Ira Dei (33 page)

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Authors: Mariano Gambín

Tags: #histórico, intriga, policiaco

BOOK: Ira Dei
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El fondo de la habitación estaba ocupado por decenas de tablones apoyados sobre la pared y, a un lado, el armario de las puertas correderas de cristal. Las vitrinas estaban vacías. Allí no había nada más que ver. Galán se dio la vuelta y reparó en una trampilla existente en el techo. Casi no se veía por la escasa luz.

—¿A dónde va esa trampilla? —preguntó Galán— ¿Hay un altillo ahí arriba?

—Es el sobrado que queda debajo del pico del tejado, una buhardilla —se apresuró a decir Marcos Machado—. Sólo hay papeles viejos, no cabe nada más.

—¿Tendrá una escalera, por favor? —Inquirió el policía.

—¿Va a revolverlo todo, inspector? —Preguntó a su vez el abogado.

—¿Cree usted que ahí cabe una persona? ¿Sí o no? —Repreguntó Galán. El abogado guardó silencio tras echar una mirada al techo.

—Hay una debajo de la escalera del sótano —dijo con nerviosismo el dueño de la casa.

Cinco minutos después aparecía Méndez con una escalera de madera de las que ya no se veían, con la sujeción de los brazos hecha con una cuerda anudada. La colocaron en su sitio y Galán subió. Tuvo que ponerse de pie en los últimos escalones para llegar a la abertura. Al empuje de sus brazos la compuerta cedió hacia arriba. Pudo meter la cabeza hasta la nariz, lo suficiente para atisbar el contenido. Más torres de periódicos, varias alfombras enrolladas y unos tubos de cartón para planos. Contó hasta siete, tres de ellos sin tapa, enseñando su vacío interior. Todo estaba en torno a la abertura. Más allá el espacio estaba oscuro, vacío y sucio.

—¿Qué contienen estos cilindros? —Preguntó el policía.

—Son planos arquitectónicos antiguos —dijo Machado—. Hace años me dedicaba a construir edificios.

—¿Me permite echar un vistazo a alguno? —Preguntó Galán alargando el brazo.

—¿Cree usted que en ese tubo cabe una persona? ¿Sí o no? — respondió el abogado.

Touché
. El policía guardó un instante de silencio y se abstuvo de cogerlo. Echó una última mirada. Había algo en aquel lugar que le escamaba, pero no sabía decir qué. Miró con detenimiento. Todos los objetos tenían visos de estar abandonados allí desde mucho tiempo atrás. Sin embargo, una pequeña alarma sonaba en su cerebro. Sacó su móvil del bolsillo trasero y sacó varias fotografías de los objetos allí depositados. El pequeño flash iluminó el estrecho recinto.

—¿Se va a quedar todo el día ahí arriba? —el abogado, satisfecho de haberle devuelto la invectiva al policía, se estaba envalentonando.

Antes de que pudiera responder, Ramos asomó por la escalera de acceso al desván.

—Jefe, ha llegado la caja de herramientas.

El inspector dejó caer la puerta de la trampilla, el golpe levantó una extensa nube de polvo. Los asistentes se deslizaron rápidamente hacia la salida para evitarla, inútilmente. La chaqueta del abogado tendría que hacer una visita a la tintorería.

—Perdonen —dijo, sin mucho entusiasmo.

Galán llegó a la base de la escalera de mano con una fina capa marrón en su vestimenta y pelo. Se sacudió la ropa y bajó tras los demás hombres.

Minutos después, la puerta del trastero del sótano se abrió al tercer intento. Morales sonrió triunfal tras utilizar un artilugio metálico similar a un gigantesco escalpelo quirúrgico. El policía la empujó a la luz de los potentes focos halógenos que portaban Ramos y Méndez. Galán entró en el habitáculo. El olor a humedad impregnó las fosas nasales de los policías. El suelo estaba cubierto de una gruesa capa de tierra y se veían por todas partes las huellas del calzado deportivo de Marta.

Galán observó el manillar de la puerta. Daba la impresión de que la arqueóloga se había quedado encerrada —o la encerraron— en aquél lóbrego subterráneo. Miró en derredor, cajas de madera podrida esparcidas de cualquier manera y poco más. La mirada se detuvo en una pequeña portezuela baja abierta en uno de los lados. Hizo una señal a sus hombres, que se desplegaron a su alrededor. Galán se hizo con una de las linternas y enfocó el agujero. El hueco no tendría más de dos metros de fondo. Introdujo su cabeza en la abertura con cautela. Miró a la derecha, un muro igual que el del fondo. Giró al otro lado, un pasillo estrecho cavado en la roca se perdía en la negrura. Enfocó al suelo. Las huellas de Marta estaban allí, en una sola dirección. Había salido por allí y no había vuelto. Un estremecimiento recorrió la piel del policía, dejando en su boca un sabor a disgusto. Tendría que seguir su rastro en aquel horrible lugar.

