Inquisición (49 page)

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Authors: Anselm Audley

Tags: #Fantástico

BOOK: Inquisición
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Estaba arrinconado en el balcón con Persea, entre la ornamentada baranda de hierro, un macetero de cerámica vidríada y una mujer con túnica de oceanógrafa, tan baja de estatura que parecía un duendecillo. No era la misma que le había dado la botella a Persea hacía poco. De hecho, había allí una tercera oceanógrafa, una mujer robusta y de cabellos castaños claros que la diferenciaban de los habitantes de Qalathar. Me pareció ver incluso a un hombre con ropa de oceanógrafo en otro balcón, un sujeto de cabellos grises que había estado hablando con Alidrisi cuando nosotros llegamos. Era el primer contacto que yo tenía con los oceanógrafos de Qalathar, pero no tuvimos tiempo para conversar, pues, en un tenso silencio, observamos cómo se abrían las puertas del templo.

Después de tanto esperar, fue casi decepcionante ver a seis monjes venáticos, con resplandecientes túnicas rojas y blancas, salir del templo lentamente. No había allí ningún sacri, ni inquisidores. Sólo un monaguillo llevando un incensario, cuyo espeso humo se difundía entre la multitud. La gente se hacía a un lado de forma instintiva para abrirles paso, dejando un espacio vacío como por arte de magia.

Los venáticos llevaban las capuchas echadas hacia atrás, con lo que su puntiagudo extremo parecía mucho menos siniestro, y no pude distinguir ninguna decoración ni bordado en sus hábitos. Era sencillo reconocer a Sarhaddon, avanzando en medio de la comitiva con un hombre mayor que él de aspecto venerable a su lado. Presumiblemente, era uno de los instructores de los que tanto había hablado. Los otros cuatro eran todos más viejos que Sarhaddon, aunque no mucho. En mi opinión, tres de ellos parecían ascetas.

Los seis venáticos llegaron al punto más lejano de la multitud, y el espacio vacío se cerró detrás de ellos. Las puertas del templo volvieron a cerrarse, dejando sólo a los dos sacri que hacían de centinelas. Miré al cielo para convencerme de que no iba a llover. El sol era todavía un difuso disco de luz en un cielo demasiado brillante y monótono.

Las personas que había debajo de nosotros tosieron con nerviosismo mientras Sarhaddon y el hombre que lo acompañaba subieron los escalones de piedra de la plataforma del orador. Sarhaddon se colocó a un lado de la tarima y mientras el otro hombre avanzaba dos o tres metros hasta llegar a la balaustrada que separaba a los oradores de la multitud. El hombre mayor alzó una mano y toda la gente inclinó la cabeza, un gesto que se extendió como una ola por toda la plaza. —En el nombre de Ranthas, dador de vida, señor de la ardiente llama, que fue testigo del inicio y lo será del fin. Que él, que guía todo lo mortal, nos mire con ánimo benevolente en el amanecer, atardecer y anochecer de este día y nos acoja a todos en su infinita piedad. Se produjo una pausa después de estas palabras. Entonces todos volvimos a levantar la mirada y vimos cómo los dos se intercambiaban el sitio. Me sorprendió que hubiesen elegido a Sarhaddon para pronunciar el sermón inaugural; ¿no hubiese preferido el Dominio a uno de los sacerdotes, más veteranos y experimentados? Quizá fuese una cuestión de imagen. La idea se me ocurrió tan pronto como Sarhaddon comenzó a hablar. A pesar del cambio, no aparentaba ser ni un inquisidor ni un inflexible fundamentalista, algo que no tenía importancia: lo que contaba eran las apariencias.— Ciudadanos de Qalathar —dijo, erguido y con ambas manos sobre la balaustrada, observando a la multitud con expresión pensativa— Soy Sarhaddon, un hermano de la orden venática. No soy un inquisidor. No he venido con la hoguera ni con la espada. Tampoco mis hermanos, a quienes veis aquí, ni los que pertenecen a nuestra orden. Hemos dedicado nuestra vida al servicio de Ranthas y no traemos más que palabras.

