Estuvo largo rato atenazado por las dudas, en un estado de tensión agotador. Ni el sol picándole en la cabeza conseguía sacarlo de allí. Frente al trecho de campo abierto que le separaba de la posada, esperaba que sus piernas se pusieran en marcha solas sin el concurso de su voluntad, cosa que no sucedió hasta que el dolor de cabeza producido por el sol fue insoportable. Entonces salió de la empalizada a gatas y, poco a poco, fue irguiendo su cuerpo hasta comenzar una carrera sin testigos que habría de llevarle hasta las traseras de las casas vacías de la aldea.
Alcanzó la media tapia de un corral y se tumbó a la espera de algún indicio. En el par de minutos que había permanecido desprotegido, su mente se había nublado y no recordaba nada del recorrido. El corazón le latía con tal violencia que notaba el pulso de la sangre en el cuello, las sienes y las ingles. Le dolía la cabeza y, viendo la iglesia a lo lejos, y más allá el encinar, supo que lo que le paralizaba era el miedo a alcanzar un punto en el que no le fuera posible retornar. El lugar en el que se encontraba, lejos de la sombra de las encinas, de las múltiples escapatorias por el perímetro del bosque, de los brazos doloridos del viejo. Territorio enemigo sin soldados a la vista, pero plagado de sombras y oquedades.
Se sentó contra la pared y meneó la cabeza intentando sacudirse el embotamiento. Respiró con tanta profundidad como pudo y entonces su mente, como por arte de magia, se vació de repente de aquello que la paralizaba. Sintió de nuevo el ronroneo de sus tripas y cómo se desvanecía la sensación de cabeza cocida y prensada. Se dio la vuelta y se asomó al corral adosado a una casa con el tejado hundido. Había esqueletos de sillas de mimbre sin asiento ni respaldo, alambradas de gallinero retorcidas como ánimas atormentadas o esqueletos de humaredas, montones de escombros formados por restos de tejas y por la tierra de los adobes que la lluvia había ido depositando a los pies de los gruesos muros de la casa. La brisa atravesaba el edificio desde la fachada a los patios, meneando telarañas. Se agachó y comenzó a caminar en dirección norte por las traseras de las casas hasta llegar a la última vivienda antes de la posada. Avanzaba pegado a las paredes como una sombra que entraba y salía de cada accidente de los muros. Encontró un último refugio bajo el dintel de la puerta de la casa y aguardó en silencio por si, por fin, podía escuchar algún indicio del tullido. Aguantó tanto como le pareció prudente hasta asegurarse de que el hombre no le esperaba en el interior. Pensó que, a pesar de la quietud, el lisiado bien podía estar dormido dentro, o a la sombra de la parra de la fachada, al otro lado del edificio. Sólo el recuerdo neblinoso de las chacinas le tentaba a cortar por lo sano y entrar en la casa como un policía o un ladrón, pero era mucho lo que se jugaba enfrentándose a alguien como el tullido. No por él, sino por quien le hubiera podido llevar hasta allí. Se formó en su cabeza la última imagen del hombre tirado en el camino. La baba, la sangre, el pequeño barrizal. Se pasó la mano por la frente, como si allí fuera a encontrar la herida que el burro le hizo al tullido cuando él le lanzó la piedra. Entonces miró en derredor y, abandonando el cobijo sombrío de la puerta, se acercó sigiloso a la ventana de la parte de atrás de la posada. Estaba protegida por las mismas contraventanas de la fachada. Chapas verdes con perforaciones que dibujaban un rombo vertical en el centro de cada batiente. Entreabrió las hojas tirando de los vierteaguas y esperó medio agachado, con una oreja a la altura del alféizar. Al cabo de un rato, se irguió y encajó la cara entre las chapas. Notó una corriente de aire fresco que salía de dentro y, sin mayor precaución, dejó que lamiera la piel tensa de su rostro. Olía a lino húmedo y a quietud, o a cal y barro de adobe amontonándose sobre los rodapiés. Mantuvo la posición un rato, como si tuviera la cara metida en un arroyo claro. En otras circunstancias la brisa podría haberle revuelto el flequillo pero, después de tantos días sin lavárselo, tenía el pelo apelmazado. Tras las contraventanas había dos hojas acristaladas sobre perfiles metálicos. Los trozos de vidrio que no se habían roto estaban sucios de grasa y polvo. A través del hueco por el que se colaba el aire, pudo observar el interior umbrío de la habitación. Lo primero que vio fueron los rombos de las contraventanas de la fachada y las agujas de luz que lanzaban contra el suelo. Cuando sus pupilas se adaptaron, distinguió la mesa, la alacena y la barra de hierro de la que colgaban las chacinas. La boca se le humedeció y notó un dolor en las tripas como si le cerraran el intestino con unas tenazas, y de nuevo, como si su voluntad o su miedo se replegaran, tiró de las contraventanas y, apoyándose en el cerco, se encaramó al alféizar de un salto. Desde allí, empujó las ventanas hacia el interior permitiendo que una nueva luz iluminara la estancia y desde ese momento ya no hubo para él nada más que la visión de los chorizos perlados de aceite y el jamón goteando grasa como un alambique porcino. Se lanzó al interior y al caer, sintió bailar la baldosa sobre la que había pisado. La habitación solada con losas de arcilla hidráulica de motivos geométricos descoloridos. Notó un ambiente enrarecido que no había percibido la primera vez que estuvo allí. Echó un vistazo rápido a la estancia y, como no advirtió ninguna presencia, fijó su mirada en los embutidos.
