Introducción a la ciencia I. Ciencias Físicas (78 page)

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Fig. 8.2. Método de Foucault. La rotación mayor o menor del espejo —sustituyendo a la rueda dentada de Fizeau— daba la velocidad a que viaja la luz.

Michelson fue más preciso aún en sus medidas. Este autor, durante cuarenta años largos, a partir de 1879, fue aplicando el sistema Fizeau-Foucault cada vez con mayor refinamiento, para medir la velocidad de la luz. Cuando se creyó lo suficientemente informado, proyectó la luz a través del vacío, en vez de hacerlo a través del aire, pues éste la frena ligeramente, empleando para ello tuberías de acero cuya longitud era superior a 1,5 km. Según sus medidas, la velocidad de la luz en el vacío era de 299.730 km/s (sólo un 0,006 % más bajo). Demostraría también que todas las longitudes de ondas luminosas viajan a la misma velocidad en el vacío.

En 1972, un equipo de investigadores bajo la dirección de Kenneth M. Evenson efectuó unas mediciones aún más exactas y vio que la velocidad de la luz era de 299.727,74 kilómetros por segundo. Una vez se conoció la velocidad de la luz con semejante precisión, se hizo posible usar la luz, o por lo menos formas de ella, para medir las distancias. (Una cosa que fue práctica de llevar a cabo incluso cuando se conocía la velocidad de la luz con menor precisión.)

Radar

Imaginemos una efímera vibración luminosa que se mueve hacia delante, tropieza con un obstáculo y se refleja hacia atrás, para volver al punto desde el que fue emitida poco antes. Lo que se necesitaba era una forma ondulatoria de frecuencia lo suficientemente baja como para atravesar brumas, nieblas y nubes, pero lo bastante alta como para una reflexión eficaz. Ese alcance ideal se encontró en la microonda (onda ultracorta de radiodifusión), con longitudes que oscilan entre los 0,5 y los 100 cm. El tiempo transcurrido entre la emisión de esa vibración y el retorno del eco permitió calcular la distancia a que se hallaba el objeto reflector.

Algunos físicos utilizaron este principio para idear varios artificios, pero quien lo hizo definitivamente aplicable fue el físico escocés Robert Alexander Watson-Watt. En 1935 logró seguir el curso de un aeroplano aprovechando las reflexiones de microondas que éste le enviaba. Este sistema se denominó «radio
detection
and
ranging
» (radiolocalización), donde la palabra
range
significa «determinación de distancias». La frase abrevióse en la sigla «r.a.d.a.r.», o «radar». (Las palabras como ésta, construidas con las iniciales de una frase, se llaman «acrónimos». El acrónimo se populariza cada vez más en el mundo moderno, especialmente por cuanto se refiere a la Ciencia y la Tecnología.)

El mundo se enteró de la existencia del radar cuando los ingleses empezaron a localizar los aviones nazis durante la batalla de Inglaterra, pese a la noche y la niebla. Así, pues, el radar merece, por lo menos, parte del crédito en esa victoria británica.

Después de la Segunda Guerra Mundial, el radar ha prestado múltiples servicios en la paz. Se ha empleado para localizar los puntos en que se generan las tormentas, y en este aspecto constituye un gran auxiliar del meteorólogo. Por otra parte, ha devuelto misteriosas reflexiones, llamadas «ángeles», que resultaron ser no mensajeros celestiales, sino bandadas de aves, y desde entonces se emplea también para estudiar las migraciones de éstas.

Y, según se describe en el capítulo 3, las reflexiones de radar procedentes de Venus y Mercurio brindaron a los astrónomos nuevos conocimientos concernientes a la rotación de esos planetas y, con respecto a Venus, información acerca de la naturaleza de su superficie.

Las ondas de la luz a través del espacio

Pese a todas las evidencias que se han ido acumulando sobre la naturaleza ondulatoria de la luz, sigue en pie un interrogante que preocupa a los físicos. ¿Cómo se transmite la luz en el vacío? Otros tipos de ondas, por ejemplo, las sonoras, necesitan un medio material. (Desde esta plataforma de observación que es la Tierra, no podríamos oír jamás una explosión en la Luna o cualquier otro cuerpo celeste, por muy estruendosa que fuese, ya que las ondas sonoras no viajan a través del espacio cósmico.) Sin embargo, la luz atraviesa el vacío con más facilidad que la materia, y nos llega desde galaxias situadas a miles de millones de años luz.