»En demasiadas ocasiones, la pluma ha demostrado ser incapaz de combatir a la espada. Cuando los conquistadores llegan con sangre y fuego, no es posible emplear las palabras contra ellos. Lo único que éstas proporcionan es un legado, una memoria para que lo que se dijo e hizo no se pierda, sino que su eco se extienda a lo largo de los siglos. Vuestra gente, la gente del Archipiélago, tiene una historia larga y gloriosa. Durante los tiempos en que mi pueblo, la gente de Océanus vivía aún en la oscuridad y la barbarie, vosotros redactabais los escritos de Tehama. Para vuestros ancestros nada era más importante que las palabras. Sus grandes líderes eran oradores y abogados que pronunciaron brillantes discursos en una ciudad perdida hace un millar de años, de los que vuestros niños todavía aprenden y todavía estudian.

»Cuando mis profesores del seminario deseaban ofrecernos un ejemplo de inspiración divina hablaban del Libro de Ranthas. Cuando querían exaltar la inteligencia humana, leíamos a Ulpian, Claudina, Gerrachos. Ellos vivieron un tiempo en el que no existía honor más importante que ser llamado orador, en el que los que llegaban más alto eran los que podían debatir, discutir, hablar. Y los que lograban impregnar sus discursos con la pasión de sus corazones eran recordados como los más sobresalientes de todos. Tehama no era fundamentalmente una ciudad letrada, pero sus discursos son aún recordados.

»Todos vosotros conocéis mejor que yo la historia de la defensa de Postumio por Ulpian, de modo que no seré condescendiente y no volveré a contarla. Ulpian le salvó la vida a un hombre inocente frente a un jurado lamentablemente corrupto, empleando como única arma el poder de sus palabras. Existen también otros ejemplos, la plegaria por la paz, la señal a medianoche, de los que habréis oído hablar. Mi propia gente, en Pharassa, siguió alguna vez idéntico camino, aunque ninguno de nuestros oradores ha sido tan celebrado. Hemos tenido reputación de voluntariosos diplomáticos por ser capaces de negociar ante cualquier problema, sin importar lo terrible que fuera, y por poner punto final a guerras que parecían eternas.

»Sé lo que estáis pensando, que eso fue hace ya mucho tiempo. ¿Cuándo ha demostrado la palabra ser de alguna utilidad en los siglos recientes? Ha sido inútil para detener el fuego y la conquista, no ha mitigado el mal que nosotros, entre otros, hemos traído a vuestra tierra. Con mucha frecuencia las palabras funcionan en sentido contrario, para corromper, para insinuar, para decepcionar. Su poder puede ser tanto negativo como positivo. Un mal consejo puede ser mucho más destructivo que beneficiosa una buena guía. Al menos, en algunas ocasiones.

»No soy un Ulpian ni un Gerrachos, y estoy seguro de que habéis notado que no soy Claudina —dijo haciendo reír breve y de manera nerviosa a la multitud, que no perdió la concentración ni le quitó la mirada de encima— Tampoco estoy aquí para ganar un pleito ni para hablar de guerra o paz. Traigo las palabras de Ranthas que ya conocéis para formular una llamada a la razón, a la reflexión. Muchos de vosotros adoráis a distintos dioses, que son ocho en lugar de uno. —Señaló entonces el cielo grisáceo hacia donde el débil sol acechaba tras una cortina de nubes— ¿Podéis sentir el calor —prosiguió— , ver la luz que atraviesa las nubes por primera vez en este invierno? Durante semanas, el mundo ha sido castigado por el mal tiempo, mucho peor que en inviernos anteriores. Hay sitios en los que las nubes son tan gruesas y oscuras que parece que anochezca al mediodía. Los árboles crecen enfermos, sin fuerzas, los animales mueren y las tinieblas se apoderan del espíritu de los hombres.