Llegó a la pared en tres pasos, tiró del primer chorizo que colgaba y lo sostuvo frente a sí como el que forma una aduja de soga. Se llenó la boca con la carne enrojecida y no se detuvo ante el sabor picante ni tomó las precauciones de quien lleva muchos días con el estómago cerrado. Simplemente se entregó al instinto salvaje que primero sacia y luego enferma. Se comió toda la pieza, tragándose los trozos casi enteros, y, cuando hubo terminado, se pasó la manga por la boca, manchándola de grasa y pimentón.
Mientras engullía el último trozo de embutido, miró otra vez a la barra y se entretuvo buscando algo diferente a lo que hincarle el diente. Estirándose, acercó la punta de la nariz a un salchichón, pero le olió rancio. Probó con una morcilla y su fragancia, casi imperceptible entre tantos olores, le sedujo. Tiró de la cuerda y mordió la tripa y, coincidiendo con el bocado, escuchó un ruido que al principio interpretó como una muela rota. Se palpó la mejilla y, al no sentir el menor indicio de dolor, se dio la vuelta, como quien intuye que le observan. Sus ojos empezaron a buscar primero por las zonas más iluminadas y continuaron por las más oscuras. No encontró nada, pero había rincones en la estancia que quedaban en total penumbra. Dejó la morcilla sobre la mesa con sigilo y se situó en el centro de la mancha de luz que la ventana vertía sobre el suelo cerámico. Las piernas abiertas, la cadera baja. Alerta las orejas como un caballo amusgando. Lentamente giró sobre sí mismo y entonces lo vio.
Estaba en la alacena de la esquina de la habitación, oculto tras una cortina de cutí que tapaba las baldas. El trapo no llegaba hasta el suelo y por debajo pudo ver cómo asomaba lo que parecía un codo. Retrocedió hasta colocarse detrás de la mesa y esperó a que sucediera algo. Durante el tiempo que mantuvo su mirada fija en aquel trozo de brazo, no notó el más leve movimiento ni sonido. Primero pensó que el dueño del codo, quizá el lisiado, podría estar dormido, pero enseguida se dio cuenta de que nadie en su sano juicio buscaría un lugar así para descansar. Quizá era un borracho o alguien que, como él, había llegado hasta allí en busca de las chacinas colgadas o del vino de la tinaja. Sin separarse de la mesa, buscó por los alrededores algo que le sirviera para levantar la cortina a distancia. A su espalda encontró una barra larga con una especie de pinza en la punta, como las que usaba el tendero del pueblo para alcanzar los estantes más altos. La cogió por un extremo y abandonó del refugio de la mesa. A unos dos metros de la alacena, alargó la barra y tocó la tela con las puntas de las pinzas. El peso de la barra extendida ante él le desequilibró y, sin querer, golpeó lo que debía de ser la cabeza del hombre al otro lado de la cortina. Encogió el brazo y retrocedió un paso a la espera de una respuesta, pero no sucedió nada. La ventana por la que había entrado seguía abierta y la luz que se colaba le otorgaba volumen al aire que iluminaba. Fuera del haz de luz, en el lugar en el que ahora asomaba el codo y en todos los demás cubículos sombríos, acechaban peligros que no era capaz de imaginar.
Temblando, volvió a alargar la barra hacia la cortina. Abrió por uno de los lados y no tardó en reconocer la cara del tullido. La herida purulenta seguía en su frente como la marca de una res. Quiso ver su cuerpo entero y tiró de la cortina hasta que la barra en la que estaba ensartada se salió por uno de sus extremos de la estaquilla que la soportaba. El hierro y la tela cayeron a los pies del hombre con un ruido bronco. Las motas de polvo del suelo y de la tela se levantaron como palomas al paso de un caballo y no se volvieron a posar, sino que se disolvieron en la oscuridad de la esquina.
El cuerpo desnudo del tullido le recordó a un odre repleto. La piel sin un solo pelo, las curvas redondeadas allí donde él sólo tenía huesos. A la vista quedaban las cicatrices de sus piernas como las costuras en las patas de los pellejos cargados de vino. Se acercó al cuerpo y lo tanteó con la punta de la bota. Palpó a la altura del estómago, del pecho y de un hombro, pero no consiguió respuesta. En cuclillas, lo agarró por el mentón y zarandeó su cara. Le abrió los párpados y no encontró más que dos esferas que amarilleaban como marfil viejo y en las que no vio ni rastro de las pupilas. Retrocedió sin perder de vista al hombre hasta que su espalda chocó contra la pared, junto a la cual se sentó.
