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Authors: Carmen Posadas

Tags: #Humor, intriga

Invitación a un asesinato (28 page)

BOOK: Invitación a un asesinato
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—Ya me dijo Flav que no te parecías en nada a tu hermana. Flav habla mucho de ella y yo le dejo que hable, así me entero de lo que le gusta y lo que no. Es importante cuando te casas con un tipo mucho mayor saber lo que le va y lo que no para hacer todo lo que a él le gusta, al menos al principio. Luego ya veremos. Ahora que ha nacido el niño, las cosas van a cambiar, claro. Ya no puede esperar que esté todo el día pendiente de él como una geisha: «Sí mi amor, no mi amor», yo no soy una geisha, soy más bien un geiser, eso dice mi madre, que es geóloga allá en Cracovia. ¿Y de qué le ha valido estudiar tanto, dejarse las putas pestañas entre libros?, de nada.

Algo así radiaba aquella chica cuando volví a sintonizar sus palabras. Tengo observado que los jóvenes de hoy (y esta chica no podía tener más de veintidós o veintitrés años) carecen de filtro; dicen todo lo que les pasa por la cabeza. Para mí que con esto de ser «superauténticos» y «supertransparentes» confunden la sinceridad con la diarrea mental. Pero en fin, acabábamos de llegar arriba, al primer piso. Una silenciosa «Salus» con cofia y uniforme a rayitas como las de mi época salió en ese momento de una de las habitaciones de la derecha, y lo hizo de puntillas al tiempo que cruzaba un dedo vertical sobre sus labios en señal de silencio.

—Parece que duerme mi ángel —dijo entonces Kalina—. Qué pena, quería enseñártelo, ¡es tan guapo! Y ni te imaginas lo ideal que tengo ahora el cuarto de niños, parece otro, nada que ver con lo que era antes, menuda cursilería.

Eso añadió, y yo no pude evitar una punzada de dolor al recordar que aquella habitación había albergado, no mucho tiempo antes, a las malogradas hijas de Olivia, mis sobrinas. Por supuesto la vida es así y todos acabamos ocupando el lugar de otro, pero nunca hasta ese momento había tenido yo tan vivida esa sensación de reemplazo, de usurpación. «Vamos, Ágata —me dije—, ésta ni siquiera es tu casa ni mucho menos tu vida, no son por tanto tus fantasmas.»

Y sin embargo, lo eran. Porque la sombra de Oli estaba todavía ahí, en cada mueble que ella había elegido con cuidado, en cada detalle, más aún cuando Kalina abrió la puerta del que ahora era su dormitorio.

—Aquí estamos. ¿Qué te parece? Es
mi
cuarto, para mí sola. Ventajas de tener un marido lleno de pasta y pelín prostético, digámoslo así. Es tan importante contar con un territorio propio… Sí, ya sé lo que vas a decir, que todo es demasiado «Olivia» aún. Pero dame tiempo. Hasta ahora he estado muy ocupada con el nacimiento del bebé. Además, a los hombres no les gustan los cambios bruscos. Por eso primero voy a empezar por redecorar todo lo de abajo, es demasiado blanco, demasiado frío para mí. Luego ya entraré a saco con mi habitación —dijo mientras señalaba lo que me pareció la más agradable de las estancias—. Mira, mira todo lo que quieras. ¿Qué te parece esto? ¿Y esto?

Kalina giraba y giraba señalando cosas. La cama doble, muy blanca, sobre cuyo pie reposaba una manta de piel color caramelo, la chimenea encendida, las paredes claras, el suelo de madera oscura.

—Y ahora ven a ver esto —dijo al tiempo que como una niña que enseña a una compañera de colegio los muchos secretos de la habitación de sus padres me cogía de la mano para arrastrarme hacia una puerta cerrada—. Dime si alguna vez has visto algo parecido.

