El chico imaginó al cerdo guarnecido con todos sus arreos de enganche y al tullido detrás sobre su carriola como si fuera un trotón de carreras. La última vez que el chico vio un cerdo fue cuatro inviernos atrás. Lo mató su padre con la ayuda de un hombre del pueblo. Su madre hizo el embutido mientras él y su hermano revolvían la sangre con las manos.
La casa tenía un emparrado raquítico sobre la fachada donde quizá, como decía el tullido, se sentaron arrieros en otros tiempos. Había una ventana a cada lado de la puerta con sendos poyetes de mampostería bajo ellas. Las contraventanas cerradas eran de chapa verde y en el centro de cada hoja había un rombo dibujado con agujeros. El interior de la casa estaba oscuro y, frente a la puerta abierta, el chico no pudo distinguir nada del interior. El tullido entró en la casa y se perdió en la penumbra. El muchacho ató al burro a una argolla de hierro que había junto al alféizar de una de las ventanas. Agarró el morral que colgaba del albardón y, antes de entrar, le echó un vistazo al animal cargado. Pensó que, por poco tiempo que parase a comer, debería aliviarle de su peso. Intentó levantar una garrafa pero, aunque podía con ella, supuso que, si la levantaba, la otra, a la que estaba unida, podría desequilibrar al asno. Entonces se miró la bota todavía húmeda y luego se puso los nudillos delante de la cara y recordó el calambrazo de dolor que aún perduraba en su brazo y el rato que el burro le había dejado al sol. «Aquí te quedas», pensó.
El tullido asomó la cabeza por la puerta.
—¿Pasas o no pasas?
El muchacho afirmó con la cabeza. El hombre volvió a entrar en la casa y el chico se aproximó a la puerta con cautela. Bajo el dintel notó el frescor que salía del interior oscuro trayéndole aromas cárnicos. Desde la calle pasó directamente a un salón grande tan sólo iluminado por la lengua de luz que entraba por la puerta. Olía a madera carcomida y a tripa seca de embutir. El aire perfumado de aceite dulce y vinagre. De repente, el tullido abrió una contraventana al fondo de la estancia y la luz penetró haciendo emerger los detalles de sus escondrijos umbríos. Aparecieron chacinas colgadas, paletillas, costillares ahumados, una careta de cerdo seca. Al fondo, un par de costales grandes de harina y un tonel. Una alacena con almendras y botellas de vino. Una caja de madera redonda con sardinas saladas colocadas como radios de bicicleta y varias piezas de bacalao colgando de una barra. Sacos de castañas secas, de carillas y de azúcar y, al fondo, una puerta con una cortina entreabierta que prometía más viandas.
—También vendo víveres a los viajeros.
Comió un potaje de alubias y berzas con un toque rancio de unto. Rebañó el plato de lata esmaltada con rebanadas de hogaza. Pidió agua, pero el tullido le dijo que el agua del tonel estaba todavía sin sanear. Por no esperar a que el agua de la cuba cociera y se enfriara, comió con medio chato de vino de pitarra, que el tullido le acercó voluntarioso. Luego perrunillas, dátiles y almendras garrapiñadas.
Mientras engullía la comida, el hombre le contó que la poca gente que quedaba en el pueblo se había marchado cuando el pozo había dejado de dar «agua en condiciones». También le habló del tránsito del camino que atravesaba el pueblo y de la posada. La regentaba su hermano y en ella había vivido junto a él, su cuñada y sus dos sobrinos. Cuando llegó la sequía, le dijeron que se iban a la ciudad en busca de trabajo y que volverían a por él con un carro en cuanto estuvieran instalados. «De eso hace ya un año», le confesó. Luego, mientras le hablaba de arrieros, tratantes de lana y queso de cabra, se quedó amodorrado sobre la mesa.
