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Authors: John Gribbin
Tags: #Ciencia, Ensayo
Para ver esto desde una perspectiva humana, digamos que la capacidad máxima de los pulmones del hombre es de alrededor de seis litros; por lo tanto, si tomamos aire hasta el máximo de capacidad pulmonar, tendremos más moléculas de aire en los pulmones que estrellas hay en el universo visible.
Si tienen que caber tantas moléculas en una cantidad tan pequeña de materia, cada molécula (y cada átomo) ha de ser de un tamaño muy pequeño. Hay muchas maneras de calcular los tamaños de los átomos y de las moléculas; el más sencillo consiste en tomar una cantidad de un líquido o un sólido, de tal modo que su volumen contenga un número de partículas igual al número de Avogadro (por ejemplo, treinta y dos gramos de oxígeno líquido), y dividir el volumen entre el número de Avogadro para averiguar el tamaño que tiene cada partícula —una idea que se remonta a los trabajos de Cannizzaro pero que se puede llevar a la práctica actualmente con mucha más precisión—. Al hacer esto, resulta que todos los átomos son aproximadamente del mismo tamaño, siendo el mayor (el del cesio) de 0'0000005 mm de diámetro. Esto significa que serían necesarios diez millones de átomos, juntos en hilera uno tras otro, para recorrer el espacio que hay entre dos de las puntas del borde en sierra de un sello de correos.
A principios del siglo
XX
, ya se iba aceptando plenamente la idea de la existencia de estas diminutas entidades. Sin embargo, a partir de entonces y durante unas cuantas décadas, muchos de los grandes logros de la física partieron, no sólo del estudio del comportamiento de los átomos, sino de comprobar la estructura interna de los mismos, descendiendo a escalas de una diezmilésima del tamaño del átomo para estudiar su núcleo, y posteriormente a escalas aún menores para estudiar las partículas fundamentales de la naturaleza (al menos así se consideran actualmente, a finales del siglo
XX
). Podemos empezar a hacernos una idea de lo que sucede en el interior del átomo observando el modo en que están dispuestos los electrones en la parte más externa de los átomos y cómo ejercen interacciones con la luz.
Aunque al principio no fueron conscientes de que era eso lo que estaban haciendo, los físicos habían comenzado ya a investigar en el interior del átomo en la segunda mitad del siglo
XIX
, antes de que el concepto de átomo fuera aceptado plenamente. Todo esto llegó a través del estudio de la electricidad.
Los físicos que estaban estudiando las propiedades de la electricidad deseaban investigarla en el estado más puro posible. La electricidad que llega a través de un cable está afectada por las propiedades del cable; incluso las descargas eléctricas que chispean en el aire, como la iluminación artificial, a través de un espacio entre dos placas cargadas están influidas por las propiedades del aire. Lo que los físicos necesitaban era un modo de estudiar en el vacío las descargas eléctricas que saltan atravesando el espacio existente entre dos electrodos cargados, y esto no llegó a ser posible hasta mediados de la década de 1880, cuando Johann Geissler inventó una bomba de vacío lo bastante potente como para extraer el aire de un recipiente de cristal hasta conseguir que la presión fuera sólo unas pocas diezmilésimas de la presión del aire al nivel del mar.
Varios científicos empezaron a realizar experimentos en los que se utilizaba la electricidad que pasaba a través de tubos de los que se había extraído el aire. El principio básico eran dos cables (los electrodos) que se sellaban dentro del tubo de cristal, uno en cada extremo, con un espacio entre ellos. Uno de los cables (llamado ánodo) se empalmaba a una fuente de electricidad positiva (por ejemplo, la terminal positiva de una batería) y el otro (el cátodo) se empalmaba a una fuente de electricidad negativa (por ejemplo, la terminal negativa de la misma batería). Pronto quedó claro que, cuando una corriente eléctrica fluía en el circuito, había algo que emergía del cátodo y se desplazaba cruzando el espacio vacío hasta el ánodo. Ese «algo» hacía patente su aparición creando una incandescencia en la pequeñísima cantidad residual de aire que había en el tubo (un precursor del moderno tubo de neón), o bien chocando con la pared de cristal del tubo y poniéndola incandescente.
Este fenómeno fue investigado con todo detalle por William Crookes, quien llegó a la conclusión de que estos rayos catódicos, que así era como se llamaban, eran moléculas gaseosas del aire que aún quedaba en el tubo. Según Crookes, estas moléculas habían tomado del cátodo carga eléctrica negativa, siendo después repelidas por el cátodo y atraídas hacia el ánodo (las cargas del mismo signo se repelen entre sí; las de signo opuesto se atraen). Pero estaba equivocado. Un simple cálculo no tardó en demostrar que, incluso a la baja presión del interior de los tubos, el recorrido libre medio de una molécula de aire (el promedio de distancia que podría recorrer sin chocar con otra molécula) era sólo alrededor de medio centímetro; pero resulta que los rayos catódicos recorrían casi un metro en línea recta en algunos de los tubos más largos que se construyeron en aquellos tiempos.