Entramos entonces en el vestidor más grande que he visto en toda mi vida. Ni siquiera en las películas se ven
closets
así. Se trataba de un recinto largo y de más de cuatro metros de ancho en el que se alineaban todo tipo de prendas clasificadas por zonas. Estaba la zona de los zapatos con sus previsibles Jimmy Choo y sus aún más previsibles Manolos, largas filas de ellos que llegaban casi hasta el techo, todos nuevos, todos en posición de revista. Más allá pude ver la zona de jerséis clasificados por colores, por tonos incluso. Después venían por lo menos seis percheros repletos de vestidos de diversos largos, seguidos de la zona de los pantalones y la de las faldas. Más allá, las blusas, también clasificadas por colores y por tipos: las de diario, las de campo o fin de semana, las de fiesta… A continuación los cinturones y otros complementos, hasta llegar por fin a la parte del fondo, en la que, colorista y también un poco aterradora para alguien que ama los animales, pude ver la zona de las pieles, colgadas unas al lado de otras como bichos dormidos, de pelo largo, de pelo corto, de manchas, otros con plumas…

Cuántas de estas cosas, me preguntaba, eran adquisiciones de Kalina y cuántas habrían pertenecido a Olivia y ahora estaban a la disposición de la nueva señora Viccenzo. ¿Cómo se harían las cosas en el mundo de los ricos? ¿Se heredaría el vestuario al usurpar la plaza de la esposa anterior? Quizá no. Tal vez Olivia tenía pensado pasar a recoger sus pertenencias cuando la sorprendió la muerte. Aunque, según yo había leído en aquellas sórdidas revistas de chismes que recogieron su caída mortal, la separación de Olivia y Flavio se había regido por un «prenup» por el que era él quien fijaba las condiciones en un posible divorcio. De ser así y siempre según la extraña lógica de los ricos de este mundo, era posible que incluso cosas tan personales como trajes o zapatos y no digamos joyas pasaran de una esposa a otra, como quien cambia una barbie vieja por una nueva pero aprovecha todos los vestidnos de la anterior.

Se diría que Kalina adivinó lo que estaba pensando porque, con el mismo aire despreocupado de antes, dijo:

—¿Te gusta? ¿A que es súper? La primer vez que Flav me enseñó todo esto, me pareció que estaba entrando en la cueva de Alí Baba y los cuarenta ladrones, huy, qué tonta, de las mil y una noches quiero decir. Nunca había visto nada parecido y ¿sabes lo que hice? Inmediatamente me desnudé y empecé a probarme cosas, un vestido, unos zapatos, un abrigo de martas, un vestido de Azzaro. ¡Y me quedaba todo tan bien! parecían hechos para mí. Es una suerte que Olivia y yo fuéramos de la misma talla ¿No crees? Yo soy bastante más alta, lo menos seis o siete centímetros, pero como ahora se lleva todo cortísimo… Por supuesto Flav estaba encantado con mi striptease, así que estuve mucho rato poniéndome (y sobre todo quitándome) cosas para darle gusto. Los hombres son tan fáciles de entretener, facilísimos. En el fondo les gustan siempre las mismas cosas tontas, pero una chica debe saber leerles el pensamiento.


Senti, amore…

Al oír estas palabras pronunciadas a nuestra espalda, Kalina y yo nos volvimos. Y allí estaba Flavio Viccenzo, de pie junto a la puerta. Su figura se reflejaba en los espejos del vestidor replicándose hasta el infinito.

—¡Flav! —dijo Kalina con un gritito de placer que me pareció de lo más convincente, y trotó hacia él.

