Introducción a la ciencia II. Ciencias Biológicas (36 page)

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En el estudio de la conjugación, al parecer esas porciones de ácido nucléico que llevan a cabo la transferencia eran moléculas que formaban anillos en vez de líneas rectas. En 1952, Lederberg denominó
plásmidos
a esos ácidos nucleicoanulares. Los plásmidos son la cosa más próxima a las organelas que poseen las bacterias. Tienen genes, controlan la formación de ciertas enzimas y pueden transferir propiedades de una célula a otra.

La teoría del germen de la enfermedad

Pasteur fue el primero en establecer una conexión definitiva entre los microorganismos y la enfermedad, creando así la moderna ciencia de la «bacteriología» o, para utilizar un término más generalizado, de la «microbiología», y ello tuvo lugar por la preocupación de Pasteur con algo que más bien parecía tratarse de un problema industrial que médico. En la década de 1860, la industria francesa de la seda se estaba arruinando a causa de una epidemia entre los gusanos de seda. Pasteur, que ya salvara a los productores vitivinícolas de Francia, se encontró también enfrentado con aquel problema. Y de nuevo, haciendo inspirado uso del microscopio, como hiciera antes al estudiar los cristales asimétricos y las variedades de las células del fermento, Pasteur descubrió microorganismos que infectaban a los gusanos de seda y a las hojas de morera que les servían de alimento. Recomendó la destrucción de todos los gusanos y hojas infectadas y empezar de nuevo con los gusanos y hojas libres de infección. Se puso en práctica aquella drástica medida con excelentes resultados.

Con tales investigaciones, Pasteur logró algo más que dar nuevo impulso a la sericultura: generalizó sus conclusiones y enunció la «teoría de los gérmenes patógenos», que constituyó, sin duda alguna, uno de los descubrimientos más grandes que jamás se hicieran (y esto, no por un médico, sino por un químico, como estos últimos se complacen en subrayar).

Antes de Pasteur los médicos poco podían hacer por sus pacientes, a no ser recomendarles descanso, buena alimentación, aires puros y ambiente sano, tratando, ocasionalmente, algunos tipos de emergencias. Todo ello fue ya propugnado por el médico griego Hipócrates («el padre de la Medicina»), 400 años a. de J.C. Fue él quien introdujo el enfoque racional de la Medicina, rechazando las flechas de Apolo y la posesión demoníaca para proclamar que, incluso la epilepsia denominada por entonces la «enfermedad sagrada», no era resultado de sufrir la influencia de algún dios, sino simplemente un trastorno físico y como tal debía ser tratado. Las generaciones posteriores jamás llegaron a olvidar totalmente la lección.

No obstante, la Medicina avanzó con sorprendente lentitud durante los dos milenios siguientes. Los médicos podían incidir forúnculos, soldar huesos rotos y prescribir algunos remedios específicos que eran simplemente producto de la sabiduría del pueblo, tales como la quinina, extraída de la corteza del árbol chinchona (que los indios peruanos masticaban originalmente pata curarse la malaria) y la digital, de la planta llamada dedalera (un viejo remedio de los antiguos herbolarios para estimular el corazón). Aparte de esos escasos tratamientos y de la vacuna contra la viruela (de la que trataré más adelante), muchas de las medicinas y tratamientos administrados por los médicos después de Hipócrates tenderían más bien a incrementar el índice de mortalidad que a reducirlo.

En los dos primeros siglos y medio de la Era de la Ciencia, constituyó un interesante avance el invento, en 1819, del estetoscopio por el médico francés René-Théophile-Hyacinthe Laennec. En su forma original era poco más que un tubo de madera destinado a ayudar al médico a escuchar e interpretar los latidos del corazón, los perfeccionamientos introducidos desde entonces lo han convertido en un instrumento tan característico e indispensable para el médico como lo es la regla de cálculo para un ingeniero.

Por tanto, no es de extrañar que hasta el siglo XIX, incluso los países más civilizados se vieran azotados de forma periódica por plagas, algunas de las cuales ejercieron efecto trascendental en la Historia. La plaga que asolara Atenas, y en la que murió Pericles durante las guerras del Peloponeso, fue el primer paso hacia la ruina final de Grecia. La caída de Roma se inició, probablemente, con las plagas que barrieron el Imperio durante el reinado de Marco Aurelio. En el siglo XIV se calcula que la peste negra mató a una cuarta parte de la población de Europa; esta plaga y la pólvora contribuyeron, juntas, a destruir las estructuras sociales de la Edad Media.

Es evidente que las plagas no terminaron al descubrir Pasteur que las enfermedades infecciosas tenían su origen y difusión en los microorganismos. En la India, aún es endémico el cólera; y otros países insuficientemente desarrollados se encuentran intensamente sometidos a epidemias. Las enfermedades siguen constituyendo uno de los mayores peligros en épocas de guerra. De vez en cuando, se alzan nuevos organismos virulentos y se propagan por el mundo; desde luego, la gripe pandémica de 1918 mató alrededor de unos quince millones de personas, la cifra más alta de mortandad alcanzada por cualquier otra plaga en la historia de la Humanidad y casi el doble de los que murieron durante la Primera Guerra Mundial recién terminada.

