron a sus estuches. Los raspadores de piel y los ulus para desollar desaparecieron en el interior de las parkas. Una mujer que estaba mordiendo unas botas de piel de foca para ablandarlas las envolvió cuidadosamente en una tela muy gastada. Después se levantaron, una tras otra, y cruzaron la tosca abertura que hacía de entrada. La última en salir fue Nulathe, con la cabeza agachada por el temor y la vergüenza.

Usuguk vio cómo caía la piel de caribú; detrás de ella quedaban la solitaria agrupación de iglús y el desolado páramo de hielo que, cruzando el lago helado, se extendía en dirección al sol poniente. Se quedó un momento inmóvil, intentando olvidar la ansiedad que se había abatido sobre él como una pesada capa.

Después se volvió. Tenía mucho trabajo y poco tiempo.

El chamán se dirigió con cautela hacia el fondo de la casa de nieve y retiró unas mantas de un pequeño montón de pieles, dejando a la vista una caja de madera negra pulida. La colocó delante del fuego, con cuidado. Después sacó de entre las pieles un
amauti
ceremonial, doblado con precisión ritual. Tras quitarse la parka por la cabeza y dejarla en el suelo, se puso el
amauti
, haciendo tintinear el intrincado calado de borlas con cuentas.

Finalmente, se sentó en el suelo con las piernas cruzadas, delante de la caja.

La acarició un minuto con los dedos arrugados tras años de luchar contra un entorno hostil. Después la abrió, sacó uno de los objetos que contenía y empezó a darle vueltas, sintiendo su poder y escuchando con atención lo que quisiera decirle. Tras volver a guardarlo en la caja, hizo lo mismo con todos los objetos, sin dejar de notar ni un momento la presencia del miedo metido en lo más hondo de su ser, como un trozo de grasa de ballena sin digerir. Conocía muy bien el significado de lo que todos habían visto, de aquel portento sobrecogedor que en la memoria de la Gente tenía un solo precedente, un recuerdo transmitido de padres a hijos ante el fuego y que, a pesar de las decenas de generaciones transcurridas, estaba tan presente como si hubiera sucedido ayer.

Esta vez, sin embargo, parecía tan pavorosamente desproporcionado con la transgresión que lo había provocado.

1

—Evan, ¿comemos?

Evan Marshall dejó la bolsa hermética en el suelo y se frotó la base de la espalda mientras se levantaba. Después de pasarse una hora y media con la cara a pocos centímetros del suelo, recogiendo muestras de sedimento glacial, tuvo que esperar un poco a que se le acostumbrara la vista. Era la voz de Sully.

Reconoció su cuerpo recio, algo rechoncho, con la parka forrada de piel.

Estaba treinta metros más arriba, cruzado de brazos. Detrás, trepando por el valle, se erguía con su profundo y misterioso color azul la lengua final del glaciar Fear, cruzada por líneas blancas de fractura. Las grandes rocas de hielo dispersas en su base parecían diamantes monstruosos, que se alternaban con antiguos fragmentos de lava en forma de puñal.

Marshall abrió la boca para avisar a Sully de que no se acercara tanto, ya que el glaciar era tan bonito como peligroso; el clima se había calentado y la pared desprendía mortíferos pedazos de hielo con una frecuencia inusual. Sin embargo, se lo pensó mejor.

A Gerard Sully, orgulloso de ser nominalmente el jefe, no le gustaba recibir consejos, así que al final Marshall se limitó a negar con la cabeza.

—No, gracias, creo que paso.

—Tú mismo. —Sully se volvió hacia Wright

Faraday, el biólogo evolutivo del grupo, que estaba trabajando un poco más abajo—. ¿Y tú, Wright?

Faraday levantó los ojos, de un azul desvaído, tras unas gafas de montura de carey que los aumentaban de manera extraña. Llevaba una cámara digital colgada del cuello con una gruesa cinta.

—Yo no —dijo, ceñudo, como si pararse a comer en pleno trabajo fuera una herejía.

—Muy bien, por mí podéis moriros de hambre. Luego no me pidáis que os traiga nada.

—¿Ni un polo? —preguntó Marshall.

Sully esbozó una sonrisa. Era bajito, más o menos como Napoleón, y desprendía una mezcla de egocentrismo e inseguridad que a Marshall le molestaba particularmente. En la universidad, donde Sully solo era uno de tantos científicos arrogantes, aún lo soportaba, pero allá, en el hielo, donde no había escapatoria, se había convertido en un fastidio. Pensó que era un alivio que faltaran pocas semanas para el final de la expedición.

—Se te ve cansado —dijo Sully—. ¿Has salido otra vez a pasear de noche?

Marshall asintió con la cabeza.

—Debes tener cuidado. Podrías caer en un tubo de lava y morir congelado.

—Está bien, mamá, tendré cuidado.

—O encontrarte con un oso polar, o qué sé yo

—No estaría mal. Me muero de ganas de tener una conversación interesante.

—Hablo en serio. Ya que no quieres llevar armas de fuego…

Marshall intuyó adonde quería ir a parar y no le gustó.

—Oye, si ves a Ang dile que tengo más muestras para llevar al laboratorio.

—Se lo diré. Estará encantado.

Marshall miró al climatólogo, que bajó con precaución por los escombros hacia el pie de la montaña, donde tenían la base; «su base», como decía él, aunque el auténtico dueño fuera el gobierno de Estados Unidos, naturalmente. Su nombre oficial era Centro de Detección a Distancia del Monte Fear. En desuso desde hacía casi cincuenta años, consistía en un edificio bajo, gris y laberíntico, de aspecto institucional, erizado de cúpulas provistas de radar y otros restos de la guerra fría. Al otro lado había un paisaje gélido de permafrost y depósitos de lava escupidos por las vísceras de la montaña en épocas inmemoriales, entre barrancos y fisuras, como si la tierra se hubiese desgarrado en una agonía geológica. En muchas zonas la superficie estaba tapada por grandes campos de nieve. No había carreteras, ni edificios, ni ningún otro ser vivo. Era tan hostil, remoto y extraño como la Luna.

Se desperezó mientras miraba el adusto paisaje. Después de cuatro semanas, aún le parecía increíble que pudiera existir algo tan yermo. Aunque aquella expedición científica había tenido algo de irreal desde el principio: era irreal que un gigante de los medios de comunicación como Terra Prime hubiera dado luz verde a la propuesta de cuatro científicos de la Universidad del Norte de Massachusetts que solo tenían en común su interés por el cambio climático; era irreal que el gobierno les hubiera autorizado a utilizar la base Fear, aunque a un precio elevado y con limitaciones muy estrictas; y era irreal que la tendencia al calentamiento global se estuviese produciendo a una velocidad tan endiablada y sobrecogedora.

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