Intercambio (4 page)

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Authors: David Lodge

Tags: #Humor, Relato

BOOK: Intercambio
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—No, Gordon, de veras. No estaría bien que obligara a mis hijos a interrumpir sus estudios precisamente ahora. Robert tiene que preparar el examen de ingreso en la enseñanza secundaria, y Amanda, la selectividad.

—¿Mmmmm vas tú solo? —replicó Masters.

Su costumbre de tragarse la primera parte de sus frases hacía realmente agobiante conversar con él, y no contribuía a mejorar las cosas el hecho de que solía cerrar un ojo cuando miraba a su interlocutor, como si le apuntara con un arma de fuego. De hecho, Masters era un deportista consumado, y en las paredes de su despacho había muestras abundantes de su puntería en forma de silenciosos animales disecados. Philip suponía que se comía el principio de las frases a causa de su larga permanencia en el ejército, institución en la que, en muchas expresiones de uso diario, sólo la voz de mando final tiene importancia. Debido a una larga práctica, Philip podía captar sus ideas bastante bien, así que contestó con aplomo:

—Oh, no… No puedo dejar a Hilary sola con los niños. No durante seis meses.

—¿Mmmmm no? —murmuró Masters, que estaba decepcionado o sorprendido; Philip se dio cuenta de ello porque cambiaba incesantemente el peso de su cuerpo de un pie a otro—. Mmmmm que ir, ¿sabes?

Tras un esfuerzo mental verdaderamente agotador, Philip se enteró de que el profesor escogido para el intercambio de aquel año se había retirado en el último momento por que le habían ofrecido una cátedra en Australia. Al parecer, el comité encargado del asunto buscaba con urgencia un sustituto, y Masters, que era su presidente, estaba dispuesto a defender la candidatura de Philip si a éste le interesaba ir a Euforia.

—Mmmmm sobre ello —concluyó.

Philip meditó sobre ello. Durante todo el día. Se lo dijo a Hilary, con estudiada naturalidad, después de cenar, cuando fregaban los platos.

—Deberías aceptar —dijo ella, después de un momento de reflexión—. Necesitas un cambio. Estás enmoheciéndote aquí.

Philip no podía rebatir esto.

—Sí, pero ¿qué pasa con los niños? ¿Qué hacemos con el examen de ingreso de Robert? —replicó con un plato goteante en sus manos.

Hilary hizo una larga pausa para pensar.

—Ve tú solo —dijo por fin—. Yo me quedaré aquí con los niños.

—¡No, eso no sería justo! —protestó él—. ¡Ni soñarlo!

—Ya me las arreglaré —dijo ella cogiéndole el plato—. De todas maneras, no hay que pensar que podamos ir todos, así, de repente. Por una parte, ¿qué haríamos con la casa? Aquí tiene que haber alguien en invierno. Además, los pasajes…

—Debo reconocer —dijo Philip, que, tras quitar el tapón del fregadero, había abierto el grifo y agitaba con energía los restos de agua jabonosa para que se marcharan por el desagüe— que, si fuera solo, quizá podría ahorrar dinero. Bastante… El suficiente para poner la calefacción central, creo.

La instalación de la calefacción central en aquella casa, fría, húmeda y con muchas habitaciones, era desde hacía largo tiempo un sueño imposible para los Swallow.

—Acepta, querido —dijo Hilary sonriendo animosamente—. No debes perderte la oportunidad. Es posible que Gordon no presida el comité el año próximo.

—Debo reconocer que se ha portado muy bien conmigo al ofrecerme ese puesto.

—Siempre te has quejado de que no te apreciaba.

—Lo sé. Creo que he sido injusto con él.

La verdad era que a Gordon Masters se le había ocurrido enviar a Philip a Euforia porque quería ascender a profesor agregado a un miembro mucho más joven del departamento, un prolífico lingüista a quien las universidades nuevas tentaban con sus ofertas, y le resultaría menos embarazoso hacerlo en ausencia de Philip. Éste no conocía sus intenciones, por supuesto, pero una persona menos inocente quizá las habría sospechado.

—¿Estás segura de que no te importa? —preguntó Philip.

Le repitió esta pregunta por lo menos una vez al día, hasta su marcha. Cuando se despedía de Hilary en la estación de Rummidge, aún le preguntó:

—¿Estás completamente segura de que no te importa?

—Querido, ¿cuántas veces tendré que repetírtelo? Desde luego, vamos a echarte de menos… Como tú nos echarás de menos a nosotros, supongo… —le dijo ella con cariñosa malicia.

—Oh, sí, claro…

Pero ahí estaba la causa de su sentimiento de culpabilidad. En su fuero interno no creía que fuera a echarlos de menos. No es que no quisiera a sus hijos, pero pensaba que se las compondría muy bien sin ellos, a Dios gracias, durante seis meses. En cuanto a Hilary…, bueno, le resultaba difícil, después de tantos años juntos, considerarla un ser ontológicamente distinto de su prole. Veía a Hilary, más que nada, como una transmisora de informaciones, advertencias, peticiones y obligaciones relacionadas con Amanda, Robert y Matthew. Si ella hubiera ido a los Estados Unidos y él se hubiera quedado en casa cuidando de los niños, la habría echado de menos. Seguro. Pero de no haber habido hijos por medio, Philip no habría acertado a dar una razón por la que necesitara tener una esposa.