Sin embargo, el descubrimiento de Pasteur marcó un hito de trascendental importancia. El índice de mortalidad empezó a decrecer de forma sensible en Europa y los Estados Unidos, aumentando las esperanzas de supervivencia. Gracias al estudio científico de las enfermedades y de su tratamiento, que se iniciara con Pasteur, hombres y mujeres, en las regiones más avanzadas del mundo, pueden esperar ahora un promedio de vida de setenta años, en tanto que antes de Pasteur ese promedio era únicamente de cuarenta años en las condiciones más favorables y acaso tan sólo de veinticinco años cuando esas condiciones eran desfavorables. Desde la Segunda Guerra Mundial, las probabilidades de longevidad han ido ascendiendo de forma rápida incluso en las regiones menos adelantadas del mundo.

Identificando las bacterias

Incluso antes de que, en 1865, Pasteur anticipara la teoría de los gérmenes, un médico vienés, llamado Ignaz Philipp Semmelweiss, realizó el primer ataque efectivo contra las bacterias, ignorando desde luego contra qué luchaba. Trabajaba en la sección de maternidad de uno de los hospitales de Viena donde el 12 % o más de las parturientas morían de algo llamado fiebres «puerperales» (en lenguaje vulgar, «fiebres del parto»). Semmelweiss observaba, inquieto, que de aquellas mujeres que daban a luz en su casa, con la sola ayuda de comadronas ignorantes, prácticamente ninguna contraía fiebres puerperales. Sus sospechas se acrecentaron con la muerte de un médico en el hospital, a raíz de haberse inferido un corte mientras procedía a la disección de un cadáver. ¿Acaso los médicos y estudiantes procedentes de las secciones de disección transmitían de alguna forma la enfermedad a las mujeres que atendían y ayudaban a dar a luz? Semmelweiss insistió en que los médicos se lavaran las manos con una solución de cloruro de cal. Al cabo de un año, el índice de mortalidad en las secciones de maternidad había descendido de1 12 al 1 %.

Pero los médicos veteranos estaban furiosos. Resentidos por la sugerencia de que se habían portado como asesinos y humillados por todos aquellos lavados de manos, lograron expulsar a Sernmelweiss del hospital. (A ello contribuyó la circunstancia de que este último fuese húngaro y el hecho de haberse sublevado Hungría contra los gobernantes austríacos.) Semmelweiss se fue a Budapest, donde consiguió reducir el índice de mortalidad materna, en tanto que en Viena volvía a incrementarse durante una década aproximadamente. Pero el propio Semmelweiss murió de fiebres puerperales en 1865, a causa de una infección accidental, a los cuarenta y siete años de edad, precisamente poco antes de que le fuera posible contemplar la reivindicación científica de sus sospechas con respecto a la transmisión de enfermedades. Fue el mismo año en que Pasteur descubriera microorganismos en los gusanos de seda enfermos y en que un cirujano inglés, llamado Joseph Lister (hijo del inventor del microscopio acromático), iniciara, de forma independiente, el ataque químico contra los gérmenes.

Lister recurrió a la sustancia eficaz del fenol (ácido carbólico). Lo utilizó por primera vez en las curas a un paciente con fractura abierta. Hasta aquel momento, cualquier herida grave casi invariablemente se infectaba. Como es natural, el fenol de Lister destruyó los tejidos alrededor de la herida, pero, al propio tiempo, aniquiló las bacterias. El paciente se recuperó de forma notable y sin complicación alguna.

A raíz de este éxito, Lister inició la práctica de rociar la sala de operaciones con fenol. Acaso resultara duro para quienes tenían que respirarlo, pero empezó a salvar vidas. Como en el caso de Semmelweiss, hubo oposición, pero los experimentos de Pasteur habían abonado el terreno para la antisepsia y Lister se salió fácilmente con la suya.

El propio Pasteur tropezaba con dificultades en Francia (a diferencia de Lister, carecía de la etiqueta unionista de Doctor en Medicina), pero logró que los cirujanos hirvieran sus instrumentos y desinfectaran los vendajes. La esterilización con vapor, «a lo Pasteur», sustituyó a la desagradable rociada con fenol de Lister. Se investigaron y se encontraron antisépticos más suaves capaces de matar las bacterias, sin perjudicar innecesariamente los tejidos. El médico francés Casimir-Joseph Davaine informó, en 1873, sobre las propiedades antisépticas del yodo y de la «tintura de yodo» (o sea, yodo disuelto en una combinación de alcohol y agua), que hoy día es de uso habitual en los hogares, este y otros productos similares se aplican automáticamente a todos los rasguños. No admite dudas el elevadísimo número de infecciones evitadas de esta forma.

