Algunos hijos de madres deprimidas aprenden otra lección que tiene cualidades adaptativas. Y es que muchos de estos ellos acaban convirtiéndose en excelentes intérpretes de las tornadizas emociones de sus madres, muy hábiles en el manejo de sus interacciones y saben mantenerlas dentro del rango de lo positivo (o de lo menos inquietante posible), una habilidad que, aplicada al ámbito del mundo en general, puede traducirse en una bien ganada inteligencia social.
La distorsión de la empatía
Johnny le prestó su pelota nueva a su mejor amigo, pero éste acabó
extraviándola y no le dio otra a cambio.
El amigo de Johnny, la persona con la que realmente le gustaba jugar,
acababa de mudarse y ya no podrá volver a jugar con él.
Cada uno de estos escenarios nos muestra un momento emocionalmente muy importante en la vida de cualquier niño. ¿Pero cuál es la emoción que refleja cada uno de ellos?
La mayoría de los niños aprenden a distinguir un sentimiento de otro y entienden lo que les ha llevado a experimentar este sentimiento o aquel otro, cosa que no sucede, sin embargo, con los que no han sido adecuadamente atendidos por sus padres. Es por ello que, según cierta investigación, la mitad de las respuestas dadas por preescolares que se habían visto descuidados estaban mal, revelando una tasa de reconocimiento de las emociones muy inferior a la de los que habían recibido la adecuada atención.
Los niños privados de las interacciones que enseñan estas habilidades que representan ven también mermada su capacidad de interpretar las emociones que impregnan todos los acontecimientos de la vida. Estos niños se han visto privados de un contacto humano tan básico que son incapaces de diferenciar las emociones y su comprensión de lo que sienten los demás resulta, en consecuencia, un tanto difusa.
Los preescolares que han sido víctimas del abuso —es decir, aquellos cuyos cuidadores les han insultado o maltratado reiteradamente— acaban viendo ira donde, en realidad, no existe. Y es que los niños maltratados advierten la presencia de la ira aun en rostros neutros, ambiguos o tristes, mostrando una sensibilidad exacerbada a la ira que muy probablemente refleje la existencia de una amígdala hipersensible. Y debo insistir en que esta sensibilidad parece exclusiva de la ira porque, cuando estos niños contemplan rostros airados, sus cerebros reaccionan con una mayor activación y responden normalmente, sin embargo, a los rostros que muestran alegría o miedo.
Este sesgo también supone que los niños maltratados están especialmente dotados para detectar el menor signo de que alguien puede estar enfadado. Son niños que parecen especialmente sensibles a la ira, que la “ven” hasta en los lugares en los que, en realidad, no existe y que no por haberla encontrado dejan de seguir buscándola. Conviene señalar que esta hipersensibilidad a la ira que lleva al sujeto a detectarla donde no existe puede constituir una especie de radar protector que cumpla, para ellos, con una función protectora porque, después de todo, se enfrentan a un peligro real.
Pero el problema empieza cuando esos niños llevan su hipersensibilidad al mundo en general. No es de extrañar, en este sentido, que los niños que más agresivos se muestran con sus compañeros (niños que, a su vez, suelen haber sido físicamente maltratados) sobreinterpreten la ira y perciban hostilidad en rostros completamente neutros. Y es que su conducta hacia los demás niños suele derivarse de haber percibido una intención hostil donde, en realidad, no la había.
Gestionar adecuadamente los ataques de ira de un niño supone un gran reto —y también una gran oportunidad— para cualquier padre. En condiciones ideales, el padre no se enojará ni mantendrá una actitud pasiva, abandonando al niño a su suerte. Si, en lugar de ello, el padre sabe manejar su propia ira, no la reprimirá ni se dejará arrastrar tampoco por ella, sino que mantendrá el contacto con su hijo, ayudándole a contener y encauzar adecuadamente su propia rabia. Esto no significa, obviamente, que el entorno emocional del niño deba permanecer siempre tranquilo, sino que debe ser lo suficientemente flexible como para recuperarse prontamente de este tipo de problemas.
El entorno familiar determina la realidad emocional en que se halla sumido el niño pequeño. Si ese entorno es sano, el niño se siente protegido aun en medio de los acontecimientos más terribles. Lo que los niños experimentan en una crisis refleja, en el fondo, el modo en que esa crisis afecta a su familia. Si los padres consiguen crear un entorno cotidiano seguro y estable, por ejemplo, los niños que viven en zonas de guerra logran salir indemnes de los efectos del trauma y la ansiedad.