Sin embargo, los rayos catódicos parecían ser un chorro de partículas. En 1895, Jean Perrin (al que ya conocimos en el capítulo 1) demostró que los misteriosos rayos eran desviados lateralmente por un campo magnético, exactamente de la misma manera que lo sería un chorro de partículas con carga negativa, y descubrió que, cuando los rayos del cátodo chocaban con una placa de metal, esta placa se cargaba negativamente. Entonces comenzó a idear experimentos para averiguar cuáles eran las propiedades de las partículas que se encontraban en un haz de rayos catódicos, pero perdió su derecho preferente sobre la investigación, ya que J. J. Thomson se le adelantó con sus trabajos en Inglaterra, siendo el primero en realizar los descubrimientos.
Thomson ideó un brillante experimento para abordar la cuestión de la naturaleza de los rayos catódicos; y en este caso «ideó» es el término correcto, porque J. J., como se le llamaba, era notoriamente desmañado y los experimentos con los que soñaba tenían que ser realizados por personas más diestras que tuvieran unas manos más hábiles. Lanzando un haz de rayos catódicos, una vez con un campo magnético y otra con un campo eléctrico, el equipo de Thomson consiguió hallar la fuerza de cada tipo de campo que se necesitaba para que los rayos catódicos se movieran en línea recta. A partir de esto este físico pudo averiguar el valor del cociente entre la carga eléctrica de una sola partícula del haz y su masa —expresado brevemente
e/m
—. Este valor tenía que ser el mismo para cada partícula del haz, puesto que todas las partículas se desplazaban juntas en el campo eléctrico y en el magnético.
Puede que esto no parezca realmente un avance. Lo que de verdad se desea es hallar
e
y
m
de forma separada. Pero la cuestión crucial fue que, en 1897, Thomson descubrió que, para las partículas de los rayos catódicos,
e/m
sólo era alrededor de una milésima del valor de
e/m
para el llamado átomo de hidrógeno ionizado, la partícula de carga más ligera que se conocía en aquella época. Un átomo de hidrógeno ionizado es un átomo de hidrógeno que ha perdido una unidad de carga eléctrica (actualmente ya sabemos que esto se debe a que ha perdido un electrón). Dando un atrevido salto (no enteramente justificado en aquellos tiempos) Thomson supuso que la cantidad de carga eléctrica negativa de cada una de las partículas de los rayos catódicos era igual en magnitud (aunque de signo opuesto) que la cantidad de carga positiva de un ion de hidrógeno. En ese caso, la masa de cada una de las partículas de los rayos catódicos debía ser sólo una milésima de la masa de un átomo de hidrógeno.
Thomson comunicó sus resultados a la Royal Institution de Londres en 1897, comentando que «la suposición de un estado de la materia más finamente subdividido que el átomo de un elemento no deja de ser algo sorprendente». De hecho, resultó tan sorprendente que algunos de los miembros de la audiencia pensaron que les estaba tomando el pelo, y tuvieron que pasar dos años, hasta 1899, para que se dispusiera ya de resultados experimentales que aportaran una prueba convincente de la existencia real de estas pequeñas partículas cargadas negativamente, que pronto llegaron a ser conocidas como electrones. Sin embargo, en su ansia por celebrar aniversarios, la mayoría de los físicos considera actualmente el año 1897 como la fecha del descubrimiento del electrón y, por consiguiente, se celebró el centenario de dicho descubrimiento en 1997.
Así pues, a principios del siglo
XX
, mientras algunos científicos (incluido Einstein) todavía estaban dando los toques finales a las distintas demostraciones de la existencia del átomo, otros físicos ya estaban intentando averiguar cuál debía ser la estructura interna del átomo y cómo podían separarse los electrones, o eliminarse, de lo que previamente se había considerado como una entidad indivisible.
En varios experimentos ideados por Thomson se siguió una línea de ataque que incluía el estudio del comportamiento de iones cargados con carga positiva. Fue Thomson (o, más bien, su equipo) quien demostró que, de hecho, estos iones se comportan exactamente como si fueran átomos de los cuales se ha quitado alguna carga eléctrica negativa, dejándolos con una carga resultante positiva; exactamente lo que sabemos que sucedería si de los átomos se hubieran extraído electrones, que tienen carga negativa.
