Introducción a la ciencia II. Ciencias Biológicas (35 page)

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¿Pero, por qué realizar un intento así? Existen pocas posibilidades de que tengamos éxito, e incluso de tenerlo, ¿entonces, qué? ¿Existe alguna posible oportunidad de que podamos entender un mensaje interestelar? Sin embargo, existen razones para intentarlo.

En primer lugar, el mero intento de algo así haría avanzar el arte de los radiotelescopios, para mayor adelanto de la Humanidad respecto de comprender el Universo. En segundo lugar, si buscamos mensajes en el firmamento y no encontramos ninguno, aún seguirá la cosa teniendo un gran interés. Pero, ¿qué ocurriría si detectásemos un mensaje y no lo comprendiéramos? ¿Qué bien nos haría eso?

Verán, existe todavía otro razonamiento en contra de que exista vida inteligente en otro planetas. Se trata de lo siguiente: si existen esos seres, y son superiores a nosotros, ¿por qué no
nos
han descubierto? La vida ha existido en la Tierra durante miles de millones de años sin haberse visto perturbada por influencias exteriores (por lo menos, según podemos decir), y eso constituye una indicación suficiente de que no ha habido una influencia exterior con la que empezar.

Pero contra esto han sido usados otros argumentos. Es posible que las civilizaciones en existencia se hallen tan alejadas que no haya un forma conveniente de alcanzarnos, que el viaje interestelar no se haya desarrollando nunca en ninguna civilización, con lo que cada uno de nosotros se encuentra tan aislado que no podamos comunicarnos unos con otros a no ser con mensajes a larga distancia. Es también posible que nos
hayan
alcanzado pero, al percatarse de que constituimos un planeta que se encuentra en proceso de desarrollar la vida y una eventual civilización, deliberadamente prefiriesen no interferirse.

Pero ambos son unos argumentos débiles. Existe otro más fuerte, y asimismo espeluznante. Es posible que la inteligencia sea una propiedad autolimitadora. Es factible que en cuanto una especie desarrolla una tecnología lo suficientemente elevada, se destruya a sí misma: como nosotros, con nuestras reservas en aumento de armas nucleares y nuestra inclinación hacia la superpoblación y a destruir el medio ambiente, parecemos estar llevando a cabo. En ese caso, no se trata de que no haya civilización, y nada más. Pueden existir muchas civilizaciones que no hayan llegado al punto de ser capaces de mandar o recibir mensajes, y otras muchas civilizaciones que hayan quedado destruidas, y sólo una o dos que alcanzaran exactamente el punto de enviar mensajes y estén a punto de destruirse a sí mismas, pero aún no lo hayan realizado.

En ese caso, si recibimos un mensaje —
un mensaje
—, ese solo hecho nos revelaría que en algún lugar una civilización de alguna forma ha llegado a un nivel elevado de tecnología (más allá que nosotros, con toda probabilidad) y que aún no se ha destruido a sí misma.

Y si ha conseguido sobrevivir, ¿no podríamos nosotros realizar otro tanto?

Ésta es la clase de aliento que la Humanidad necesita enormemente en este estadio de su historia, y se trata de algo, que yo el primero, daríamos por muy bien venido.

Capítulo 14

Los microorganismos

Bacterias

Antes del siglo XVII, los seres vivientes más pequeños conocidos eran insectos diminutos. Naturalmente, se daba por sentado que no existía organismo alguno más pequeño. Poderes sobrenaturales podían hacer invisibles a los seres vivientes (todas las culturas así lo creían de una u otra forma), pero nadie pensaba, por un instante, que existieran criaturas de tamaño tan pequeño que no pudieran verse.

Instrumentos para aumentar

Si el hombre hubiera llegado siquiera a sospecharlo, acaso se iniciara mucho antes en el uso deliberado de instrumentos de aumento. Incluso los griegos y los romanos sabían ya que objetos de cristal de ciertas formas reflejaban la luz del sol en un punto dado, aumentando el tamaño de los objetos contemplados a través de ellos. Por ejemplo, así ocurría con una esfera de cristal hueca llena de agua. Ptolomeo trató sobre la óptica del espejo ustorio, y escritores árabes, tales como Alhakén, ampliaron sus observaciones en el año 1.000 de la Era Cristiana.

Robert Grosseteste, obispo inglés, filósofo y sagaz científico aficionado, fue el primero en sugerir, a principios del siglo XIII, el uso pacífico de dicho instrumento. Destacó el hecho de que las lentes —así llamadas por tener forma de lentejas— podían ser útiles para aumentar aquellos objetos demasiado pequeños para ver los de forma conveniente. Su discípulo, Roger Bacon, actuando de acuerdo con dicha sugerencia, concibió las gafas para mejorar la visión deficiente.

