Introducción a la ciencia II. Ciencias Biológicas (26 page)

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(Pero, como con frecuencia sucede cuando se estudian sistemas biológicos, la conducta no sigue las reglas tan rígidamente como los científicos se inclinan a veces a suponer. En la década de 1940, y posteriormente, la bióloga norteamericana Barbara McClintock, tras estudiar cuidadosamente los genes del maíz, y seguirlos de generación en generación, llegó a la conclusión de que algunos genes pueden derivar más bien con facilidad y, con frecuencia, de un lugar a otro sobre los cromosomas en el transcurso de la división celular. Esta idea pareció salirse de la línea de los resultados conseguidos por Morgan y los biólogos que le siguieron y que la científica había ignorado, pero estaba en lo correcto. Cuando otros comenzaron a encontrar pruebas de la movilidad de los genes, McClintock, ahora ya octogenaria, recibió el premio Noble de Fisiología y de Medicina en 1983.)

A partir de tales mapas cromosómicos y del estudio de los cromosomas gigantes, muchas veces más grande que los de tamaño ordinario, hallados en las glándulas salivares de la mosca de la fruta, se ha establecido que el insecto tiene un mínimo de 10.000 genes en un par de cromosomas. Esto significa que el gen individual debe tener un peso molecular de 60 millones. Según este hallazgo, los cromosomas algo mayores del ser humano deberían contener de 20.000 a 90.000 genes por par de cromosomas o, en conjunto, unos dos millones. Por su trabajo sobre la genética de las moscas de la fruta, Morgan recibió en 1933 el premio Nobel de Medicina y Fisiología.

El conocimiento creciente sobre los genes permite esperar que algún día sea posible analizar y modificar la herencia genética de los individuos humanos, bien sea interceptando el desarrollo de condiciones anómalas graves o corrigiéndolas tan pronto como acusen desviaciones. Esa «ingeniería genética» requerirá mapas cromosómicos del organismo humano, lo cual implicará, evidentemente, una labor mucho más complicada que la referente a la mosca de la fruta. En 1967 se consiguió simplificar esa tarea de forma sorprendente cuando Howard Green, de la Universidad de Nueva York, compuso células híbridas con cromosomas humanos y de ratón. Relativamente pocos cromosomas humanos persistieron después de varias divisiones celulares; y se pudo localizar con más facilidad el efecto resultante de su actividad.

En 1969 se dio otro paso hacia el conocimiento y la manipulación del gen cuando el bioquímico norteamericano Jonathan Beckwith y sus colaboradores lograron aislar un gen por primera vez en la historia. Procedía de una bacteria intestinal y controlaba un aspecto del metabolismo del azúcar.

La carga genética

Alguna que otra vez, con una frecuencia que puede ser calculada, tiene lugar un cambio repentino en un gen. La mutación se manifiesta por alguna característica física nueva e inesperada, tal como las extremidades cortas del cordero del agricultor Wright. Las mutaciones son relativamente poco frecuentes en la Naturaleza. En 1926, el genetista Hermann Joseph Muller, que había sido miembro del equipo de investigación de Morgan, halló una forma para aumentar artificialmente la frecuencia de las mutaciones en las moscas de la fruta, de tal modo que podía estudiarse más fácilmente la herencia de tales modificaciones. Descubrió que los rayos
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podían servir para este fin; probablemente lesionaban los genes. El estudio de las mutaciones, hecho posible gracias al descubrimiento de Muller, le hicieron acreedor del premio Nobel de Medicina y Fisiología de 1946.

Las investigaciones de Muller han dado origen a algunas ideas más bien inquietantes por lo que respecta al futuro de la especie humana. Si bien las mutaciones son una importante fuerza motriz en la evolución, al dar lugar en ocasiones a mejoras que permiten a una especie adaptarse mejor a su medio ambiente, dichas mutaciones beneficiosas constituyen más bien la excepción. La mayoría de las mutaciones —al menos el 99 % de ellas— reportan algún tipo de detrimento, y algunas incluso son letales. Eventualmente, aún aquellos que sólo son ligeramente perjudiciales, desaparecen, debido a que sus portadores tampoco progresan y dan lugar a menos descendientes que los individuos sanos. Pero, entretanto, una mutación puede causar enfermedad y sufrimiento durante muchas generaciones. Además, aparecen continuamente nuevas mutaciones, y cada especie soporta una carga constante de genes defectuosos.

En realidad, más de 1.600 enfermedades humanas se cree que constituyen un resultado de defectos genéticos.

El gran número de diferentes variedades de genes —incluyendo amplias cantidades de algunos seriamente perjudiciales para la población normal— fue mostrado por la obra de un genetista ruso-americano, Theodosius Dobzhansky, en los años 1930 y 1940. Esta diversidad hace que la evolución marche como lo hace, pero el número de genes perjudiciales (la «carga genética») ha hecho que aumentase la justificada ansiedad.