Con todo ello tampoco estamos diciendo que los padres deban proteger a sus hijos reprimiendo su desasosiego. David Spiegel, psiquiatra de la Stanford University que se dedicó a estudiar las secuelas emocionales en el ámbito familiar de los acontecimientos del 11 de septiembre, ha concluido que los niños son muy sensibles a las corrientes emocionales de su familia. En su opinión: «La función protectora de la familia no funciona cuando los padres fingen que no ha ocurrido nada, sino cuando transmiten a sus hijos la idea de que están abordando juntos un problema que les afecta a todos».
Su padre era propenso a los ataques de furia, especialmente cuando estaba bebido, cosa que sucedía casi a diario, ocasiones en las que cogía a uno de sus cuatro hijos y le daba una paliza.
Años más tarde, confió a su esposa el miedo que todavía llevaba consigo, recordando vívidamente que: «Cada vez que veíamos llegar a nuestro padre con los ojos más pequeños de lo habitual, sabíamos que había llegado el momento de abandonar la habitación».
Según me dijo, esa confesión le había enseñado la siguiente lección sutil: «Me doy cuenta de que, cuando era niño, mi marido no recibió la atención que necesitaba de modo que, cada vez que escucho la misma historia, me recuerdo “debes permanecer presente”».
—Si ve, aunque sólo sea por un segundo, que mi atención flaquea — agrega— se siente mal. Es tan sensible que detecta perfectamente todas las ocasiones en que no estoy conectada, por más que parezca estar escuchándole.
Quienes, en su infancia, se vieron más tratados como un “ello” que como un “tú” probablemente todavía no hayan cerrado esas heridas emocionales y, en consecuencia, muestren una especial hipersensibilidad, puntos flacos que emergen con más frecuencia en las relaciones más próximas, es decir, con el esposo, los hijos o los amigos íntimos. Con algo de suerte, sin embargo, las relaciones adultas proporcionan una oportunidad para cicatrizar esas viejas heridas. De este modo, en lugar de seguir ignoradas, las cosas pueden mejorar, como ilustra el caso de ese marido hipersensible y de su diligente y conectada esposa.
Como sucede con el padre o la esposa que saben cuidar a su hijo o a su marido, el buen psicoterapeuta sabe también proporcionar un fundamento seguro. El psiquiatra de UCLA Allan Schore se ha convertido en una figura heroica entre muchos psicoterapeutas por su revisión de la neurociencia que se centra en la relación paciente-terapeuta.
La teoría de Schore ha establecido el fundamento neuronal de estos errores emocionales en la corteza orbitofrontal, piedra angular de los circuitos cerebrales ligados al mundo de las relaciones. El mismo desarrollo de la corteza orbitofrontal depende, según Schore, de la experiencia del niño. Si los padres permanecen conectados y proporcionan al niño un fundamento seguro, la corteza orbitofrontal florece adecuadamente mientras que si, por el contrario, se muestran insensibles u ofensivos, la corteza orbitofrontal se desarrolla inadecuadamente, lo que limita su capacidad para regular la amplitud, intensidad y frecuencia de emociones inquietantes como la ira, el miedo o la vergüenza.
La teoría de Schore destaca el papel que desempeñan las relaciones interpersonales en la remodelación de nuestro cerebro a través del fenómeno conocido como neuroplasticidad, es decir, el modo en que las experiencias repetidas van esculpiendo la forma, el tamaño y el número de nuestras neuronas y de sus conexiones sinápticas. La remodelación más intensa depende de nuestras relaciones clave, movilizando en un determinado sentido algunos circuitos neuronales. No es de extrañar que, en este sentido, los cuidados y lesiones provocadas por la persona con la que pasamos tanto tiempo y durante tantos años acabe remodelando nuestros circuitos cerebrales.
Schore sostiene que las relaciones positivas de la vida adulta pueden reconfigurar, hasta cierto punto, los circuitos neuronales que se hayan grabado en el cerebro durante la infancia.
El terapeuta, según Schore, sirve de pantalla de proyección para que el paciente pueda revivir anteriores relaciones de un modo, en esta ocasión, más abierto y pleno, despojado de toda culpa, traición y negligencia. De este modo, donde el padre se mantuvo distante, el terapeuta puede permanecer presente y, donde la madre se mostró excesivamente crítica, el terapeuta puede brindar su aceptación, proporcionando así la posibilidad de una experiencia reparadora que, si bien siempre se anheló, jamás pudo alcanzarse.
Uno de los indicadores más claros de la eficacia de la psicoterapia puede advertirse en la aparición de un flujo emocional más libre entre terapeuta y cliente que aprende así a establecer lazos sin temer ni bloquear los sentimientos inquietantes. Los mejores terapeutas saben establecer un clima emocional seguro, un entorno en el que su cliente pueda sentir y expresar cualquier sentimiento, desde la furia asesina hasta la tristeza más inconsolable. El mismo acto de establecer un vínculo con el terapeuta y de que los sentimientos puedan desplazarse libremente de uno a otro contribuye a que el cliente aprenda a gestionar por sí solo esos mismos sentimientos.