—Ramos, ven conmigo —ordenó Galán—. Los demás, esperad aquí quince minutos. Si no hemos vuelto en ese plazo, pedid refuerzos y organizad un dispositivo de búsqueda con el equipo de operaciones especiales.

—¡Un momento!, por favor —el abogado dominaba la técnica de la llamada de atención áspera, seguida de una frase conciliadora—. Antes de que se meta en ese agujero, debemos aclarar un par de cuestiones.

Galán puso cara de fastidio. ¿Qué querría ahora aquel picapleitos?

—Oiga, inspector, por lo que se dice en la orden de registro, usted y sus hombres están autorizados a buscar en el perímetro de la edificación y en sus anexos pertenecientes, léase patio, sótano y azoteas. El pasillo que está detrás de esa puerta queda fuera de la vertical de los muros de esta casa. Por tanto, no le es aplicable esta orden —el letrado había logrado captar la atención de todos los presentes. Notaba el taladro de sus miradas rebotando en su piel—. Nos encontramos con dos opciones bajo una premisa común. El principio del que partimos es que ustedes deben dar por finalizado el registro en este mismo instante. A partir de ahí tenemos una primera opción, que consiste en que vuelvan al juez para que les expida una orden de servidumbre o permiso de paso por esta finca hasta el pasillo subterráneo. La segunda opción es que ustedes, bajo su propia responsabilidad, decidan seguir por ese pasillo adelante. En cuyo caso, nosotros cerraremos la puerta y seguiremos con nuestras vidas. En cualquiera de los dos supuestos, ustedes salen de la casa, ya —miró su reloj—. Tomen la decisión pronto, me esperan en mi despacho.

Galán dominó su cólera. Aquel petimetre le iba a fastidiar el seguimiento del rastro de Marta. Se sintió inseguro frente a aquella fineza jurídica. ¿Se estaba extralimitando en sus atribuciones si organizaba la búsqueda desde allí? Algo le dijo que el abogado podría tener razón y que si se empeñaba en su idea le podría caer un paquete. Ya le había pasado a otros compañeros.
¡Maldita sea!
La policía debería reclutar solamente a licenciados en Derecho. Y ni así. Él lo era, y esa condición no evitaba que dudara. En cualquier juicio, los dos abogados contendientes usaban la misma ley en sentidos distintos a su conveniencia, como si estuvieran iluminados por la divinidad y predicaran la verdad absoluta.

Reflexionó un instante. No sabía lo que se iba a encontrar en ese túnel. Más valdría volver con el equipo adecuado. En el peor de los casos, si se siguiera la dirección del túnel, tal vez se pudiera acceder desde la misma calle sin tener que contar con propietarios hostiles.

—Bien muchachos, nos vamos —los compañeros de Galán le miraron con asombro.

—¿Vamos a dejar esto así por lo que ha dicho este tipo? —Preguntó Morales, irritado.

—Sí —Galán le sostuvo la mirada—, podría tener razón, y prefiero no enfrentarme a la jueza. Es más fácil que nos dé una segunda orden hoy, si nos vamos ahora, que si no lo hacemos. Además, no hemos traído el equipo necesario para meternos en un subterráneo. En marcha, todavía podemos aprovechar lo que queda de día.

Ramos escupió en el suelo y pisó el esputo.

—Hay que joderse —murmuró.

47

Sandra despertó con un intenso dolor en la nuca. Abrió los ojos y sólo percibió la negrura de una oscuridad insondable. Se encontraba tirada en un suelo rugoso, frío y húmedo. Un trapo pequeño ocupaba su boca, asegurado con una mordaza adhesiva. Al rozar la tela su garganta le sobrevino una arcada, que pudo contener. Notó que tenía las manos atadas a la espalda y su nariz entró en contacto con una tela basta, como de saco.

Se giró hasta quedar boca arriba. La cabeza comenzó a darle vueltas. Le recordó la última cogorza que se había cogido hacía años, en una fiesta de Fin de Año. Sintió como la tela se aposentaba sobre todo su rostro, cubriéndolo. Era una capucha. Olía a alcanfor, como la ropa de las abuelas dentro de sus arcones.