Dos acontecimientos modernos parecen haberse añadido de una manera firme a esta carga. En primer lugar, los avances de la Medicina y la atención social tienden a compensar las desventajas de las personas con mutaciones perjudiciales, por lo menos en lo referente a la posibilidad de reproducirse. Por ejemplo, hay gafas a disposición de los individuos con vista defectuosa; la insulina mantiene con vida a quienes padecen diabetes (una enfermedad hereditaria), etc. De este modo, todos transmiten sus genes defectuosos a las generaciones futuras. Las alternativas —el permitir que los individuos defectuosos mueran jóvenes o bien esterilizarlos o meterlos en la cárcel— son, naturalmente, impensables, salvo cuando el defecto es lo suficientemente acusado como para convertir a un individuo en algo menos que un ser humano, como ocurre en la idiocia o a la paranoia homicida. Indudablemente, la especie humana puede aún soportar su carga de genes con mutación negativa, a pesar de sus impulsos humanitarios.

Pero hay menos excusa para el segundo peligro moderno: a saber, el incremento de esa carga por una innecesaria exposición a la radiación. La investigación genética demuestra de forma incontrovertible que, para la población globalmente considerada, incluso un ligero aumento en la exposición general a la radiación implica un incremento correspondientemente pequeño de la frecuencia de la mutación, y, desde 1895, la Humanidad ha sido expuesta a tipos e intensidades de radiación de las cuales nada sabían las generaciones precedentes. La radiación solar, la radiactividad natural del suelo y los rayos cósmicos siempre han estado con nosotros. Ahora, sin embargo, empleamos, muchas veces con liberalidad, los rayos
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en Medicina y en Odontología; concentramos material radiactivo, creamos artificialmente isótopos radiactivos de potencia radiactiva terrorífica; incluso llegamos a hacer estallar bombas nucleares. Todo esto contribuye a aumentar la radiación que incide sobre el ser humano.

Por supuesto, nadie se atrevería a sugerir que fuera abandonada la investigación en Física nuclear, o que los rayos
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no fueran utilizados en Medicina y Odontología. Sin embargo, debe recomendarse seriamente el reconocimiento del peligro existente y la reducción al mínimo de la exposición a la radiación; que, por ejemplo, los rayos
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sean utilizados de forma discriminada y con cuidado, y que los órganos sexuales sean protegidos de modo rutinario, durante el uso de aquéllos. Otra precaución a sugerir es que cada individuo lleve un registro de su exposición total acumulada a los rayos
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, de tal modo que tenga una cierta idea de si está en peligro de exceder un límite razonable.

Tipos sanguíneos

Por supuesto, los genetistas no estaban seguros de que los principios establecidos por las experiencias realizadas en plantas e insectos fueran necesariamente aplicables al ser humano. Después de todo, el hombre no era ni un guisante ni una mosca de la fruta. Pero los estudios directos de ciertas características del ser humano revelaron que la Genética humana seguía las mismas reglas. El ejemplo mejor conocido es el de la herencia de los tipos sanguíneos. La transfusión de sangre es una práctica muy antigua, y ya en ocasiones los médicos de antaño intentaron transfundir sangre animal a personas debilitadas por la pérdida de sangre. Pero las transfusiones, incluso las de sangre humana, a menudo eran mal toleradas, por lo que en ocasiones se llegaron a dictar leyes que las prohibían. En el año 1890, el patólogo austríaco Karl Landsteiner descubrió finalmente que la sangre humana era de distintos tipos, algunos de los cuales presentaban incompatibilidad con los restantes. Comprobó que, en ocasiones, cuando la sangre de una persona se mezclaba con una muestra de suero (el líquido de la sangre que permanece una vez se han eliminado los glóbulos rojos y el factor coagulante) procedente de otro individuo, los glóbulos rojos de la sangre completa de la primera persona se aglutinaban. Evidentemente, una mezcla de este tipo traería muy malas consecuencias si tuviera lugar durante la transfusión, e incluso podría matar al paciente si las células aglutinadas bloqueasen la circulación sanguínea en vasos de vital importancia. Landsteiner halló, sin embargo, que algunos tipos de sangre podían mezclarse sin causar tal aglutinación nociva.

Hacia el año 1902, Landsteiner fue capaz de anunciar que existían cuatro tipos de sangre humana, a los que llamó A, B, AB y O. Un individuo dado poseía sólo la sangre de uno de estos tipos, y, por supuesto, un tipo particular de sangre podía ser transfundido sin peligro a otra persona que tuviera el mismo tipo. Por añadidura, la sangre del tipo O podía ser transfundida sin ningún riesgo a otra persona, fuera cual fuere su tipo, en tanto la sangre A y la sangre B podían ser mezcladas con las de un paciente AB. Sin embargo, tendría lugar una aglutinación de glóbulos rojos, si la sangre AB se transfundía a un individuo A o B, al mezclarse la A y la B, o cuando una persona con el tipo O recibiera la transfusión de cualquier sangre distinta a la suya. (Por ello, debido a las posibles reacciones séricas, por lo general se administra a los pacientes únicamente la sangre de su propio tipo.)