Al principio tan sólo se hicieron lentes convexos para corregir la vista cansada (hipermetropía). Hasta 1400 no se concibieron lentes cóncavos para corregir la vista corta o miopía. La invención de la imprenta trajo consigo una demanda creciente de gafas, y hacia el siglo XVI la artesanía de las gafas se había convertido en hábil profesión, llegando a adquirir especial calidad en los Países Bajos.

(Benjamín Franklin inventó, en 1760, los lentes bifocales, utilizables tanto para la hipermetropía como para la miopía. En 1827, el astrónomo británico, George Biddell Airy, concibió los primeros lentes para corregir el astigmatismo, que él mismo padecía. Y alrededor de 1888, un médico francés introdujo la idea de las lentes de contacto, que algún día convertirían en más o menos anticuadas las gafas corrientes.)

Pero volvamos a los artesanos holandeses de gafas. Según se cuenta, en 1608, el aprendiz de uno de estos artesanos, llamado Hans Lippershey, se divertía durante uno de sus ratos de ocio contemplando los objetos a través de dos lentes, situados uno detrás de otro. Su asombro fue grande al descubrir que, manteniéndolos algo distanciados entre sí, los objetos lejanos parecían estar al alcance de la mano. El aprendiz apresuróse a comunicar su descubrimiento a su amo, y Lippershey procedió a construir el primer «telescopio» colocando ambos lentes en un tubo para mantener entre ellos la distancia adecuada. El príncipe Mauricio de Nassau, comandante en jefe de los ejércitos holandeses sublevados contra España, al percatarse del valor militar de aquel instrumento se esforzó por mantenerlo en secreto.

Sin embargo, no contaba con Galileo. Habiendo llegado hasta él rumores sobre cristales capaces de acortar las distancias, aunque enterado tan sólo de que ello se lograba con lentes, descubrió rápidamente el principio y construyó su propio telescopio; el de Galileo quedó terminado seis meses después del de Lippershey.

Galileo descubrió asimismo que reajustando las lentes de su telescopio podía aumentar el tamaño de los objetos que se encontraban cerca, por lo cual en realidad era un «microscopio». Durante las décadas siguientes, varios científicos construyeron microscopios. Un naturalista italiano llamado Francesco Stelluti estudió con uno de ellos la anatomía de los insectos; Malpighi descubrió los capilares, y Hooke, las células en el corcho.

Pero la importancia del microscopio no se apreció en todo su valor hasta que Anton van Leeuwenhoek, mercader en la ciudad de Delft, se hiciera cargo de él (véase página 39). Algunas de las lentes de Van Leeuwenhoek aumentaban hasta doscientas veces el tamaño original.

Van Leeuwenhoek examinó todo tipo de objetos en forma absolutamente indiscriminada, describiendo cuanto veía con minucioso detalle en cartas dirigidas a la «Royal Society» de Londres. La democracia de la ciencia se apuntó un triunfo al ser designado el mercader miembro de la hidalga «Royal Society». Antes de morir, el humilde artesano de microscopios de Delft recibió la visita de la reina de Inglaterra y de Pedro
el Grande
, zar de todas las rusias.

A través de sus lentes, Van Leeuwenhoek descubrió los espermatozoides, los hematíes y llegó hasta ver fluir la sangre por los tubos capilares en la cola de un renacuajo, y lo que aún es más importante, fue el primero en contemplar seres vivientes demasiado diminutos para ser observados a simple vista. Descubrió aquellos «animálculos» en 1675, en el agua estancada. Analizó también las diminutas células del fermento y, llegando ya al límite del poder amplificador de sus lentes, logró finalmente, en 1676, divisar los «gérmenes» que hoy conocemos como bacterias.

El microscopio fue perfeccionándose con gran lentitud y hubo de transcurrir siglo y medio antes de poder estudiar con facilidad objetos del tamaño de los gérmenes. Por ejemplo, hasta 1830 no pudo concebir el óptico inglés Joseph Jackson Lister un «microscopio acromático» capaz de eliminar los anillos de color que limitaban la claridad de la imagen. Lister descubrió que los glóbulos rojos (descubiertos por vez primera como gotas sin forma, por el médico holandés Jan Swammerdam, en 1658) eran discos bicóncavos, semejantes a diminutas rosquillas con hendiduras en lugar del orificio. El microscopio acromático constituyó un gran avance, y en 1878, un físico alemán, Ernst Abbe, inició una serie de perfeccionamientos que dieron como resultado lo que podríamos denominar el moderno microscopio óptico.

