Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas (63 page)

BOOK: Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas
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Hierro y acero

El hierro se obtiene, esencialmente, calentando con carbón la mena de hierro (normalmente, óxido férrico). Los átomos de carbono extraen el oxígeno del óxido férrico, dejando una masa de hierro puro. En la Antigüedad, las temperaturas empleadas no fundían el hierro, por lo cual, el producto era un metal basto, que podía moldearse golpeándolo con un martillo, es decir, se obtenía el «hierro forjado». La metalurgia del hierro a gran escala comenzó en la Edad Media. Se emplearon hornos especiales y temperaturas más elevadas, que fundían el hierro. El hierro fundido podía verterse en moldes para formar coladas, por lo cual se llamó «hierro colado». Aunque mucho más barato y duro que el hierro forjado, era, sin embargo, quebradizo y no podía ser golpeado con el martillo.

La creciente demanda de ambas formas de hierro desencadenó una tala exhaustiva de los bosques ingleses, por ejemplo, pues Inglaterra consumía su madera en las fraguas. Sin embargo, allá por 1780, el herrero inglés Abraham Darby demostró que el coque (hulla carbonizada) era tan eficaz como el carbón vegetal (leña carbonizada), si no mejor. Así se alivió la presión ejercida sobre los bosques y empezó a imponerse el carbón mineral como fuente de energía, situación que duraría más de un siglo.

Finalmente, en las postrimerías del siglo XVIII, los químicos —gracias a las investigaciones del físico francés René-Antoine Ferchault de Réaumur— comprendieron que lo que determinaba la dureza y resistencia del hierro era su contenido en carbono. Para sacar el máximo partido a tales propiedades, el contenido de carbono debería oscilar entre el 0,2 y el 1,5 %; así, el acero resultante era más duro y resistente, más fuerte que el hierro colado o forjado. Pero hasta mediados del siglo XIX no fue posible mejorar la calidad del acero, salvo mediante un complicado procedimiento, consistente en agregar la cantidad adecuada de carbono al hierro forjado (labor cuyo coste era comparativamente muy elevado). Por tanto, el acero siguió siendo un metal de lujo, usado sólo cuando no era posible emplear ningún elemento sustitutivo, como en el caso de las espadas y los muelles.

La Edad del Acero la inició un ingeniero británico llamado Henry Bessemer. Interesado, al principio, ante todo, en cañones y proyectiles, Bessemer inventó un sistema que permitía que los cañones dispararan más lejos y con mayor precisión. Napoleón III se interesó en su invento y ofreció financiar sus experimentos. Pero un artillero francés hizo abortar la idea, señalando que la explosión propulsora que proyectaba Bessemer destrozaría los cañones de hierro colado que se empleaban en aquella época. Contrariado, Bessemer intentó resolver el problema mediante la obtención de un hierro más resistente. No sabía nada sobre metalurgia, por lo cual podía tratar el problema sin ideas preconcebidas. El hierro fundido era quebradizo por su contenido en carbono. Así, el problema consistía en reducir el contenido de este elemento. ¿Por qué no quemar el carbono y disiparlo, fundiendo el hierro y haciendo pasar a través de éste un chorro de aire? Parecía una idea ridícula. Lo normal era que el chorro de aire enfriase el metal fundido y provocase su solidificación. De todas formas, Bessemer lo intentó, y al hacerlo descubrió que ocurría precisamente lo contrario. A medida que el aire quemaba el carbono, la combustión desprendía calor y se elevaba la temperatura del hierro, en vez de bajar. El carbono se quemaba muy bien. Mediante los adecuados controles podía producirse acero en cantidad y a un costo comparativamente bajo.

En 1856, Bessemer anunció su «alto horno». Los fabricantes de hierro adoptaron el método con entusiasmo; pero luego lo abandonaron, al comprobar que el acero obtenido era de calidad inferior. Bessemer descubrió que la mena de hierro empleada en la industria contenía fósforo (elemento que no se encontraba en sus muestras de menas). A pesar de que explicó a los fabricantes de hierro que la causa del fracaso era el fósforo, éstos se negaron a hacer una prueba. Por consiguiente, Bessemer tuvo que pedir prestado dinero e instalar su propia acería en Sheffield. Importó de Suecia mena carente de fósforo y produjo en seguido acero a un precio muy inferior al de los demás fabricantes de hierro.

En 1875, el metalúrgico británico Sidney Gilchrist Thomas descubrió que revistiendo el interior del horno con piedra caliza y magnesio, podía extraer fácilmente el fósforo del hierro fundido. Con este sistema podía emplearse en la fabricación del acero casi cualquier tipo de mena. Mientras tanto, el inventor angloalemán Karl Wilhelm Siemens desarrolló, en 1868, el «horno de solera abierta», en el cual la fundición bruta era calentada junto con mena de hierro. Este proceso reducía también el contenido del fósforo en la mena.