Durante largo rato contempló el cuerpo informe, preguntándose si había sido él quien le había dado muerte. La última vez que lo vio, matar a aquel hombre había sido una de las posibilidades de las que había dispuesto. Cierto es que no la había ejercido y que, en el momento de dejarlo junto a la alberca, el tullido sólo estaba inconsciente, pero dadas sus limitaciones físicas y lo inhóspito del lugar, bien podía haber agonizado hasta morir. Fijó su mirada en el pecho del hombre por si descubría algún movimiento respiratorio, pero no había nada ya en él que pudiera hinchar sus pulmones. Trató de entender lo sucedido, pero en su cabeza sólo había sitio para la idea de la muerte. Se había enfrentado cientos de veces a ella, casi siempre a través de los sermones del cura. Los egipcios pereciendo a miles bajo las aguas del mar Rojo, Herodes descuartizando a los Santos Inocentes o el mismo Jesús desangrándose camino del Gólgota. Sin embargo, esto era otra cosa y él no sabía qué hacer con ella.
Permaneció durante un par de horas contemplando el cadáver. Maravillado por sus formas y paralizado por la gravedad de lo que veía. En ese tiempo, la luz de la tarde se hizo más suave y el interior de la posada perdió matices, y a pesar de que apenas había dormido la noche anterior, el sueño no le venció. Mientras estuvo observando al tullido, no logró hilvanar dos pensamientos seguidos y su mente sólo se entretuvo en recorrer fascinada el extraño cuerpo postrado. Únicamente habría necesitado un par de minutos de lucidez para recordar las huellas de los caballos separándose junto a la alberca en la que él abandonó al tullido. Tampoco fue capaz de distinguir la línea amoratada que había dejado la soga bajo la papada del tullido y tampoco se preguntó por la desnudez del cuerpo. No entendió que estaba en peligro y permaneció en aquel estado de aturdimiento hasta que oyó rascar la puerta de la posada.
Se incorporó rápidamente y se quedó con la espalda y las palmas de las manos pegadas a la pared. Identificó el ruido como el de las patas de un animal arañando la madera y se relajó. Se dirigió a la entrada y entreabrió la puerta. Desde el suelo, el perro del cabrero agitaba el rabo y le miraba con la lengua fuera. Abrió la hoja por completo para recibir al animal y el chucho se le tiró encima con entusiasmo. Como tantas otras veces, el niño se puso en cuclillas y recogió la cabeza del perro entre sus manos para acariciarle bajo la mandíbula. Desde aquella posición, pudo ver las piernas de un hombre sentado en el poyete que había bajo una de las ventanas de la fachada y, sin necesidad de verificar su identidad, saltó hacia atrás con la intención de cerrar la puerta.
A punto estuvo de lograrlo pero la bota de otro hombre se interpuso entre la hoja y el marco. Aun así, intentó cerrar la puerta de varios golpes, pero la rígida suela de la bota lo impedía. Cuando entendió que no podría encastillarse, salió corriendo hacia la parte de atrás para intentar escapar por la ventana por la que había entrado. Vio el rectángulo luminoso abierto en la pared, la tarde cayendo afuera y, a lo lejos, el perfil de la iglesia. Quiso salir de un salto y casi lo consiguió, pero al otro lado de la ventana ya le esperaba el ayudante del alguacil, que había rodeado la casa desde la fachada. Sostenía una Beretta de cañones paralelos con la culata incrustada de marfil. El niño frenó en seco y, a pesar de ello, casi se dio de bruces con el hombre. No llegó a chocar con él, pero sí penetró en su atmósfera alcohólica. El mismo olor dulzón que tantas veces había percibido en su padre al volver de la taberna. Apenas tuvo tiempo de mirarlo a la cara, sin embargo, su imagen quedó grabada en su memoria para siempre: el pelo anaranjado, la barba sudorosa con manchas canas, los ojos azules y vacíos y, sobre todo, la punta de su nariz grasienta envuelta por una red de intensas venas azules a punto de reventar.
Se dio la vuelta, porque, aunque había agotado las vías de escape, algo en su interior esperaba que el suelo se abriera o que, en las paredes, brotaran nuevas puertas. Lo que encontró bajo el techo quebradizo de la posada fue la cara familiar del alguacil, felino y bien vestido. Una visión que casi le hizo perder el equilibrio.
—Mira tú quién está aquí.
El alguacil se quitó el sombrero y, como era su costumbre, se atusó el pelo.
—¿Has visto esto, Colorao?
El ayudante asintió con los codos apoyados en el alféizar y siguió afirmando con la cabeza mientras inspeccionaba con la mirada el interior de la habitación. Le dedicó la misma atención a las vigas del techo que al cuerpo desnudo del tullido y, cuando hubo repasado cada rincón de la estancia, le hizo un gesto al alguacil señalando las chacinas con el mentón. El alguacil tiró de un salchichón sin perder de vista al chico y se lo lanzó. El ayudante no acertó a cogerlo al vuelo y el embutido se estrelló contra uno de los trozos de vidrio que aún aguantaban en la ventana, cayendo al suelo. El hombre apoyó el vientre en el alféizar y se estiró para alcanzar la pieza. Cuando la cogió, la limpió de cristales con la manga y se marchó mordisqueando el trozo de carne endurecida.