Sueña que lo persiguen. El sueño de siempre. Corre delante de alguien a quien nunca ve, pero cuyo aliento caldea su nuca. Alguien que acelera cuando él corre y se detiene cuando él para. Transita por las calles empedradas y húmedas de una ciudad que no conoce. De hecho, nunca ha salido del pueblo ni visto imágenes de ciudad alguna. Calles vacías y mojadas donde la luz de las farolas rebota y barniza los adoquines haciendo que parezcan de carbón pulido. Dobla esquinas y corre por callejuelas cada vez más estrechas y oscuras. Los pasos de su perseguidor, siempre a su espalda. Entra en una casa, recorre pasillos iluminados por farolas de gas que desprenden un halo amarillento cada vez más tenue. El aire, caliente y pastoso, se le engancha en la ropa, haciéndole perder velocidad. El aliento detrás. Entra en una habitación donde la única luz que hay está más allá de las ventanas. Abre puertas por las que penetra en habitaciones cada vez más pequeñas y con techos más bajos. Al final, se haya tumbado con el pecho contra un suelo de tablas que rezuman humedad y bichos. El techo es tan bajo que le da en la espalda. El aire, grasa de tren. Inmóvil, atrapado y con la sensación de sumergirse cada vez más en las profundidades de la tierra, en busca del magma primigenio. Luego, unos segundos de consciencia en la estrechez de su ataúd y, por último, un espasmo que golpea su cabeza contra la mesa.
Se despertó solo y encadenado por la muñeca izquierda a la única columna de la sala. Tenía una pequeña brecha en la frente. Le dolían la cabeza y el estómago. Necesitaba hacer de vientre, pero no podía moverse más de un metro. Las ventanas volvían a estar cerradas y tan sólo se distinguían los puntos de luz que se colaban por los rombos de chapa de las contraventanas. Intentó sacar la mano del grillete, pero estaba demasiado ajustado. Estirando el brazo todo lo que pudo, consiguió alcanzar la ventana con la punta de un pie. La posición le hizo eructar y notó cómo los ácidos de la comida le subían a la garganta, dejándole un gusto a bilis en la boca. Tocó la hoja con la punta de la bota, pero no tenía suficiente libertad como para poder empujarla. Tanteó a su alrededor en busca de algún objeto que le sirviera, pero a su alcance únicamente encontró la silla de anea en la que estaba sentado. Con la mano libre la agarró para intentar alcanzar la ventana con ella, pero pesaba demasiado y no podía manipularla. Metió la mano entre las lamas del respaldo y así, apoyando la silla en el antebrazo, consiguió elevarla por encima de su cabeza. Con los ojos cerrados, la estrelló contra la mesa y notó cómo el mueble se descuajeringaba y perdía peso. Siguió golpeando hasta que sólo quedaron en su mano las dos tablas del respaldo y la pata torneada a la que estaban ensambladas. Con ella tanteó la ventana cerrada, rompió el cristal y empujó hacia fuera las hojas de chapa. La luz que se coló no era la misma que la que había entrado cuando el tullido había abierto por la mañana, pero era suficiente para iluminar la estancia.
Lo primero que descubrió fue que el burro no estaba donde él lo había dejado. Comprobó que la pieza que le apresaba la muñeca era una argolla de hierro con candado. Golpeó el cierre contra la mesa y luego contra el suelo sin que el metal se abriera. Miró alrededor en busca de algo que pudiera servirle, pero sólo encontró comida y bebida. Había caminado por la inmensidad del llano comiendo almendras y bebiendo leche de cabra y, ahora que estaba rodeado de aquellos manjares, no podía moverse.
De pie, atado a la columna de hierro, trató de dibujar la situación en la que se encontraba: estaba encadenado, el tullido había desaparecido y el burro ya no estaba donde él lo había atado. A pesar de ser, posiblemente, la única persona de la comarca con comida suficiente como para aguantar un año, el tullido había huido, dejándole cautivo. Formó en su mente la estampa de la tabla con cojinetes tirada por el cerdo tal y como le había contado el tullido antes de entrar a la posada. Se preguntó si era tal su ansia de libertad que lo había abandonado todo por un burro viejo. Al menos no le había matado para quedarse con el animal. Pensó en el cabrero. Lo imaginó tirado al pie de la muralla a punto de dejar de respirar. Los cuervos quietos sobre la cabeza del Cristo o apostados en el matacán a la espera de su momento. Las cabras enloquecidas por la falta de agua. Entendió que él podría correr la misma suerte si no lograba escapar. Moriría de hambre o de sed atado a aquella columna. Pensó en su familia tratando de hallar algún consuelo, pero no lo encontró porque había sido ella la que le había empujado hasta aquel lugar.