Del mismo modo en que, en el seno de un entorno seguro, el niño aprende a manejar sus sentimientos, el psicoterapeuta proporciona al adulto una segunda oportunidad para que concluya esa tarea. Los ingredientes responsables de la reparación emocional que tiene lugar en un entorno psicoterapéutico en el que se establece un adecuado vínculo entre paciente y terapeuta son el rapport y la confianza, que también pueden presentarse, obviamente, en una relación amistosa o romántica.
Es por ello que la terapia eficaz —o cualquiera de las otras relaciones reparadoras de la vida— puede acabar enriqueciendo la capacidad de conexión que, en sí misma, tiene propiedades curativas.
EL PUNTO DE AJUSTE DE LA FELICIDAD
Una niña malhumorada de tres años se encuentra con su tío, un blanco perfecto para su mal genio.
—Te odio —le dice.
—Pues yo te quiero —responde sonriente y sorprendido.
—Te odio, te odio —replica ella, inflexible.
—Yo todavía te quiero —responde él, todavía más amable.
—¡Te odio! —grita ella, en tono dramático.
—Pues bien, yo todavía te quiero —le asegura, abrazándola.
—Te quiero —concluye entonces ella, fundiéndose en su abrazo.
Los psicólogos evolutivos contemplan este tipo de interacciones concretas en términos de la comunicación emocional subyacente. Desde esta perspectiva, la desconexión “te quiero/te odio” refleja un “problema de interacción” que se “recompone” cuando los implicados vuelven a sintonizar en la misma longitud de onda emocional.
Como ilustra el rapport final entre esta niña de tres años y su tío, la posibilidad de corregir la situación hace que ambos se sientan bien, mientras que su imposibilidad tiene el efecto contrario. En este sentido, la capacidad del niño de corregir la desconexión —superando la tormenta emocional interpersonal y restableciendo de nuevo el contacto— encierra una clave fundamental de la felicidad. El secreto no consiste en eludir las frustraciones y contratiempos inevitables de la vida, sino en aprender a recuperarnos más prontamente de ellos y, cuanto más rápida la recuperación, mayor es la capacidad de disfrute del niño.
Pero, como sucede en tantos otros casos, esta habilidad se aprende en la infancia. Cuando el bebé y su cuidador están bien conectados, cada uno responde adecuadamente al mensaje del otro. Durante el primer año de vida, sin embargo, los bebés carecen de muchos de los circuitos neuronales necesarios para llevar a cabo esa coordinación. Por ello sólo permanecen conectados como máximo un 30 por ciento de las veces, con un ciclo natural de conexión y desconexión.
La desconexión entristece al bebé, que protesta emitiendo señales de frustración para recuperar la sintonía perdida. Ahí precisamente podemos advertir los rudimentos de recomposición de la sintonía perdida, una habilidad humana esencial cuyo dominio nos permite pasar de la inquietud y la desconexión a la calma y la conexión.
El mundo que rodea al bebé le proporciona un modelo, para bien o para mal, para aprender a gestionar la ansiedad. Éste es un aprendizaje que ocurre de manera implícita (muy probablemente, a través de las neuronas espejo) cuando el niño observa el modo en que un hermano mayor, un compañero de juegos o su padre hacen frente a su propia ansiedad emocional. Mediante este aprendizaje vicario, los circuitos reguladores orbitofrontales encargados de calmar a la amígdala van “ejercitando” las estrategias que el niño ve que emplean otros para tranquilizarse. Pero este tipo de aprendizaje también tiene lugar de manera explícita cada vez que alguien le recuerda o le ayuda a gestionar sus sentimientos más incontrolables. Con el tiempo y la práctica van fortaleciéndose los circuitos de la corteza orbitofrontal encargados de regular los impulsos emocionales.
Pero el niño no sólo aprende a resistirse a sus propios impulsos emocionales, sino que también amplía su repertorio de formas de influir en los demás. Así es como se establecen los cimientos que acaban permitiendo que un adulto pueda reaccionar del modo en que lo hizo el tío de la niña de tres años con que iniciábamos el presente capítulo que, sin tensarse ni responder “¡Cómo te atreves a hablarme de ese modo!”, acabó desarmando amorosamente el enfado de su sobrina.
A eso de los cuatro o cinco años, el niño se encuentra ya en condiciones de pasar del simple control de las emociones más desbordantes a tener una mayor comprensión de las causas de su desasosiego y de lo que puede hacer para aliviarlo, un signo de la maduración de la vía superior. En opinión de algunos psicólogos, el entrenamiento parental de los primeros cuatro años de vida puede desempeñar un papel especialmente importante en la consolidación de las capacidades del niño para gestionar sus propias emociones y aprender a moverse en el mundo de las relaciones.