Yo no sé si será por contagio de lo que se ve en televisión, pero tengo observado que las parejas actuales, a pesar de vivir juntas, cuando se encuentran en público se saludan como si no se hubieran visto los últimos cuatro siglos o como si uno de ellos acabara de llegar de algún largo y azaroso viaje. Algo así como proceden a hacer Brad Pitt y Angelina Jolie cada vez que se encuentran y hay una cámara cerca: beso de tornillo, profusión de cucamonas, arrumacos varios hasta el punto que dan ganas de decirles, pero oigan, puesto que viven juntos ¿por qué no se vienen ya besados de casa y así no nos dan la paliza con el espectáculo de su amor prefabricado? Y eso mismo (me refiero al tornillo, la cucamona, etcétera) procedieron a performar Flavio y Kalina mientras yo esperaba pacientemente con cara de circunstancias. Una suerte, en realidad, porque, al estar tan absortos, me dio tiempo a observar a Flavio sin miedo a parecer inquisitiva. Hay que reconocer que estaba guapo mi ex cuñado. Había engordado un par de kilos desde la última vez que nos habíamos visto, pero a sus casi cincuenta años conservaba esa belleza canalla de algunos italianos del sur que a mí siempre me ha parecido tan peligrosa como irresistible. Ojos claros, pelo abundante, cuerpo bien formado y fibroso que imagino le costaría sus buenas horas de gimnasio mantener. Observé que vestía de un modo juvenil para su edad pero este dato no me llamó excesivamente la atención; hoy a todo el mundo le da por vestirse como si tuviera veinte años: polo lavanda, luego una chaqueta de un leve color tiza y pantalones vaqueros. Lo que menos me gustó fue el calzado. No sé qué pintaban una especie de zapatillas de deporte grises sin duda carísimas pero que le daban un aspecto macarra.

—Hola, Ágata —dijo él al cabo de unos minutos al tiempo que extendía hacia mí una mano que me pareció perfectamente manicurada—. Siento tanto lo de Oli, de veras, ha sido terrible.

Agradecí sus palabras y él continuó:

—Por supuesto, en cuanto recibí la llamada de su abogado le dije que estaba encantado de que vinieras a casa a recoger sus cosas, faltaba más.

—A mí no me hubiera importado que me las mandaran de alguna manera, no era mi intención entrometerme ni molestar —respondí.

—No molestas en absoluto. Además, Gutiérrez Müller insistió en que era deseo expreso de la pobre Oli que vinieras en persona. Ya sabes cómo era tu hermana —rió Flavio—, le gustaba mangonearnos a todos un poco. «Tú haz esto, tú lo otro.» Yo la quería mucho.

Observé que, al oír esto, Kalina corrió a colgarse del cuello de su marido como si fuera una guirnalda hawaiana y luego se mantuvo así un buen rato en tan incómoda postura. Supongo que era su forma de decir «aquí estoy yo». Y dio resultado, porque él a su vez comenzó a hacerle unas distraídas cosquillitas en una oreja mientras me decía:

—En realidad yo tendría que haberme ido hoy a Ginebra. Ando con bastantes líos de trabajo, pero me alegro de estar aquí y quería saludarte, Ágata. ¿Le has dado ya las cosas de Olivia? —preguntó volviéndose hacia su mujer.

—Qué va, estaba aprovechando para enseñarle mis cosas. Para una vez que tengo alguien que las vea… —dijo Kalina, y había en sus palabras un deje amargo que me sorprendió.

Pero en seguida volvió a ser la misma de siempre al decir:

—Claro que Ágata no es precisamente mi público ideal, apuesto que ni siquiera sabe quién es Jimmy Choo.

—Ven, Ágata —dijo entonces Flavio, librándose por fin del abrazo de su mujer—. Supongo que estarás deseando ver qué te ha dejado tu hermana.

Kalina y yo seguimos a Flavio y éste se dirigió entonces hacia el dormitorio. Una vez allí, miró unos segundos a su alrededor como quien intenta hacer memoria y a continuación fue hacia una comodita inglesa que había junto al ventanal. Abrió uno a uno los cajones y por fin extrajo del último de ellos algo que se encontraba oculto bajo unas prendas de ropa.

—Aquí están sus cosas —dijo mientras me entregaba una caja no más grande que una de zapatos—. En la carta que Olivia dejó a su abogado decía dónde debía buscarla —añadió a modo de explicación—. Yo ni siquiera sé qué contiene, soy muy respetuoso con la propiedad ajena.