Ya estaba en marcha la «Edad del Acero». El nombre no es una simple frase. Sin acero, serían casi inimaginables los rascacielos, los puentes colgantes, los grandes barcos, los ferrocarriles y muchas otras construcciones modernas, y, a pesar del reciente empleo de otros metales, el acero sigue siendo el metal preferido para muchos objetos, desde el bastidor de los automóviles hasta los cuchillos.

(Desde luego, es erróneo pensar que un solo paso adelante puede aportar cambios trascendentales en la vida de la Humanidad. El progreso ha sido siempre el resultado de numerosos adelantos relacionados entre sí, que forman un gran complejo. Por ejemplo, todo el acero fabricado en el mundo no permitiría levantar los rascacielos sin la existencia de ese artefacto cuya utilidad se da por descontada con excesiva frecuencia: el ascensor. En 1861, el inventor americano Elisha Graves Otis patentó un ascensor hidráulico, y en 1889, la empresa por él fundada instaló los primeros ascensores eléctricos en un edificio comercial neoyorquino.)

Una vez obtenido con facilidad acero barato, se pudo experimentar con la adición de otros metales («aleaciones de acero»), para ver si podía mejorarse aún más el acero. El experto en metalurgia británico Robert Abbott Hadfield fue el primero en trabajar en este terreno. En 1882 descubrió que añadiendo al acero un 13 % de manganeso, se obtenía una aleación más sólida, que podía utilizarse en la maquinaria empleada para trabajos muy duros, por ejemplo, el triturado de metales. En 1900, una aleación de acero que contenía tungsteno y cromo siguió manteniendo su dureza a altas temperaturas, incluso al rojo vivo y resultó excelente para máquinas-herramienta que hubieran de trabajar a altas velocidades. Hoy existen innumerables aceros de aleación para determinados trabajos, que incluyen, por ejemplo, molibdeno, níquel, cobalto y vanadio.

La principal dificultad que plantea el acero es su vulnerabilidad a la corrosión, proceso que devuelve el hierro al estado primitivo de mena del que proviene. Un modo de combatirlo consiste en proteger el metal pintándolo o recubriéndolo con planchas de un metal menos sensible a la corrosión, como el níquel, cromo, cadmio o estaño. Un método más eficaz aún es el de obtener una aleación que no se corroa. En 1913, el experto en metalurgia británico Harry Brearley descubrió casualmente esta aleación. Estaba investigando posibles aleaciones de acero que fueran especialmente útiles para los cañones de fusil. Entre las muestras descartó como inadecuada una aleación de níquel y cromo. Meses más tarde advirtió que dicha muestra seguía tan brillante como al principio, mientras que las demás estaban oxidadas. Así nació el «acero inoxidable». Es demasiado blando y caro para emplearlo en la construcción a gran escala, pero da excelentes resultados en cuchillería y en otros objetos donde la resistencia a la corrosión es más importante que su dureza.

Puesto que en todo el mundo se gastan algo así como mil millones de dólares al año en el casi inútil esfuerzo de preservar de la corrosión el hierro y el acero, prosiguieron los esfuerzos en la búsqueda de un anticorrosivo. En este sentido es interesante un reciente descubrimiento: el de los pertecnenatos, compuestos que contienen tecnecio y protegen el hierro contra la corrosión. Como es natural, este elemento, muy raro — fabricado por el hombre—, nunca será lo bastante corriente como para poderlo emplear a gran escala, pero constituye una valiosa herramienta de trabajo. Su radiactividad permite a los químicos seguir su destino y observar su comportamiento en la superficie del hierro. Si esta aplicación del tecnecio conduce a nuevos conocimientos que ayuden a resolver el problema de la corrosión, ya sólo este logro bastaría para amortizar en unos meses todo el dinero que se ha gastado durante los últimos 25 años en la investigación de elementos sintéticos.

Una de las propiedades más útiles del hierro es su intenso ferromagnetismo. El hierro mismo constituye un ejemplo de «imán débil». Queda fácilmente imantado bajo la influencia de un campo eléctrico o magnético, o sea, que sus dominios magnéticos (véase capítulo 4), son alineados con facilidad. También puede desimantarse muy fácilmente cuando se elimina el campo magnético, con lo cual los dominios vuelven a quedar orientados al azar. Esta rápida pérdida de magnetismo puede ser muy útil, al igual que en los electroimanes, donde el núcleo de hierro es imantado con facilidad al dar la corriente; pero
debería
quedar desimantado con la misma facilidad cuando cesa el paso de la corriente.

Desde la Segunda Guerra Mundial se ha conseguido desarrollar una nueva clase de imanes débiles: las «ferritas», ejemplos de las cuales son la ferrita de níquel (Fe
2
O
4
Ni) y la ferrita de manganeso (Fe
2
O
4
Mn), que se emplean en las computadoras como elementos que pueden imantadas o desimantarlas con la máxima rapidez y facilidad.

