Ira Dei (16 page)

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Authors: Mariano Gambín

Tags: #histórico, intriga, policiaco

BOOK: Ira Dei
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—Pues entonces abramos el túnel cegado que parte de la cripta, eso sí que se puede hacer.

—Sí, podría hacerse, pero recuerda que estamos hablando del casco histórico de La Laguna, Ciudad Patrimonio de la Humanidad. ¿Sabes el papeleo que hace falta para mover una simple loseta? Pregúntaselo a los promotores y constructores que, aburridos y desesperados, huyen cuando se les ofrece que construyan aquí.

—¿Y por la vía de excavación de urgencia?

—Sabes mejor que yo que sólo te permitirán excavar en el perímetro que va a afectar la construcción proyectada, y que no podrás adentrarte en otras propiedades, aunque sea por el subsuelo —Galán se dio cuenta de que tal vez estaba siendo demasiado duro con ella—. Perdona, no estoy tratando de fastidiarte, sólo de hacerte ver la realidad. Lo siento, pero no veo claro avanzar por ahí.

—¿Y qué podemos hacer?

—Tú no tienes que hacer nada —Galán se animó a coger suavemente la mano de Marta—. Los asesinatos de estos días competen a la policía. Si quieres, sigue investigando en el Archivo, puede que surja algo útil. Si yo encuentro alguna conexión con el pasado, te prometo que te llamaré.

—Tengo la sensación de que la respuesta a todo este asunto está bajo esas casas —Marta aprovechó un paseo de la camarera para pedir la cuenta—. Tarde o temprano lo sabremos. Estoy segura.

Galán constató con preocupación la determinación de la arqueóloga.

—Marta, no se te ocurra meterte en ningún lío, que te veo venir.

—Debo irme, tengo cosas que hacer, yo invito —Marta dejó caer cuatro monedas de un euro en el minúsculo plato en el que la camarera había traído la factura.

—Vale, pero al menos, dime por qué no puedes ir a cenar esta noche.

—Tengo un compromiso social que no puedo eludir.

—¿Un compromiso social? —Galán no se lo creía—. ¿Qué es tan importante?

—Una partida de
Bridge
—le susurró, mientras le daba un beso en la mejilla.

Galán observó como Marta salía a la calle a través de la recepción del hotel. Se sintió como un idiota inmerso en la más pantanosa de las confusiones…
¿Bridge?

22

A Sandra Clavijo le había sido inusualmente fácil seguirle la pista al Inspector de Policía. A través de uno de los redactores, supo quién llevaba los casos de homicidio en La Laguna y obtuvo su descripción. La verdad es que no le hicieron justicia. El original estaba mucho mejor de lo que le habían contado. Un tipo de unos cuarenta, de anchos hombros, uno ochenta, pelo oscuro y casi ninguna cana. No era un cachas, pero se le veía fuerte. Los pectorales se le marcaban en el polo que llevaba. Y sobre todo destacaba su cara angulosa, bien afeitada. No estaba nada mal. El seguimiento iba a ser menos duro de lo que pensaba.

Llevaba apostada casi dos horas en doble fila cerca de la comisaría cuando el inspector salió con otro policía, mayor y canoso, ambos vestidos de paisano. Pasaron junto a ella caminando y la dejaron atrás, rumbo al centro. Aquello estropeaba sus planes. Había previsto que salieran en coche para seguirlos. No se lo pensó dos veces. Esperó unos veinte segundos, bajó de su automóvil y lo cerró con el mando a distancia. Esperaba que la multa, y acaso la grúa, las pagase el periódico. Alcanzó visualmente a los policías al doblar la esquina. Benditas calles largas y rectas de La Laguna. Se dirigían por la calle San Agustín hacia el Obispado. No le costó nada seguirles y ver que se reunían con otro hombre, que les esperaba. La cara de este último le sonaba, pero de otro entorno, estaba fuera de sitio. El trío entró en la sede de una empresa en la calle Rodríguez Moure. Una llamada telefónica a la redacción para pedir informes le hizo silbar… ¡Era propiedad del hermano del alcalde! Esperó pacientemente media hora en la tasca
El Pino
, situada un par de puertas antes, entrando y saliendo de vez en cuando a la calle simulando hablar por el móvil para comprobar si salían de la empresa. Su cortado se congeló en la barra del bar.

Finalmente, lo hicieron dos de los tres que habían entrado. El inspector y el otro tipo de cara conocida. Sandra dudó, pero decidió seguir a los hombres. Para nada. Un par de esquinas más allá se despidieron y el policía volvió a la comisaría. Comprobó que su coche seguía, sin multar, en el sitio en que lo había dejado. Decidió estacionarlo muy cerca, en el aparcamiento subterráneo de la Plaza del Cristo. Más tranquila, volvió sobre sus pasos y se dirigió a la empresa en la que habían entrado los policías. Se asomó a la puerta, que estaba abierta. Era evidente que allí pasaba algo raro. Muchas personas pasaban de un lado a otro a través de las puertas anexas a la recepción. La recepcionista, con apariencia de sufrir un ataque de histeria, intentaba anotar las indicaciones que un tipo grueso con gomina le espetaba mientras hablaba, al mismo tiempo, por el móvil como un poseso. Parecía ser el que mandaba allí. Aprovechó que el jefe desaparecía por la puerta de la derecha para acercarse al mostrador de recepción.

—Venía a pedir información sobre los pisos que tienen a la venta —mintió descaradamente.

—Perdone, señorita —la recepcionista parecía angustiada—, pero es que tenemos una urgencia imprevista y no podemos atender al público. Déjeme su teléfono y la llamaremos lo antes posible.