Poniendo nombres a las bacterias

Los miembros del nuevo mundo de la vida microscópica fueron recibiendo gradualmente nombres. Los «animálculos» de Van Leeuwenhoek eran en realidad animales que se alimentaban de pequeñas partículas y que se trasladaban mediante pequeños apéndices (flagelos), por finísimas pestañas o por flujo impulsor de protoplasma (seudópodos). A estos animales se les dio el nombre de «protozoos» (de la palabra griega que significa «animales primarios»), y el zoólogo alemán, Karl Theodor Ernst Siebold, los identificó como seres unicelulares.

Los «gérmenes» eran ya otra cosa; mucho más pequeños que los protozoos y más rudimentarios. Aún cuando algunos podían moverse, la mayor parte permanecían inactivos, limitándose a crecer y a multiplicarse. Con la sola excepción de su carencia de clorofila, no acusaban ninguna de las propiedades asociadas con los animales. Por dicha razón, se los clasificaba usualmente entre los hongos, plantas carentes de clorofila y que viven de materias orgánicas. Hoy día, la mayoría de los biólogos muestran tendencia a no considerarlos como planta ni animal, sino que los clasifican en un sector aparte, totalmente independiente. «Germen» es una denominación capaz de inducir a error. Igual término puede aplicarse a la parte viva de una semilla (por ejemplo el «germen de trigo»), a las células sexuales (germen embrionario), a los órganos embrionarios o, de hecho, a cualquier objeto pequeño que posea potencialidad de vida.

El microscopista danés Otto Frederik Müller consiguió, en 1773, distinguir lo suficientemente bien a aquellos pequeños seres para clasificarlos en dos tipos: «bacilos» (voz latina que significa «pequeños vástagos») y «espirilo» (por su forma en espiral). Con la aparición del microscopio acromático, el cirujano austríaco Theodor Billroth vio variedades aún más pequeñas a las que aplicó el término de «cocos» (del griego «baya»). Fue el botánico alemán, Ferdinand Julius Cohn, quien finalmente aplicó el nombre de «bacterias» (también voz latina que significa pequeño «vástago» (véase fig. 14.1).

Fig. 14.1. Tipos de bacterias: coco, A); bacilos, B), y espirilos, C). Cada uno de estos tipos tiene una serie de variedades.

Pasteur popularizó el término general «microbio» (vida diminuta), para todas aquellas formas de vida microscópica, vegetal, animal y bacterial. Pero pronto fue aplicado dicho vocablo a la bacteria, que por entonces empezaba a adquirir notoriedad. Hoy día, el término general para las formas microscópicas de vida es el de «microorganismo».

Los microorganismos más grandes son eucariotas, lo mismo que las células de los animales multicelulares y las plantas (incluyéndonos a nosotros mismos). Los protozoos tienen núcleos y mitocondrios, junto con otras organelas. Asimismo, muchas de las células de protozoos son más grandes y más complejas que las células de nuestro propio cuerpo, por ejemplo, dado que las células de los protozoos deben llevar a cabo todas las funciones inseparables de la vida, mientras que las células de los organismos multicelulares se especializan y dependen de otras células para realizar funciones y suministrar productos que ellas mismas no pueden conseguir.

Unas plantas unicelulares llamadas algas son, una vez más, tan complejas como las células de plantas multicelulares, o tal vez más.

Sin embargo, las bacterias son procariotas y no contienen un núcleo y otros organelas. El material genético, de ordinario confinado dentro del núcleo en los eucariotas, se halla esparcido a través de la célula bacteriana. Las bacterias son también únicas al poseer una pared celular compuesta principalmente por un polisacárido y una proteína en combinación. Las bacterias, que tienen un diámetro de 1 a 10 micras, son mucho más pequeñas que las células eucariotas en general.

Oro gran grupo de procariotas son las algas cianofíceas, que difieren de las bacterias, sobre todo, por poseer clorofila y por ser capaces de realizar la fotosíntesis. A veces, se las llama simplemente cianofíceas (azul-verdes), dejando el término algas para las plantas eucariotas unicelulares.

No debemos abrumarnos por la aparente sencillez de las bacterias. Aunque no tengan núcleos y no parezcan tranferir los cromosomas de la forma en que lo hace la reproducción sexual, sin embargo se permiten una especie de sexo primito. En 1946, Edward Tatum y su estudiante Joshua Lederberg, comenzaron una serie de observaciones que demostraron que las bacterias, en ocasiones, transfieren secciones de ácido nucleico de un individuo a toro. Lederberg llamó al proceso
conjugación
, y él y Tatum compartieron, en 1958, el premio Nobel de Medicina y Fisiología por sus trabajos.

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