»Durante tres meses, el sol ha permanecido oculto, excepto en los raros días en los que, como éste, Ranthas nos ha mostrado su favor. El fuego del sol se esconde para nosotros tras las nubes, pero sólo podemos sobrevivir gracias a que brilla sobre Aquasilva. Entonces sacó de su túnica un atado de ramas y lo levantó. Era una brillante mezcla de rojos anaranjados y hojas doradas, que resultaba hermosa incluso sin contar con los reflejos del sol. —¿Dónde estaríamos sin esto?— preguntó— Refugiados en las cavernas más profundas, confinados en las montañas y el continente, incapaces de mantenernos calientes, de cruzar los mares, de brindar a nuestras ciudades luz y calor. De hecho no podríamos tener ciudades de piedra, ni monumentos como el zigurat, ni construcciones como la Antesala del Océano, ni el Acrolito. «¡Qué singular combinación!» pensé, fascinado aún por el brillo de las ramas y preguntándome si alguna vez vería uno de esos árboles. Un sacerdote ordinario hubiese nombrado templos y zigurats, pero Sarhaddon había mencionado a la vez los mayores logros de thetianos y qalatharis, no muy cercanos en espíritu al Dominio. De hecho, no me pareció haber oído nunca de labios de un sacerdote ninguna mención a la Antesala del Océano, el edificio monumental más impactante de Selerian Alastre, que había sido dedicado a Thetis.

— Mirad la historia —continuó Sarhaddon— y veréis cómo han sido los que tenían el fuego sagrado los que construyeron las grandes ciudades y edificaron los más poderosos imperios, dejando una huella perdurable. Hace trescientos años, los thetianos tenían un monopolio: sólo ellos conocían el secreto de la leña que ardía y lo empleaban para glorificarse a sí mismos y a sus ciudades, construir enormes monumentos, enviar sus naves a cada rincón de la tierra y tener al mundo bajo su gobierno. Todos los demás eran pálidas sombras en comparación. »Pero cuando Ranthas dio a conocer su don a todos y el secreto dejó de serlo, todo el mundo progresó y dejo atrás aquellos tiempos primitivos. Se construyeron otras grandes ciudades que rivalizaron con las thetianas: Taneth, Cambress, Pharassa, Raneveh, Poseidonis.

Muchos de los presentes inspiraron profundamente, y se oyeron exclamaciones de sorpresa desde el fondo de la plaza. Sarhaddon andaba por terreno peligroso. Muchos de los habitantes de Tandaris habían vivido en Vararu o Poseidonis antes de que la cruzada las destruyera. Algunos habían presenciado incluso su caída, y nadie olvidaba quién la había provocado.

— Recordad que vivimos en edificios calentados con fuego, que cruzáis por el mar gracias a mantas movidas por leña ardiendo, que a través de la gracia de Ranthas obtenemos de aquéllos el éter. El éter que os protege de las tormentas, de los ataques enemigos, el éter que ilumina vuestros hogares.

»¿Qué otra protección existe contra la fuerza de los elementos? El fuego os mantiene calientes, os protege de la furia del agua, el viento y la sombra. Es mucho más que un elemento. ¿Lo compararíais acaso con el viento, que vapulea vuestras ciudades en cada tormenta, un producto destructivo del cielo? ¿O con el agua, que nos rodea y a la que los oceanógrafos sitúan en mapas y analizan mediante experimentos e instrumentos científicos? ¿Podría existir una deidad tan fácil de comprender por todos nosotros? ¿O considerar un dios a estas frágiles e inertes plataformas de tierra y roca que nos sostienen y que denominamos continentes e islas, y que estarían muertas sin la luz del sol? ¿O divinizar la sombra, la ausencia de luz, de calor, la oscuridad? ¿Quién de vosotros, aparte de los recién casados, desearía una noche eterna? Turia sufre durante meses de noches semejantes. ¿Y qué es Turia? Una tierra yerma y desolada formada por hielo y roca en la que nunca crece nada, donde no hay seres vivos.