En 1930, Landsteiner (que por entonces adquirió la ciudadanía estadounidense) recibió el premio Nobel de Medicina y Fisiología.

Los genetistas han establecido que estos tipos de sangre (y todos los otros descubiertos desde entonces, incluso las variaciones del factor Rh), son heredadas de forma estrictamente acorde con las leyes de Mendel. Parece que existen tres alelos génicos, responsables respectivamente de la sangre A, B y O. Si ambos progenitores tienen la sangre de tipo O, todos los niños generados por éstos poseerán sangre del tipo O. Si un progenitor tiene sangre del tipo O y el otro del tipo A, la sangre de todos estos niños será del tipo A, pues el alelo A es dominante con respecto al O. El alelo B, de manera similar, es dominante con relación al alelo O. Sin embargo, los alelos B y A no muestran dominación entre sí y un individuo que posee ambos alelos tendrá sangre del tipo AB.

Las leyes de Mendel son seguidas de forma tan estricta, que los grupos sanguíneos pueden ser, y son, utilizados para determinar la paternidad. Si una madre con sangre del tipo O tiene un niño con sangre del tipo B, el padre del niño debe ser de tipo B, pues el alelo B tiene que haber procedido forzosamente de algún lado. Si el marido de dicha mujer pertenece al A o al O, es evidente que ésta ha sido infiel (o bien que ha tenido lugar un cambio de niños en el hospital). Si una mujer del tipo O con un niño del tipo B, acusa a un hombre A u O de ser el padre, es claro que se ha confundido o bien que miente. Por otra parte, mientras que el tipo de sangre puede en ocasiones excluir una posibilidad, nunca constituye, en cambio, una prueba positiva. Si el marido de la mujer, o el hombre acusado, es del tipo B, el problema no estará totalmente resuelto. Cualquier hombre del tipo B, o cualquier hombre del tipo AB, podría haber sido el padre.

Eugenesia

La aplicabilidad de las leyes mendelianas de la herencia a los seres humanos también ha sido asimismo corroborada por la existencia de rasgos ligados al sexo. Como ya he dicho, la ceguera para los colores y la y la hemofilia se encuentran de modo casi exclusivo en los varones, y se heredan exactamente de la forma que las características ligadas al sexo se heredan en la mosca de la fruta.

Naturalmente, en lo primero que se piensa e que, al prohibir a las personas con tales taras el tener hijos, dicho transtorno quedaría borrado del mapa. Asimismo, dirigiendo el apropiado apareamiento, la especie humana podría mejorarse, de la misma forma que se ha realizado con las razas de ganado. Esto no es una idea nueva. Los antiguos espartanos creían en esto y trataron de llevarlo a la práctica hace ya 2.500 años. En los tiempos modernos, la noción fue revisada por un científico ingles, Francis Galton (primo de Charles Darwin). En 1883, acuño la palabra
eugenesia
para describir un plan. (Esta voz deriva de una palabra griega que significa «buen nacimiento».)

En su época, Galton no fue consciente de los descubrimientos de Mendel. No comprendía que unas características pareciesen hallarse ausentes, aunque se lleven como recesivas. No entendía tampoco que unos grupos de tales características llegarían a heredarse intactas, y que resultaría difícil desembarazarse de de una indeseable sin eliminar también otra deseable. Ni tampoco era consciente de que las mutaciones reintroducirían características indeseables en cada generación.

Sin embargo, el deseo de
mejorar
la raza humana continúa, y la eugenesia encontró sus partidarios hasta hoy, incluso entre los científicos. Tales apoyos son casi invariablemente sospechosas, puesto que quienes se muestran ávidos de mostrar importantes diferencias genéticas entre grupos reconocibles de seres humanos, están seguros de descubrir que los grupos a los que ellos pertenecen son
superiores
.

El psicólogo inglés Cyril Lodowic Burt, por ejemplo, informó de estudios de inteligencia de diferentes grupos y alegó haber encontrado fuertes evidencias para suponer que los hombres eran más inteligentes que las mujeres, los cristianos más inteligentes que los judíos, los ingleses más inteligentes que los irlandeses, los ingleses de clase superior más inteligentes que otros ingleses de clase inferior, etcétera. Y el mismo Burt pertenecía, en todo caso, al grupo
superior
. Naturalmente sus resultados fueron aceptados por muchas personas que, al igual que Burt, pertenecían al grupo
superior
, y que se hallaban dispuestos a creer que aquellos así afectados no lo eran a causa de la opresión y los prejuicios, sino en realidad por culpa de sus propios defectos.

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