Sobre la mesa todavía estaba el plato en el que había comido, rodeado de astillas de madera y trozos de la silla que había partido. Con la mano despejó un trozo de tabla para sentarse y sólo entonces reparó en algo que su ansia por engullir le había impedido ver antes. En una esquina de la mesa, junto a un barreño esmaltado, había un cenicero de lata. En él, una única colilla marrón cuya visión le hizo palidecer y provocó que el estómago se le soltara de nuevo. Se aclararon entonces sus suposiciones acerca de la huida del tullido, y ya no sintió otra cosa que la necesidad de escapar de allí y alcanzar al hombre que iba a delatarle.
Trató de poner sus ideas en orden. No sabía el tiempo que había pasado dormido ni cuánto hacía que había partido el tullido. Lo único que sabía era que tenía que alcanzarlo antes de que encontrara al alguacil. Forcejeó con el grillete probando posturas que le permitieran sacar la mano hasta que el roce del hierro le hizo daño. Miró a su alrededor en busca de algo que le ayudara, pero el tullido se había encargado de colocar fuera de su alcance cualquier objeto que le pudiera servir de herramienta. Lo único a lo que tenía acceso era a las chacinas colgadas de la pared, sin duda, pensó, algo previsto por su carcelero para mantenerlo con vida hasta su regreso con el alguacil. Se preguntó por la recompensa que habría ofrecido por él.
Se acercó cuanto pudo a la pared hasta alcanzar los embutidos. Tiró de un trozo de tocino con fuerza, haciendo que el gancho del que colgaba lo desgarrase. Lo manoseó tanto como pudo y luego se frotó la muñeca cautiva con el sebo. Intentó sacar la mano sin éxito. Frotó entonces el tocino enérgicamente contra la argolla, como si el hierro fuera a ablandarse de ese modo. El olor rancio de la grasa se mezclaba con el hedor que desprendía su cuerpo. Cogió el metal con la mano libre y tiró de la cautiva mientras la giraba dentro del aro. Lo intentó cogiendo la argolla con las rodillas y tirando con las dos manos. Se hizo daño en la muñeca y desistió.
Con los codos apoyados en la mesa de madera, la argolla algo caída por debajo de la muñeca, jugó a movilizar el pulgar desde su base. Lo volvió a untar de grasa y lo masajeó largamente. Buscó la articulación del mismo modo que su madre buscaba las tabas en los muslos de las gallinas. Los dedos en pinza a ambos lados de la articulación haciendo que se deslizaran las falanges entre sí. Luego, cuando su dedo y su cabeza estuvieron calientes, hizo un rulo con la servilleta con la que había comido y se la puso entre los dientes. Enganchó la argolla a un herraje de la mesa y tiró con todas sus fuerzas. Notó cómo el hierro desgarraba la piel de su pulgar y cómo los huesos se le juntaban en los nudillos y se acomodaban, ayudados por la grasa, al anillo que lo apresaba. En un momento la mano quedó encajada y no pudo tirar más. Le ardía la piel y la compresión le producía un dolor insoportable. Llorando, apoyó la planta de su bota en la gruesa pata de la mesa y, agarrándose la muñeca presa con la mano libre, dio un último y brusco tirón que le hizo perder el equilibrio hasta caer sobre los sacos que había a su espalda. Escupió la servilleta y, entre sollozos, se acercó la mano para poder examinarla, pero con las ventanas cerradas apenas entraba luz en la habitación. Abrió el cerrojo del portón y salió a la calle donde la tarde caía anaranjada por el oeste. Tenía el pulgar ensangrentado y no pudo ver el alcance de su lesión. Volvió a entrar y se dirigió al tonel. Le quitó el corcho a la piquera y dejó que el agua que salía a raudales cayera sobre la herida. Bebió un trago y volvió a poner el corcho en su sitio. Tenía una lengua de piel fruncida colgándole del dedo. El grillete le había desgarrado hasta dejar el hueso a la vista. Se llevó la mano herida al pecho y, agarrándosela con la otra, lloró de dolor y rabia.