Quedaban las relaciones sexuales, claro; pero en los últimos años habían tenido un papel paulatinamente menguante en el matrimonio Swallow. No habían vuelto a ser iguales (¿algo lo había sido?) desde su prolongada luna de miel en los Estados Unidos. Allá, por ejemplo, Hilary solía emitir un grito agudo —que resultaba muy excitante para Philip— en el momento culminante; pero en su primera noche en Rummidge, cuando hacían la cama en el piso que habían alquilado en una casa vieja, convertida con muy poca gracia en bloque de apartamentos, alguien tosió ligeramente, pero de manera muy audible, en la pieza vecina y desde aquel momento —aunque después, a su debido tiempo, se mudaron a un piso mejor— los orgasmos (si es que lo eran) de Hilary se manifestaban de manera menos teatral: un suspiro silbante, como el sonido que emite un colchón de agua al tumbarse en él.

En el curso de su vida matrimonial en Rummidge, Hilary nunca había rechazado a Philip, pero nunca había tomado la iniciativa. Aceptaba sus caricias con la misma buena disposición, tranquila y levemente ausente, con que preparaba su desayuno o planchaba sus camisas. Gradualmente, con el paso de los años, el interés de Philip por el aspecto erótico del matrimonio disminuyó, pero él estaba persuadido de que eso era absolutamente normal.

La brusca explosión de la Revolución Sexual, a mediados de los años sesenta, le había intranquilizado un poco, es verdad. El periódico dominical que había leído desde que ingresó en la universidad, un periódico serio, de letra apretada, lleno de reseñas de libros y de extractos de memorias de estadistas, empezó súbitamente a publicar fotos en color de tetas y de ropa interior erótica; las alumnas de las que era tutor de repente empezaron a vestirse como prostitutas, con faldas tan cortas que podía distinguirlas, cuando no recordaba sus nombres, por el color de sus bragas; le resultaba incómodo leer las novelas contemporáneas en casa, por temor a que los niños leyeran por encima de su hombro. Las películas y la televisión le transmitían el mismo mensaje: el resto de la gente follaba bastante más que él, y de un modo mucho más promiscuo.

¿De veras? Es evidente que siempre ha habido más adulterios en las novelas que en la realidad, y sin duda podría decirse lo mismo de los orgasmos. Cuando miraba las caras de sus colegas en la sala de reuniones de profesores, se tranquilizaba: no veía en ellas la expresión de quien está ahíto de fornicar. Otro gallo les cantaba, claro está, a los estudiantes: todo el mundo sabía que se hartaban de follar. Como tutor, veía sobre todo las desventajas de esta rijosa actividad: los cansaba, les distraía de su trabajo; las chicas quedaban embarazadas y faltaban a los exámenes, o recurrían a la píldora y sufrían sus efectos secundarios. Pero les envidiaba el mundo de emocionantes posibilidades en que vivían, un mundo de piernas al aire, de manuales eróticos en las librerías de las estaciones de ferrocarril, de música erótica y de desnudez en el escenario y en la pantalla. Su propia adolescencia, en comparación, resultaba muy pobre, pues, en cuanto a satisfacción de curiosidad y de deseo, se había limitado a los más atrevidos clásicos de la colección Penguin y al último vals de los bailes que organizaban en el instituto, cuando bajaban la luz y podía estrechar hacia sí a su pareja, envuelta en metros de resbaladizo tafetán, y sentir sus ligas contra los muslos.

Una cosa

envidiaba de los jóvenes, aunque nunca se lo confesó a nadie: su manera de bailar. Con el pretexto de complacer a sus hijos, y adoptando una expresión cuidadosamente estudiada de divertida condescendencia, miraba «Los cuarenta principales» y otros programas de televisión similares con una penosa mezcla de placer y de pesar. ¡Qué atractivos le resultaban aquellos muslos que se movían vertiginosamente y aquellas nalgas que subían y bajaban sin cesar, aquellas cabezas que iban de un lado para otro y aquellos pechos que saltaban! ¡Qué deliciosamente despreocupado y liberador era todo aquello! ¡Y cuán infinitamente tristes le parecían, al recordarlos, los bailes de su juventud, aquellos foxtrots que había que bailar envaradamente, igual que robots, y que siempre se le habían dado tan mal…! Los nuevos bailes parecían fáciles: no había peligro de cometer errores, de pisar a la chica ni de hacerla chocar con otra pareja de robots como si fueran autos de choque. Parecían tan fáciles, que sentía en su carne que él también podía hacerlo; pero, claro, ya era demasiado tarde, del mismo modo que era demasiado tarde para peinarse el pelo de modo que le cayera sobre la frente, usar camisas estampadas o persuadir a Hilary de que experimentaran nuevas posturas sexuales.