El concepto «acción a distancia» inquietó siempre a los científicos clásicos. Por ejemplo, Newton caviló mucho acerca de este problema: ¿Cómo actuará la fuerza de la gravedad en el espacio cósmico? Buscando una explicación plausible a esto, actualizó la idea de un «éter» que llenaba los cielos y se dijo que tal vez ese éter condujera la fuerza de la gravedad.

En su intento de explicar la traslación de ondas luminosas en el espacio, los físicos supusieron también que la luz se transmitía por medio del presunto éter. Y entonces empezaron a hablar del «éter lumínico». Pero esta idea tropezó inmediatamente con serias dificultades. Las ondas luminosas son transversales, es decir, se ondulan formando ángulo recto con la dirección de su trayectoria, como las olas de una superficie líquida; por tanto, contrastan con el movimiento «longitudinal» de las sondas sonoras. Ahora bien, la teoría física afirmaba que sólo un medio
sólido
puede transmitir las ondas transversales. (Las ondas transversales del agua se trasladan sobre la superficie líquida —un caso especial—, pero no pueden penetrar en el cuerpo del líquido.) Por consiguiente, el éter debería ser sólido, no gaseoso ni líquido. Y no le bastaría con ser extremadamente rígido, pues para transmitir ondas a la enorme velocidad de la luz necesitaría ser mucho más rígido que el acero. Más aún, ese éter rígido debería saturar la materia ordinaria, no meramente el vacío espacial, sino los gases, el agua, el vidrio y toda sustancia transparente por la que pudiera viajar la luz.

Y, como colofón, ese material sólido, superrígido, debería ser, al propio tiempo, maleable, para no interponerse en el movimiento ni siquiera del más ínfimo planetoide, ni entorpecer el más leve parpadeo.

Sin embargo, y pese a las dificultades planteadas por el concepto del éter, éste se mostró muy útil. Faraday —quien, aunque no tenía antecedentes matemáticos, poseía una admirable clarividencia— elaboró la noción de «líneas de fuerza» —líneas a lo largo de las cuales un campo magnético desarrolla una potencia uniforme— y, al considerarlas como distorsiones elásticas del éter, las empleó para explicar el fenómeno magnético.

En la década de 1860, Clerk Maxwell, gran admirador de Faraday, se propuso elaborar el análisis matemático que respaldara esas líneas de fuerza. Para ello ideó un simple conjunto de cuatro ecuaciones, que describía casi todos los fenómenos referentes al magnetismo y la electricidad. Tales ecuaciones, dadas a conocer en 1864, demostraron no sólo la relación que existía entre los fenómenos referentes al magnetismo y la electricidad, sino también su carácter inseparable. Allá donde existiese un campo eléctrico, debería haber un campo magnético, y viceversa. De hecho había sólo «un campo electromagnético». (Esto constituyó la original teoría de campo unificado que inspiraría el trabajo seguido durante el próximo siglo.)

Al considerar la implicación de sus ecuaciones, Maxwell halló que un campo eléctrico cambiante tenía que incluir un campo magnético cambiante que, a su vez, debía inducir un campo eléctrico cambiante, etcétera, los dos jugando a la pídola, por así decirlo, y el campo avanzaba hacia fuera en todas las direcciones. El resultado es una radiación que posee las propiedades de una forma de onda. En resumen, Maxwell predijo la existencia de una
radiación electromagnética
con frecuencias iguales a la que el campo electromagnético crece y se desvanece.

A Maxwell le fue incluso posible calcular la velocidad a la que semejante onda electromagnética podría moverse. Lo consiguió considerando la relación de ciertos valores correspondientes en las ecuaciones que describen la fuerza entre cargas eléctricas y la fuerza entre polos magnéticos. Esta relación demostró ser exactamente igual a la velocidad de la luz, y Maxwell no pudo aceptarlo como una mera coincidencia. La luz era una radiación electromagnética, y junto con la misma existían otras radiaciones con longitudes de onda mucho más largas, o mucho más cortas que las de la luz ordinaria, y todas esas radiaciones implicaban el éter.

Los monopolos magnéticos

Sin embargo, esos
monopolos magnéticos
habían sido buscados en vano. Cualquier objeto —grande o pequeño, una galaxia o una partícula subatómica— que poseyese un campo magnético, tenía un polo Norte y un polo Sur.