Me mordí la lengua para no decir que era verdaderamente asombroso que aquello fuera todo lo que tenía mi hermana «en propiedad». En realidad si no lo hice fue porque entonces todavía albergaba la esperanza de que aquel receptáculo contuviera algún objeto de valor, uno o dos relojes importantes, por ejemplo, o algunas joyas. Y me apresuro a señalar que si ése era mi deseo no se debía tanto a la ambición de heredar algo valioso (aunque hacerlo le habría venido muy bien a mi maltrecha economía, la verdad) sino que mi interés tenía que ver con mi hermana. Era triste pensar que todo lo que le quedaba después de un matrimonio con un tipo tan rico cupiera en una caja de zapatos.

Tal vez fue este anhelo el que me hizo abrirla allí mismo sin más demora para comprobar qué había dentro. Flavio se alejó educadamente al tiempo que aprovechaba para hacer una llamada de teléfono, pero Kalina, igual que haría una niña y, a pesar de su metro noventa de estatura, se puso de puntillas detrás de mí para espiar qué contenía la caja.

Yo, por mi parte, también reaccioné como una niña y me alejé intentando ocultarle su contenido, pero ni falta que hacía. Allí no había joyas, ni relojes. Aparte de un sobre a mi nombre, que no abrí en ese momento, lo único que encontré fue una colección de fotos sujetas con una cinta. Deshice el lazo y comencé a pasarlas una a una, distraídamente al principio. Sin embargo, se me fue encogiendo el corazón al ver que contenían retazos de la vida de Olivia que debieron ser los más felices de su existencia. La colección comenzaba con una instantánea de mi hermana tomada en la clínica muy pocas horas después del nacimiento de su segunda hija. Era fácil deducirlo puesto que en ella podía verse a Olivia en camisón, regordeta y emocionada, con Caridad en brazos y a la izquierda Garita dando la mano a la recién nacida. Las tres o cuatro siguientes mostraban a las dos niñas jugando en el jardín vestidas iguales mientras Olivia y Flavio se abrazaban en un segundo plano. Seguí pasando instantáneas. Parecían clasificadas por orden cronológico y era como un pequeño muestrario de momentos felices hasta que llegué por fin a una foto que me hizo lanzar un grito ahogado. Y es que Olivia había guardado en aquella caja no sólo la vida de las niñas sino también su muerte. Ante mí tenía ahora una instantánea de su hijita Caridad, maravillosamente vestida de blanco, entre puntillas y lazos, en apariencia dormida, a no ser por el detalle terrible de que no descansaba en una cuna sino en un féretro tan blanco como fúnebre. «Dios mío», exclamé, y una vez más fui consciente de la presencia de Kalina, estúpida Kalina, que de nuevo se acercaba con la intención de ver algo. Era mi deber que no lo hiciera. Era necesario, y así lo hice, preservar de la curiosidad ajena aquella imagen de la carita cerúlea de mi sobrina y la forma cuidadosa con que alguien había plegado sus bracitos en cruz sobre el pecho.

¿Por qué, Dios mío, por qué Olivia guardaría semejante imagen? ¿Cómo era posible que hubiera fotografiado a su hija muerta? Por supuesto yo sabía que, en otros tiempos, era costumbre retratar a los niños fallecidos a temprana edad para guardar de ellos un recuerdo, pero jamás pensé que alguien como Oli sintiera la necesidad de hacer cosa parecida. Me temblaban las manos. Ya no me atreví a seguir ojeando el resto de las fotos por miedo a encontrarme con una nueva sorpresa. Quién sabe, tal vez la siguiente bien pudiera ser de la otra niña, de Clarita su hija mayor, muerta también un par de meses después que su hermana.

—Vamos, Kalina, ¿no ves que Ágata se está emocionando con los recuerdos de Oli? Dejémosla unos minutos a solas si ella lo desea.

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