De hecho, la investigación para la protección contra las infecciones iba orientándose cada vez más a prevenir la entrada de los gérmenes («asepsia») que a destruirlos una vez introducidos, como se hacía con la antisepsia. En 1890, el cirujano americano William Stewart Halstead introdujo la práctica de utilizar guantes de goma esterilizados durante las operaciones; para 1900, el médico británico William Hunter había incorporado la máscara de gasa para proteger al paciente contra los gérmenes contenidos en el aliento del médico.

Entretanto, el médico alemán Robert Koch había comenzado a identificar las bacterias específicas responsables de diversas enfermedades. Para lograrlo, introdujo una mejora vital en la naturaleza del tipo de cultivo (esto es, en la clase de alimentos en los que crecían las bacterias). Mientras Pasteur utilizaba cultivos líquidos, Koch introdujo el elemento sólido. Distribuía muestras aisladas de gelatina (que más adelante fue sustituida por el agar-agar, sustancia gelatinosa extraída de las algas marinas). Si se depositaba con una aguja fina tan sólo una bacteria en un punto de esa materia, se desarrollaba una auténtica colonia alrededor del mismo, ya que sobre la superficie sólida del agar-agar, las bacterias se encontraban imposibilitadas de moverse o alejarse de su progenitora, como lo hubieran hecho en el elemento líquido. Un ayudante de Koch, Julius Richard Petri, introdujo el uso de cápsulas cóncavas con tapa a fin de proteger los cultivos de la contaminación por gérmenes bacteriológicos flotantes en la atmósfera; desde entonces han seguido utilizándose a tal fin las «cápsulas de Petri».

De esa forma, las bacterias individuales darían origen a colonias que entonces podrían ser cultivadas de forma aislada y utilizadas en ensayos para observar las enfermedades que producirían sobre animales de laboratorio. Esa técnica no sólo permitió la identificación de una de terminada infección, sino que también posibilitó la realización de experimentos con los diversos tratamientos posibles para aniquilar bacterias específicas.

Con sus nuevas técnicas, Koch consiguió aislar un bacilo causante del ántrax y, en 1882, otro que producía la tuberculosis. En 1884, aisló también la bacteria que causaba el cólera. Otros siguieron el camino de Koch, Por ejemplo, en 1883, el patólogo alemán Edwin Klebs aisló la bacteria causante de la difteria. En 1905, Koch recibió el premio Nobel de Medicina y Fisiología.

Quimioterapia

Una vez identificadas las bacterias, el próximo paso lo constituía el descubrimiento de las medicinas capaces de aniquilarlas sin matar al propio tiempo al paciente. A dicha investigación consagró sus esfuerzos el médico y bacteriólogo alemán, Paul Ehrlich, que trabajara con Koch. Consideró la tarea como la búsqueda de una «bala mágica», que no dañaría el cuerpo aniquilando tan sólo las bacterias.

Ehrlich mostró su interés por tinturas que colorearan las bacterias. Esto guardaba estrecha relación con la investigación de las células. La célula, en su estado natural, es incolora y transparente, de manera que resulta en extremo difícil observar con detalle su interior. Los primeros microscopistas trataron de utilizar colorantes que tiñeran las células, pero dicha técnica sólo pudo ponerse en práctica con el descubrimiento, por parte de Perkin, de los tintes de anilinas (véase capítulo 11). Aunque Ehrlich no fue el primero que utilizara los tintes sintéticos para colorear, en los últimos años de la década de 1870 desarrolló la técnica con todo detalle, abriendo así paso al estudio de Flemming sobre mitosis y al de Feulgen del ADN en los cromosomas (véase capítulo 13).

Pero Ehrlich tenía también otras bazas en reserva. Consideró aquellos tintes como posibles bactericidas. Era factible que una mancha que reaccionara con las bacterias más intensamente que con otras células, llegara a matar las bacterias, incluso al ser inyectada en la sangre en concentración lo suficientemente baja como para no dañar las células del paciente. Para 1907, Ehrlich había descubierto un colorante denominado «rojo tripán», que serviría para teñir tos tripanosomas, organismos responsables de la temida enfermedad africana del sueño, transmitida a través de la mosca tsetsé. Al ser inyectado en la sangre a dosis adecuadas, el rojo tripán aniquilaba los tripanosomas sin matar al paciente.

Pero Ehrlich no estaba satisfecho; quería algo que aniquilara de forma más radical los microorganismos. Suponiendo que la parte tóxica de la molécula del rojo tripán estaba constituida por la combinación «azo», o sea, un par de átomos de nitrógeno (–N
=
N–), hizo suposiciones sobre lo que podría lograrse con una combinación similar de átomos de arsénico (–As
=
As–). El arsénico es químicamente similar al nitrógeno, pero mucho más tóxico. Ehrlich empezó a ensayar compuestos de arsénico, uno tras otro, en forma casi indiscriminada, numerándolos metódicamente a medida que lo hacía. En 1909, un estudiante japonés de Ehrlich, Sahachiro Hata, ensayó el compuesto 606, que fracasara contra los tripanosomas, en la bacteria causante de la sífilis. Demostró ser letal para dicho microbio (denominado «espiroqueta» por su forma en espiral).

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