En 1931, Dirac, acometiendo el asunto de una forma matemática, llegó a la decisión de que si los monopolos magnéticos existían (si existía siquiera
uno
en cualquier parte del Universo), sería necesario que todas las cargas eléctricas fuesen múltiplos exactos de una carga más pequeña, como en efecto así es. Y dado que todas las cargas eléctricas son múltiplos exactos de alguna carga más pequeña, ¿no deberían en realidad existir los monopolos magnéticos?

En 1974, un físico neerlandés, Gerard't Hooft, y un físico soviético, Alexandr Poliakov, mostraron, independientemente, que podía razonarse, a partir de las grandes teorías unificadas, que los monopolos magnéticos debían asimismo existir, y que debían poseer una masa enorme. Aunque un monopolo magnético sería incluso más pequeño que un protón, debería tener una masa que sería de 10 trillones a 10 cuatrillones mayor que la del protón. Eso equivaldría a la masa de una bacteria comprimida en una diminuta partícula subatómica.

Semejantes partículas sólo podían haberse formado en el momento de la gran explosión. Desde entonces, no ha existido la suficientemente alta concentración de energía necesaria para formarlas. Esas grandes partículas deberían avanzar a unos 225 kilómetros por segundo, más o menos, y la combinación de una enorme masa y un pequeño tamaño le permitiría deslizarse a través de la materia sin dejar el menor rastro de presencia. Esta propiedad debe tener algo que ver con el fracaso hasta hoy en detectar monopolos magnéticos.

Sin embargo, si el monopolo magnético conseguía pasar a través de un cable (un fenómeno bien conocido que Faraday demostró por primera vez; véase capítulo 5), enviaría un flujo momentáneo de corriente eléctrica a través de dicho cable. Si el cable se encontrase a temperaturas ordinarias, la sobretensión se produciría y desaparecería con tanta rapidez que sería pasado por alto. Si fuera superconductor, la sobretensión podría permanecer durante todo el tiempo en que el cable fuese mantenido lo suficientemente frío.

El físico Blas Cabrera, de la Universidad de Stanford, montó un cable superconductor de niobio, lo mantuvo aislado de los campos magnéticos perdidos y aguardó durante cuatro meses. El 14 de febrero de 1982, a las 1.53 de la tarde, se produjo un flujo repentino de electricidad, exactamente de la cantidad que cabría esperar si hubiese pasado a su través un monopolo magnético. Los físicos están en la actualidad tratando de ingeniar unos mecanismos que confirmen este hallazgo, pero, hasta que lo consigan, no podremos estar seguros de que el monopolo magnético haya sido al fin detectado.

Movimiento absoluto

Pero volvamos a ese éter que, en el momento culminante de su poderío, encontró también su Waterloo como resultado de un experimento emprendido para comprobar una cuestión clásica y tan espinosa como la «acción a distancia»: concretamente, el problema del «movimiento absoluto».

Durante el siglo XIX quedó ya bien claro que el Sol, la Tierra, las estrellas y, prácticamente, todos los cuerpos del Universo estaban en movimiento. ¿Dónde encontrar, pues, un punto inamovible de referencia, un punto que estuviera en «reposo absoluto», para poder determinar el «movimiento absoluto», o sea, hallar el fundamento de los axiomas newtonianos? Quedaba una posibilidad. Newton había aducido que la propia trama del espacio (presuntamente, el éter) estaba en reposo, y, por tanto, se podía hablar de «espacio absoluto». Si el éter permanecía inmóvil, tal vez se podría especificar el «movimiento absoluto» de un objeto determinando su movimiento en relación con el éter.

Durante le década de 1880, Albert Michelson ideó un ingenioso esquema para hacer precisamente eso. Si la Tierra se movía a través de un éter inmóvil —razonó este científico—, un rayo luminoso proyectado en la dirección de su movimiento, con la consiguiente reflexión, recorrería una distancia menor que otro proyectado en ángulo recto. Para realizar este experimento, Michelson inventó el «interferómetro», artificio dotado con un prisma doble que dejaba pasar hacia delante la mitad de un rayo luminoso y reflejaba la otra mitad en ángulo recto. Entonces, unos espejos reflejaban ambos rayos sobre un ocular en el punto de partida. Si un rayo recorría una distancia algo mayor que el otro, ambos llegaban desfasados y formaban bandas de interferencia (fig. 8.3). Este instrumento mide con gran precisión las diferencias de longitud: es tan sensible, que puede medir el crecimiento de una planta segundo a segundo y el diámetro de algunas estrellas que parecen, incluso vistas a través del mayor telescopio, puntos luminosos sin dimensión alguna.

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