»El fuego está por encima de los otros elementos, no es una mera parte del mundo. Tenemos el sol, la fuente de nuestro fuego, cuya inmensidad supera nuestra imaginación, la personificación de Ranthas en su forma más pura. Y en Aquasilva nos ha brindado una parte que compensa los momentos en los que él nos oculta su rostro. Imaginad un mundo sin sol. Ninguna forma de vida, ni la menor chispa de nada, sólo una bola de líquido y roca muerta inanimada. No existiría la vida en los mares ni en la tierra, sólo un mundo lleno de glaciares y un frío inconcebible. Los otros elementos estarían allí, por cierto. Pero ¿qué beneficio aportarían?, ¿cuál sería su poder? ¿Qué poder puede brindar vida al hielo sin proporcionarle calor?

»O pensad un mundo con sol donde Ranthas no nos hubiese brindado su don. Donde no hubiese calor para resguardarnos en las noches o durante el invierno, en el que esté ausente la chispa de la vida. Todos los demás elementos podrían estar presentes, pero sin el fuego para mostrarnos el camino y servirnos de guía no habría inteligencia, apenas bestias en los bosques y monstruos en las profundidades.

»El fuego supera a todos los demás elementos, ya que se mueve, parpadea, cambia sin ritmo ni razón. Convierte el agua en vapor, elimina el frío del aire, consume las cosas de la tierra. Y destierra las sombras. Nadie puede sentirse seguro en la oscuridad, que sirve de refugio a los ladrones, los asesinos y todo tipo de malhechores. El mal no puede florecer a la luz del día; necesita los rincones oscuros y sólo puede ser eliminado por el fuego y la luz.

»Si existen otros dioses, ¿por qué ignoran a sus adoradores? Somos invadidos desde todos los frentes por el mar y las tormentas, cubiertos por las sombras durante varios meses al año. ¿Puede alguien decirme con sinceridad que prefiere el invierno al verano, semanas y semanas de media luz y tiempo intempestivo al mar en calma, el cielo azul, la luz y el calor? El nuestro es un mundo hostil, pero merced a la gracia de Ranthas podemos sobrevivir. Y, aún más que eso, podemos construir y prosperar, criar niños y hacer nuestras vidas sin temer la furia de los elementos como, consecuencia de una única cosa: el don de Ranthas.

»Muchos de vosotros odiáis al Dominio por lo que hizo en el pasado. Pero recordad que en las generaciones que se han sucedido desde el primado fundador hemos mantenido a raya la furia de las tormentas, os hemos protegido de los males de este mundo, hemos dado el don de Ranthas a cada rincón del planeta. Os hemos salvado del caos y las mentiras que nos precedieron.

»Hace doscientos años, el mundo pendía del abismo en una época de oscuridad, guerra y masacre. Nubes de polvo eclipsaban el sol y continentes enteros ardían mientras los ejércitos luchaban a muerte. Ni un solo lugar del mundo escapaba a la guerra, desde Desolación hasta el polo. Hacía muchos siglos que el mundo desconocía la paz, y los soldados combatían cada vez más y más lejos de sus tierras. »Pero entonces llegaron los verdaderos destructores: los monarcas thetianos y sus perversos magos, que salvajamente mancharon el nombre de su raza con sangre y llevaron el conflicto a su cota más alta. Los adoradores del fuego lucharon contra ellos, contribuyeron a asegurar su derrota y ayudaron a hombres más cautos para que nos condujeran fuera de esos tiempos oscuros. Tras la masacre, el Dominio apoyó a la gente, reconstruyó las ciudades y extinguió de la tierra hasta el último de esos magos. Y trajo la paz. Es cierto, desde entonces se han producido guerras, luchas entre las islas, estados e imperios, porque la esencia de la naturaleza humana es combatir.

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