Sandra vio su oportunidad en el agobio de la chica.

—Perdona que te moleste, pero ¿qué hace la policía aquí?

La empleada puso cara de espanto.
Dios mío
, pensó,
si esto transcendiera, sería la comidilla de los laguneros
. El jefe estallaría del disgusto.

—Según me han comentado, es una visita rutinaria. A mí ya me ha interrogado ese señor de ahí, el del pelo blanco —señaló la estancia de la derecha, cuya puerta estaba entornada y permitía ver a la persona en cuestión—. Por lo visto, alguna de las víctimas de los asesinatos de estos días pasó por estas dependencias, y están comprobando sus pasos. Pero esto es un secreto, según me han dicho.

—¡Oh, descuida! —Marta sonrió a su fuente de información—, lo que me has contado no saldrá de mis labios —pensaba mentalmente en el teclado de su ordenador—. ¿Sabes si hay algún sospechoso?

—No tengo ni idea, pero por el celo que está desplegando el policía, no me extrañaría nada. Actúa muy tranquilo, como si todo fuera pura rutina. Pero a mí no me la pega… —la recepcionista se miró las uñas pintadas, dejando unos segundos de suspense—, si está aquí es por algo.

—¿Sospechas de alguien en la empresa?

—Yo no digo nada, pero por aquí pasan unos tipos muy raros. Desde gente encorbatada a canalla barriobajera. Pero no tienen nada que ver con la empresa, van a ver directamente al jefe.

—¿Y qué pueden hablar con él?

—No lo sé. Nadie lo sabe, ni siquiera la estirada de la secretaria —la recepcionista hizo una imitación gestual de su compañera de trabajo—. Pero a mí no me huele bien.

El jefe surgió otra vez de su despacho dando voces, y Sandra optó por despedirse y salir a la calle. Diez minutos después estaba apostada de nuevo cerca de la comisaría. Esta vez decidió vigilar desde más lejos y al otro lado, en la Plaza del Cristo. Una hora después, el inspector volvió a salir y siguió recto por la calle del Agua hasta la Plaza del Adelantado. Sandra lo siguió a prudente distancia, hasta llegar al hotel
Nivaria
. Una vez dentro, aparentó ser una cliente del hotel que esperaba a alguien en el vestíbulo. Un sillón estratégicamente colocado le facilitaba la visión de lo que ocurría en la terraza. El policía estuvo hablando un rato con una chica bastante mona, con aires de profesora.

Aprovechó para sacar disimuladamente varias fotos con su móvil. Las envió con un mensaje a la redacción, esperando que alguien la reconociese. Diez minutos después recibía la confirmación: Marta Herrero, arqueóloga y profesora de la Universidad. La reunión terminó pronto, la mujer parecía tener prisa y salió prácticamente corriendo de allí. El inspector apuró tranquilamente su refresco de manzana y salió poco después. Para su desesperación, tomó el único taxi que esperaba en la puerta del hotel. Sandra buscó otro en las inmediaciones. La una y pocos minutos, hora punta en La Laguna, misión imposible.

No obstante, pensó, la mañana no se le había dado mal. Se confirmaba la existencia de los asesinatos en serie. Se abría un nuevo frente de investigación en la empresa del hermano del alcalde, en la que tal vez hubiera algún sospechoso, y a todo eso se unía la existencia de gente de moral dudosa en torno al empresario. Y, finalmente, la policía había tenido que recurrir a profesores universitarios, señal inequívoca de que no seguían pistas fiables. Su jefe iba a estar contento. Ya veía mentalmente los titulares.

23

Juanito Bonilla era limpiacoches. No le había ido bien en la vida y se paseaba por La Laguna con un cubo azul y unos trapos andrajosos. Todo el mundo lo conocía, pero nadie sabía dónde vivía. Era un buen tipo, todos los días pasaba por los bares y comercios de la ciudad ofreciendo sus servicios, sin insistir ni molestar más de lo estrictamente necesario. Se había hecho popular en los partidos de baloncesto del Canarias, con su gran bandera amarilla. Uno de los patrocinadores del equipo le había regalado un abono de temporada y Juanito estaba siempre en la puerta de entrada a la cancha dos horas antes del comienzo de los encuentros.

Tenía más de cincuenta años y, a pesar de que su ropa hacía tiempo que estaba pasada de moda, aparecía afeitado y limpio todos los días. Juanito saludaba a todos con su sonrisa característica, algo soñadora. Algunos decían que había ido demasiado deprisa de joven, y que no estaba de vuelta porque ya no podía volver.

Juanito tenía un don, pero muy pocos lo conocían. Por eso Ariosto lo esperaba pacientemente en la avenida de la Trinidad. Siempre comenzaba su ronda después de comerse un bocadillo de lomo en el
Fragata
y ese mediodía no falló. Su silueta pequeña agarrada al cubo destacaba entre los viandantes: camisa blanca de manga larga arremangada, pantalones grises de tergal sin cinturón y zapatillas deportivas.

—Buenos tardes, don Juan —Ariosto le salió al paso—. ¿Le apetece un cortadito?

—Buenas tardes, doctor
Arosto
—Juanito se conocía más de mil nombres de memoria, pero el suyo no había manera—, mejor un
barraquito perfumado
, gracias.

Un
barraquito perfumado
era un café con leche en vaso largo con un chorro grande de leche condensada y otro menos generoso de licor, con una lámina de corteza de limón. Ariosto pidió para él un cortado descafeinado de máquina. Se acodaron en la barra.

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