Los «imanes duros», cuyos dominios son difíciles de orientar o, una vez orientados, difíciles de desorientar, retienen esta propiedad durante un largo período de tiempo, una vez imantados. Varias aleaciones de acero son los ejemplos más comunes, a pesar de haberse encontrado imanes particularmente fuertes y potentes entre las aleaciones que contienen poco o ningún hierro. El ejemplo más conocido es el del «alnico», descubierto en 1913 y una de cuyas variedades está formada por aluminio, níquel y cobalto, más una pequeña cantidad de cobre. (El nombre de la aleación está compuesto por la primera sílaba de cada una de las sustancias.)

En la década de 1950 se desarrollaron técnicas que permitían emplear como imán el polvo de hierro; las partículas eran tan pequeñas, que consistían en dominios individuales; éstos podían ser orientados en el seno de una materia plástica fundida, que luego se podía solidificar, sin que los dominios perdieran la orientación que se les había dado. Estos «imanes plásticos» son muy fáciles de moldear, aunque pueden obtenerse también dotados de gran resistencia.

Nuevos metales

En las últimas décadas se han descubierto nuevos metales de gran utilidad, que eran prácticamente desconocidos hace un siglo o poco más y algunos de los cuales no se han desarrollado hasta nuestra generación. El ejemplo más sorprendente es el del aluminio, el más común de todos los metales (un 60 % más que el hierro). Pero es también muy difícil de extraer de sus menas. En 1825, Hans Christian Oersted —quien había descubierto la relación que existía entre electricidad y magnetismo— separó un poco de aluminio en forma impura. A partir de entonces, muchos químicos trataron, sin éxito, de purificar el metal, hasta que al fin, en 1854, el químico francés Henri-Étienne Sainte-Clair Deville, ideó un método para obtener aluminio en cantidades razonables. El aluminio es químicamente tan activo, que se vio obligado a emplear sodio metálico (elemento más activo aún) para romper la sujeción que ejercía el metal sobre los átomos vecinos. Durante un tiempo, el aluminio se vendió a centenares de dólares el kilo, lo cual lo convirtió prácticamente en un metal precioso. Napoleón III se permitió el lujo de tener una cubertería de aluminio, e hizo fabricar para su hijo un sonajero del mismo metal; en Estados Unidos, y como prueba de la gran estima de la nación hacia George Washington, su monumento fue coronado con una plancha de aluminio sólido.

En 1886, Charles Martin Hall —joven estudiante de Química del «Oberlin College»— quedó tan impresionado al oír decir a su profesor que quien descubriese un método barato para fabricar aluminio se haría inmensamente rico, que decidió intentarlo. En un laboratorio casero, instalado en su jardín, se dispuso a aplicar la teoría de Humphry Davy, según la cual el paso de una corriente eléctrica a través de metal fundido podría separar los iones metálicos y depositarlos en el cátodo. Buscando un material que pudiese disolver el aluminio, se decidió por la criolita, mineral que se encontraba en cantidades razonables sólo en Groenlandia. (Actualmente se puede conseguir criolita sintética.) Hall disolvió el óxido de aluminio en la criolita, fundió la mezcla e hizo pasar a través de la misma una corriente eléctrica. Como es natural, en el cátodo se recogió aluminio puro. Hall corrió hacia su profesor con los primeros lingotes del metal. (Hoy se conservan en la «Aluminium Company of America».)

Mientras sucedía esto, el joven químico francés Paul-Louis Toussaint Héroult, de la misma edad que Hall (veintidós años), descubrió un proceso similar en el mismo año. (Para completar la serie de coincidencias, Hall y Héroult murieron en 1914.)

El proceso Hall-Héroult convirtió el aluminio en un metal barato, a pesar de que nunca lo sería tanto como el acero, porque la mena de aluminio es menos común que la del hierro, y la electricidad (clave para la obtención de aluminio) es más cara que el carbón (clave para la del acero). De todas formas, el aluminio tiene dos grandes ventajas sobre el acero. En primer lugar, es muy liviano (pesa la tercera parte del acero). En segundo lugar, la corrosión toma en él la forma de una capa delgada y transparente, que protege las capas más profundas, sin afectar el aspecto del metal.

El aluminio puro es más bien blando, lo cual se soluciona aleándolo con otro metal. En 1906, el metalúrgico alemán Alfred Wilm obtuvo una aleación más fuerte añadiéndole un poco de cobre y una pequeñísima cantidad de magnesio. Vendió sus derechos de patente a la metalúrgica «Durener», de Alemania, compañía que dio a la aleación el nombre de «Duraluminio».

Los ingenieros comprendieron en seguida lo valioso que resultaría en la aviación un metal ligero, pero resistente. Una vez que los alemanes hubieron empleado el «Duraluminio» en los zepelines durante la Primera Guerra Mundial, y los ingleses se enteraron de su composición al analizar el material de un zepelín que se había estrellado, se extendió por todo el mundo el empleo de este nuevo metal. Debido a que el «Duraluminio» no era tan resistente a la corrosión como el aluminio, los metalúrgicos lo recubrieron con delgadas películas de aluminio puro, obteniendo así el llamado «Alelad».

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