Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas

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Nueva Guía Asimov de la ciencia
es un libro publicado en dos volúmenes donde Asimov hace un extenso relato de los descubrimientos científicos en todos los campos de la ciencia.

La lectura de él es fácil y los temas son relatados brillantemente comenzando desde los primeros conocimientos sobre el tema (generalmente desde los griegos o antes, o en algunos casos en los siglos del renacimiento) hasta lo último que se descubrió sobre el tema (hasta las últimas correcciones de la última edición, aproximadamente el año 1983).

En cada tema describe los descubrimientos que se fueron sucediendo, narrando el contexto de la época, los logros e intentos del científico que los realizó, e incluye algo del tema científico mismo, una explicación superficial de ese tema de la ciencia (algunas veces no tan superficial, pero al tratarse de todos los campos de la ciencia, obviamente es difícil profundizar mucho).

Autor

Introducción a la ciencia I

Ciencias Físicas

ePUB v1.1

Clío
20.03.12

Título original: Asimo's New guide to science

Traducción: Lorenzo Cortina

Asesor científico de la colección: Pedro Puigdomènech

A Janet Jeppson Asimov que comparte

mi interés por la ciencia y por cual-

quier otro aspecto de mi vida

PRÓLOGO

El rápido avance de la ciencia resulta excitante y estimulante para cualquiera que se halle fascinado por la invencibilidad del espíritu humano y por la continuada eficacia del método científico como herramienta para penetrar en las complejidades del Universo.

Pero, ¿qué pasa si uno se dedica también a mantenerse al día con cada fase del avance científico, con el deliberado propósito de interpretar dicho avance para el público en general? Para esa persona, la excitación y el estímulo quedan templados por cierta clase de desesperación.

La ciencia no se mantiene inmóvil. Es un panorama que sutilmente se disuelve y cambia mientras lo observamos. No puede captarse en cada detalle y en cualquier momento temporal sin quedarse atrás al instante.

En 1960, se publicó
The Intelligent Man's Guide to Science
y, al instante, el avance de la ciencia la dejó atrás. Por ejemplo, para abarcar a los cuásares y al láser (que eran desconocidos en 1960 y constituían ya unas palabras habituales un par de años después), se publicó en 1965
The New Intelligent Man's Guide to Science.

Pero, de todos modos, la ciencia avanzó inexorablemente. Ahora se suscitó el asunto de los pulsars, los agujeros negros, la deriva continental, los hombres en la Luna, el sueño REM, las ondas gravitatorias, la holografía, el ciclo AMP, etcétera, todo ello con posterioridad a 1965.

Por lo tanto, ya había llegado el momento de una nueva edición, la tercera. ¿Y cómo la llamamos?
¿The New Intelligent Man's Guide to Science?
Obviamente, no. La tercera edición se llamó, abiertamente,
Introducción a la ciencia
y se publicó en 1972 y, en español, al año siguiente.

Pero, una vez más, la ciencia se negó a detenerse. Se aprendieron bastantes cosas acerca del Sistema Solar, gracias a nuestras sondas, que requirieron un capitulo completo. Y ahora tenemos el nuevo universo inflacionario, nuevas teorías acerca del fin de los dinosaurios, sobre los quarks, los gluones, así como las unificadas teorías de campo, los monopolos magnéticos, la crisis de energía, ordenadores domésticos, robots, la evolución puntuada, los oncogenes, y más y muchas más cosas...

Por lo tanto, ha llegado el momento de una nueva edición, la cuarta, y dado que para cada edición siempre he cambiado el título, también lo hago ahora . Se tratará, pues, de la
Nueva guía Asimov de la ciencia.

Isaac Asimov

Nueva York

1984

Capítulo 1

¿Qué es la ciencia?

Casi en su principio fue la curiosidad.

Curiosidad, el abrumador deseo de saber, algo que no es característico de la materia muerta. Ni tampoco parece formar parte de algunas formas de organismos vivientes, que, por toda clase de razones, podemos escasamente decidirnos a considerar vivas.

Un árbol no despliega curiosidad acerca de su medio ambiente en cualquier forma que podamos reconocer, ni tampoco lo hace una esponja o una ostra. El viento, la lluvia, las corrientes oceánicas le brindan lo que es necesario, y a partir de esto toman lo que pueden. Si la posibilidad de los acontecimientos es tal que les aporta fuego, veneno, depredadores o parásitos, mueren tan estoica y tan poco demostrativamente como han vivido.

Sin embargo, ya muy pronto en el esquema de la vida algunos organismos desarrollaron un movimiento independiente. Significó un tremendo avance en su control del entorno. Un organismo que se mueve ya no tiene que aguardar con estólida rigidez a que la comida vaya a su encuentro, sino que va tras los alimentos.

De este modo, entró en el mundo la aventura..., y la curiosidad. El individuo que titubeó en la caza competitiva por los alimentos, que fue abiertamente conservador en su investigación, se murió de hambre. Desde el principio, la curiosidad referente al medio ambiente fue reforzada por el premio de la supervivencia.

El paramecio unicelular, que se mueve de forma investigadora, no poseía voliciones y deseos conscientes, en el sentido en que nosotros los tenemos, pero constituyó un impulso, incluso uno «simplemente» fisicoquímico, que tuvo como consecuencia que se comportara como si investigase su medio ambiente en busca de comida o de seguridad, o bien ambas cosas. Y este «acto de seguridad» es el que más fácilmente reconocemos como inseparable de la clase de vida más afín a la nuestra.