Esperó unos minutos a que sus sentidos se normalizaran. Con un enorme esfuerzo de abdominales consiguió sentarse. Cuando su mente dejó de girar, palpó con los dedos sus ataduras. La habían inmovilizado con una cuerda de grosor medio, como la de una comba. Se percató de que tenía la camiseta húmeda en la espalda. Tal vez el suelo estaba mojado. Aguzó el oído, intentando escuchar algún sonido. A lo lejos, unas pequeñas patas deslizándose sobre el firme le indicó que no estaba sola. Se erizó el pelo sólo con imaginar a su compañero.

Se esforzó por no caer en el pánico y se concentró durante un minuto en tranquilizar su respiración. Por una de esas cosas inexplicables, le vinieron a la mente las imágenes de los presos de Guantánamo. Ella se veía así, pero sin el mono naranja.

Comenzó a forcejear con las ligaduras. Sabía que tenía las muñecas estrechas. Posiblemente no la hubieran atado muy fuerte. Sintió que la cuerda pasaba por encima del reloj
Swatch
que llevaba aquel día. No podía acceder con los dedos al nudo principal, pero sí al cierre de la correa metálica. Lo soltó y comenzó a deslizarla por debajo de la cuerda. Era un trabajo penoso, el metal apenas se movía unos milímetros. Siguió así, con constancia, hasta que notó cómo llegaba al borde de la cuerda. La pulsera metálica se deslizó fuera y enseguida sintió que la lazada se aflojaba un poco. Empujó con fuerza las muñecas a un lado y a otro, hiriéndose la piel a cada intento. Notó que hacía progresos, el hueco se iba ensanchando paulatinamente.

Otros cinco minutos de tira y afloja y el lazo le llegaba a los nudillos de la mano izquierda. Sin embargo, el conjunto de sus falanges no pasaba por el hueco de la cuerda. El esfuerzo hizo que los latidos en la nuca se acrecentaran, agudizando el dolor. Estaba comenzando a sudar y una inoportuna gota se le había alojado en la ceja derecha, sin llegar a caer. Le comenzaba a picar.

Tuvo una idea. Se dejó caer de lado. Apoyó todo el peso de su cuerpo sobre la mano izquierda, aplastándola. Apretó hasta que sintió un dolor intenso en los huesos del nacimiento de los dedos. Giró la muñeca rápidamente, con desesperación, notando como la carne entraba en contacto directo con la cuerda. Lo intentó una vez más. En una centésima de segundo, la cuerda resbaló por sus dedos y la mano salió del nudo.

Agotada, dejó escapar unas lágrimas de cansancio, dolor y alegría. Se sentó y estiró los brazos adelante, oyendo como crujían los entumecidos ligamentos de los hombros. Aflojó el cordel de la base de la capucha y se la sacó. De la oscuridad total pasó a otra similar, más tenue, aunque seguía sin ver nada. Tenía la sensación de encontrarse en un lugar pequeño por el modo en que rebotaba el sonido en las paredes cercanas. El olor a alcanfor desapareció, sustituido por el de tierra húmeda. Se arrancó el adhesivo de la boca y escupió el trozo de tela. Respiró a grandes bocanadas, exhausta.

Buscó en sus bolsillos. Se lo habían quitado todo. Su bolso tampoco estaba. Se masajeó las muñecas e intentó incorporarse. Un súbito mareo la hizo desistir. Se puso de rodillas. Así estaba mejor. Gateó unos metros lentamente, hasta que tocó una de las paredes. Se sentó apoyada en ella. Era irregular, de mampostería o algo similar. Tomó aire y consiguió levantarse, apoyada en el muro. Volvió el torso y comenzó a caminar de lado, palpando el muro a distintas alturas. Un par de metros más allá llegó a una esquina. Siguió adelante tras dar un giro de noventa grados. La mano derecha se topó con una protuberancia de madera. La siguió en vertical y advirtió que se trataba de la guía de una puerta. Deslizó la mano por ella hasta tocar una superficie metálica, fría y rugosa, como oxidada.

Era la puerta de entrada.

Buscó un manillar sin encontrarlo. Sólo se abría desde fuera. Golpeó la puerta con las manos, luego con los nudillos y acabó dándole patadas. No conseguía lograr un sonido fuerte. Los golpes quedaban amortiguados. Gritó una, dos, tres veces. Chilló cuatro o cinco veces más. Nadie respondió a sus llamadas.

Terminó de explorar el habitáculo. Cuando volvió a llegar a la puerta se hizo a la idea de que estaba en un cuadrado de tres por tres metros. El espacio estaba completamente vacío por lo que optó por sentarse en el suelo, a escuchar y a esperar.

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