Durante la segunda década del siglo
XX
, esta investigación condujo al descubrimiento de que no todos los átomos de un mismo elemento tienen necesariamente la misma masa. El equipo de Thomson midió el valor del cociente elm en iones que tenían la misma cantidad de carga eléctrica y utilizaron esto para determinar sus masas. Hallaron que, por ejemplo, el neón aparece en dos variedades, una de las cuales tiene átomos cuya masa es veinte veces la de un solo átomo de hidrógeno, y la otra tiene átomos cuya masa es veintidós veces la masa del átomo de hidrógeno. Estas variedades diferentes del mismo elemento se conocen actualmente como isótopos. Es precisamente la existencia de isótopos diferentes del mismo elemento la que es responsable del hecho de que el peso atómico medio de un elemento pueda no ser un múltiplo entero del peso atómico del hidrógeno, y lo que explica por qué algunos de los elementos de la tabla periódica de Mendeleiev parecen estar fuera de la hilera que les corresponde por razón de sus propiedades químicas, si se procede a disponerlos según sus pesos atómicos medios. Sin embargo, para cualquier isótopo puro el peso atómico es siempre un múltiplo exacto del peso de un átomo de hidrógeno. Esto constituyó un importante descubrimiento a la hora de determinar la naturaleza de la estructura interna de los átomos.
La otra línea principal de ataque provenía de los teóricos que intentaban construir un modelo que explicara el descubrimiento de Thomson, según el cual los átomos están formados por electrones junto con alguna otra cosa y, además, dichos electrones pueden ser extraídos de sus contenedores. El primero de estos modelos fue idea de lord Kelvin en 1902 (Kelvin se llamaba en realidad William Thomson, pero no tenía parentesco con J. J.). Este modelo del átomo lo describía como una diminuta esfera cuyo diámetro era de un décimo de una milmillonésima de metro (0'1x10
-9
m o 0'1 nanómetros), con una carga positiva repartida uniformemente por la esfera y electrones empotrados en ella como guindas en un pastel. Sin embargo, en aquellos tiempos el descubrimiento de la radiactividad había aportado a los físicos los medios necesarios para comprobar la estructura del átomo, y, si no concordaba con el experimento, entonces era falso.
La primera evidencia de que dentro del átomo se producían procesos energéticos se produjo en 1895, cuando Wilhelm Röntgen descubrió los rayos X. Como muchos de los físicos contemporáneos suyos, por aquel entonces Röntgen estaba experimentando con los rayos catódicos, y observó que cuando el haz de rayos catódicos choca con un objeto (incluso si se trata de la pared de cristal del tubo de rayos catódicos) puede hacer que dicho objeto emita otro tipo de radiación. Dio la casualidad de que Róntgen tenía depositado sobre un banco del laboratorio cerca del experimento con rayos catódicos un artilugio llamado pantalla fluorescente y observó unos destellos luminosos procedentes de dicha pantalla que aparecían cuando el experimento de rayos catódicos estaba en marcha. La causa de estos destellos era la misteriosa radiación X, llamada así porque en matemáticas tradicionalmente X es la magnitud desconocida.
Hoy día sabemos que los rayos X son precisamente como la luz, una forma de radiación electromagnética, pero con longitudes de onda mucho más cortas que las de la luz visible. Sin embargo, lo que resulta interesante para la comprensión de la estructura del átomo es que el descubrimiento de los rayos X en 1895 estimuló a otros científicos para buscar otras formas de radiación procedentes de los átomos y, como consecuencia, en 1896, Henri Becquerel descubrió que los átomos de uranio producen espontáneamente otro tipo de radiación. Dos años más tarde, Ernest Rutherford demostró que existen en realidad dos clases de radiación atómica de este tipo, a las que llamó rayos alfa y rayos beta. Una tercera clase de radiación, los rayos gamma, fue descubierta posteriormente. Se constató que los rayos beta eran electrones de movimiento muy rápido, y los rayos gamma resultaron ser una radiación electromagnética, como los rayos X, pero con unas longitudes de onda aún más cortas. Sin embargo, eran los rayos alfa los que encerraban el secreto que sería en lo sucesivo objeto de la investigación sobre la estructura del átomo.
A principios del siglo
XX
nadie sabía qué eran los rayos alfa, salvo que eran partículas que llevaban dos unidades de carga positiva. Rutherford demostró que tenían la misma masa que un átomo de helio (en términos estrictos y conuna terminología moderna, tenían la masa de un tipo determinado de átomo de helio: el isótopo conocido como helio-4). Son como átomos de helio a los que se les ha privado de dos electrones, lo que actualmente se conoce como núcleos de helio. Sin embargo, lo que a Rutherford le interesaba era su carácter de partículas de rápido movimiento, con las que se podía bombardear los átomos para comprobar su estructura.
En 1909, dos físicos que trabajaban bajo la dirección de Rutherford, Hans Geiger y Ernest Marsden, realizaron el asombroso descubrimiento: cuando se disparaba un haz de partículas alfa contra una fina lámina de oro, la mayoría de las partículas pasaba directamente a través de la lámina, pero unas pocas rebotaban casi en la misma dirección en que habían venido. Esto, dijo Rutherford más tarde, fue «prácticamente el hecho más increíble que me ha sucedido jamás… Casi tan increíble como si al disparar un proyectil de 15 pulgadas contra un trozo de papel de seda, el proyectil se diera la vuelta y te impactara».