A medida que los organismos se fueron haciendo más complicados, sus órganos sensoriales se multiplicaron y se convirtieron a un tiempo en más complejos y en más delicados. Más mensajes de una mayor variedad se recibieron de y acerca del medio ambiente externo. Al mismo tiempo, se desarrolló (no podemos decir si como causa o efecto) una creciente complejidad del sistema nervioso, ese instrumento viviente que interpreta y almacena los datos recogidos por los órganos sensoriales.

El deseo de saber

Y con esto llegamos al punto en que la capacidad para recibir, almacenar e interpretar los mensajes del mundo externo puede rebasar la pura necesidad. Un organismo puede haber saciado momentáneamente su hambre y no tener tampoco, por el momento, ningún peligro a la vista. ¿Qué hace entonces?

Tal vez dejarse caer en una especie de sopor, como la ostra. Sin embargo, al menos los organismos superiores, siguen mostrando un claro instinto para explorar el medio ambiente. Estéril curiosidad, podríamos decir. No obstante, aunque podamos burlarnos de ella, también juzgamos la inteligencia en función de esta cualidad. El perro, en sus momentos de ocio, olfatea acá y allá, elevando sus orejas al captar sonidos que nosotros no somos capaces de percibir; y precisamente por esto es por lo que lo consideramos más inteligente que el gato, el cual, en las mismas circunstancias, se entrega a su aseo, o bien se relaja, se estira a su talante y dormita. Cuanto más evolucionado es el cerebro, mayor es el impulso a explorar, mayor la «curiosidad excedente». El mono es sinónimo de curiosidad. El pequeño e inquieto cerebro de este animal debe interesarse, y se interesa en realidad, por cualquier cosa que caiga en sus manos. En este sentido, como en muchos otros, el hombre no es más que un supermono.

El cerebro humano es la más estupenda masa de materia organizada del Universo conocido, y su capacidad de recibir, organizar y almacenar datos supera ampliamente los requerimientos ordinarios de la vida. Se ha calculado que, durante el transcurso de su existencia, un ser humano puede llegar a recibir más de cien millones de datos de información. Algunos creen que este total es mucho más elevado aún.

Precisamente este exceso de capacidad es causa de que nos ataque una enfermedad sumamente dolorosa: el aburrimiento. Un ser humano colocado en una situación en la que tiene oportunidad de utilizar su cerebro sólo para una mínima supervivencia, experimentará gradualmente una diversidad de síntomas desagradables, y puede llegar incluso hasta una grave desorganización mental.

Por tanto, lo que realmente importa es que el ser humano sienta una intensa y dominante curiosidad. Si carece de la oportunidad de satisfacerla en formas inmediatamente útiles para él, lo hará por otros conductos, incluso en formas censurables, para las cuales reservamos admoniciones tales como: «La curiosidad mató el gato», o «Métase usted en sus asuntos».

La abrumadora fuerza de la curiosidad, incluso con el dolor como castigo, viene reflejada en los mitos y leyendas. Entre los griegos corría la fábula de Pandora y su caja. Pandora, la primera mujer, había recibido una caja, que tenía prohibido abrir. Naturalmente, se apresuró a abrirla, y entonces vio en ella toda clase de espíritus de la enfermedad, el hambre, el odio y otros obsequios del Maligno, los cuales, al escapar, asolaron el mundo desde entonces.

En la historia bíblica de la tentación de Eva, no cabe duda de que la serpiente tuvo la tarea más fácil del mundo. En realidad podía haberse ahorrado sus palabras tentadoras: la curiosidad de Eva la habría conducido a probar el fruto prohibido, incluso sin tentación alguna. Si deseáramos interpretar alegóricamente este pasaje de la Biblia, podríamos representar a Eva de pie bajo el árbol, con el fruto prohibido en la mano, y la serpiente enrollada en torno a la rama podría llevar este letrero: «Curiosidad». Aunque la curiosidad, como cualquier otro impulso humano, ha sido utilizada de forma innoble —la invasión en la vida privada, que ha dado a la palabra su absorbente y peyorativo sentido—, sigue siendo una de las más nobles propiedades de la mente humana. En su definición más simple y pura es «el deseo de conocer».

Este deseo encuentra su primera expresión en respuestas a las necesidades prácticas de la vida humana: cómo plantar y cultivar mejor las cosechas; cómo fabricar mejores arcos y flechas; cómo tejer mejor el vestido, o sea, las «Artes Aplicadas». Pero, ¿qué ocurre una vez dominadas estas tareas, comparativamente limitadas, o satisfechas las necesidades prácticas? Inevitablemente, el deseo de conocer impulsa a realizar actividades menos limitadas y más complejas.

Parece evidente que las «Bellas Artes» (destinadas sólo a satisfacer unas necesidades de tipo espiritual) nacieron en la agonía del aburrimiento. Si nos lo proponemos, tal vez podamos hallar fácilmente unos usos más pragmáticos y más nuevas excusas para las Bellas Artes. Las pinturas y estatuillas fueron utilizadas, por ejemplo, como amuletos de fertilidad y como símbolos religiosos. Pero no se puede evitar la sospecha de que primero existieron estos objetos, y de que luego se les dio esta aplicación.

Decir que las Bellas Artes surgieron de un sentido de la belleza, puede equivaler también a querer colocar el carro delante del caballo. Una vez que se hubieron desarrollado las Bellas Artes, su extensión y refinamiento hacia la búsqueda de la Belleza podría haber seguido como una consecuencia inevitable; pero aunque esto no hubiera ocurrido, probablemente se habrían desarrollado también las Bellas Artes. Seguramente se anticiparon a cualquier posible necesidad o uso de las mismas. Tengamos en cuenta, por ejemplo, como una posible causa de su nacimiento, la elemental necesidad de tener ocupada la mente.

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