Se colocó la tira de piel sobre el hueso y la estiró lo mejor que pudo para intentar tapar el desgarro. Se enrolló la mano con la servilleta y le hizo un nudo ayudándose con los dientes. La sangre enseguida manchó la tela.
En su morral metió dos chorizos, una navaja, una botella de agua, otra de vino y cerillas y salió a la calle. Miró al cielo y calculó que todavía le quedaban dos o tres horas de luz al día. Un rastro de herraduras y rodadas estrechas salía en la dirección por la que él había llegado al pueblo. Se ajustó la correa del morral, apretó su mano contra el pecho y comenzó a correr.
Era casi de noche cuando distinguió la figura del asno avanzando lenta hacia el sur sobre un camino recto, flanqueado por zanjas de desagüe. El roto de su bota había cedido y llevaba mucho rato medio trotando medio andando, con la punta de la suela colgando como una lengua negra. De vez en cuando le entraba gravilla, pero, hasta que no notaba algún abrojo punzante, no se detenía a vaciar la bota. A medida que se aproximaba a su objetivo, redujo la marcha y se hizo a un lado del camino porque pensó que, si el tullido le presentía y miraba hacia atrás, podría tirarse a una de las zanjas que corrían junto a la vereda. Fue a unos cien metros de distancia cuando tuvo una imagen clara del tinglado que había montado el hombre. Con una soga había hecho una collera tosca de la que salía un cabo que rodeaba al animal por detrás, como la rienda de una yunta. Había enganchado la tabla a la cuerda y fustigaba al animal en los cuartos traseros con una vara medio pelada. Una calesa desportillada que planeaba, torpe, a ras de suelo. El animal estaba otra vez aparejado con cuatro serones de esparto, en dos de los cuales reconoció sus garrafas de agua. Tuvo que imaginarse al tullido liberado de su tabla, apoyado sobre los muñones de sus rodillas, para entender cómo había podido descargar al asno, volver a aparejarlo con las nuevas aguaderas y meter de nuevo en ellas las garrafas.
Desde la distancia, el chico pensó que el tullido debía de ser un hombre muy codicioso para emprender un viaje así por una recompensa, lo cual le hizo preguntarse una vez más por el precio que el alguacil habría puesto por él.
A falta de pocos metros para alcanzarlo, aumentó su sigilo. Cuando consideró que no podía fallar, se agachó, agarró una piedra angulosa del tamaño de una patata grande y, apuntando a la cabeza del tullido, la lanzó. El proyectil pasó por encima del hombre y golpeó al burro en los cuartos traseros. Por primera vez desde que lo conocía, el animal se rebrincó y rebuznó con todas sus fuerzas. Se buscó las ancas con el hocico y soltó coces a diestro y siniestro, una de las cuales alcanzó al tullido en la frente, dejándolo inconsciente. El burro comenzó a correr sin rumbo, como si tirara de un arado de cencerros. Arrastró el cuerpo inerte del tullido con la tabla atada a los muslos, de un lado al otro del camino. La cabeza rebotaba lacia sobre las piedras. Luego el asno se calmó, giró sobre sí y avanzó a empellones hacia el niño. A medida que se acercaba, aminoraba el paso hasta que, ya cerca del muchacho, se detuvo. El chico, paralizado por la violencia de lo que acababa de ver, lo miraba fijamente como si hubiera dominado a un toro con el pensamiento. Estiró la mano hacia el animal y el asno acudió mansamente a olisquearla. Los bordes de la tabla habían rascado la tierra apisonada, marcando el suelo con surcos que el cuerpo del tullido había difuminado a tramos. Las manos del niño buscaron la quijada del animal y le masajeó el pellejo que se deslizaba fofo sobre la mandíbula. El asno bufó por los ollares como un niño enfadado hasta terminar de soltar todo el dolor que le había provocado la pedrada.