Es decir, Philip Swallow pensaba que en su vida no gozaba de todos los placeres de los que hubiera podido gozar, pero en un sentido puramente elegíaco. Nunca se le ocurrió que pudiera estar a tiempo de unirse a la horda dionisíaca. Nunca se le ocurrió serle infiel a Hilary engañándola con alguna de las jovencitas que correteaban por los pasillos del departamento de literatura inglesa de Rummidge. Tales ideas no habían pasado nunca de un modo consciente por su mente, tan inglesa ella. Pero quizá no pudiera decirse lo mismo de su subconsciente, y tal vez la anticipación de una posible aventura amorosa fuera el motivo subyacente, profundísimamente subyacente, de la alegría que sentía. Pero, aunque así fuera, la mente de Philip nada sabía de ello. En ese momento, el proyecto más licencioso que ocupaba su pensamiento era pasarse el próximo domingo en la cama fumando, leyendo los periódicos y mirando la televisión.

¡Qué gozada! No tener que levantarse para el desayuno familiar, no tener que lavar el coche, ni cortar el césped, ni realizar ninguna de las pequeñas labores del tradicional fin de semana británico. No se vería obligado, sobre todo, a dar un paseo el domingo por la tarde. No verse obligado a levantarse del sillón, en plena digestión de la copiosa comida dominical, para ayudar a Hilary a reunir y vestir a sus hijos, siempre díscolos, ni a buscar y encontrar algún lugar nuevo adonde ir en coche, ni a darse una caminata por alguno de los parques locales, por los que otros pequeños grupos de personas deambularían con el mismo aire aburrido, como almas en pena, soportando el viento, que forma remolinos de hojas muertas, polvo, papeles y toda clase de menudos desperdicios, entre chirriantes columpios que se mueven solos y campos de fútbol desiertos, entre estanques y lagos artificiales donde los botes de remo están encadenados por mandato de la ley del descanso dominical como para hacer hincapié en la imposibilidad de escapar.
La nausée
, estilo Rummidge. Bien, pues durante seis meses se vería libre de todas esas pejigueras.

Philip aplasta la colilla de su pitillo y enciende otro. En el avión no se permite fumar en pipa.

Mira el reloj. Ya han recorrido más de la mitad del trayecto. Se produce cierta agitación general en la cabina. Mira atentamente, deseoso de no perderse detalle. Algunos pasajeros se colocan los auriculares que estaban, en sobres transparentes, sobre cada asiento cuando subieron a bordo. En el extremo del compartimiento de clase turística, una azafata manipula un aparato tubular. ¡Qué divertido, van a pasar una película! Hay que pagar un suplemento, y Philip lo paga lleno de satisfacción. Una pasajera de edad más que madura, que viaja al otro lado del pasillo, le indica, por señas, cómo conectar los auriculares, y descubre entonces que en ellos suena una música y que puede escoger entre tres canales: uno le ofrece piezas de Bartók, otro música pop y el tercero cuentos infantiles. Sus condicionamientos culturales le inducen a escuchar a Bartók, pero a los pocos minutos cambia al canal pop, en el que tocaban entonces una trivial interpretación de… «Tonterías», cree recordar.

Entre tanto, en el otro Boeing, Morris Zapp acaba de descubrir qué era lo que tenía aquel vuelo que le intrigaba tanto desde hacía rato. La revelación ha llegado —con cierto retraso— tras recorrer el avión en toda su longitud hasta el lavabo, cuando concluía el negocio que lo había llevado allí. Mientras regresa verifica su sospecha, mirando disimuladamente cada fila de asientos, hasta llegar al suyo, en la parte delantera del avión. Se deja caer pesadamente en el suyo y, como suele hacer al reflexionar, cruza las piernas y tamborilea con las uñas sobre la suela del zapato derecho.

Todos los pasajeros del avión, excepto él, son mujeres
.

¿Qué se puede deducir de ello? Las posibilidades de que esta proporción sea puramente casual son infinitamente pequeñas. ¡Otra vez la Improvidencia! ¿Cómo va a tener oportunidad de salvarse si hay algún peligro, puesto que las mujeres y los niños tienen preferencia y debería ceder el paso a ciento cincuenta y cinco personas para llegar a los botes salvavidas?

—Perdone.

Es la rubia de las gafas, su vecina de asiento, que ha dejado sobre el regazo la revista —una publicación progresista— que está leyendo y mantiene el dedo índice apoyado sobre la página, como para no perder el punto.

—¿Puedo pedirle su opinión sobre una cuestión de urbanidad?

Zapp le sonríe y hace un gesto en dirección a la revista.

—¡No me diga que las revistas progresistas ahora se preocupan de cuestiones de urbanidad!

—Si una mujer ve que un hombre lleva la bragueta abierta, ¿debe decírselo?

—¡Claro que sí!

—Lleva la bragueta abierta, señor —dice la joven, y continúa leyendo la revista, tras la cual oculta su cara mientras Morris se sube apresuradamente la cremallera.

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