Ira Dei (30 page)

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Authors: Mariano Gambín

Tags: #histórico, intriga, policiaco

BOOK: Ira Dei
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—Perdone, señorita —hizo un gesto teatral, casi una reverencia. Siempre impresionaba en el primer contacto—. Si no me equivoco, es usted Sandra Clavijo, la célebre periodista.

Sandra saltó de sus pensamientos a la realidad. Miró extrañada a aquel hombre con chaqueta canela de piel de melocotón y corbata a juego. Le llamó la atención el pañuelo en el bolsillo de la chaqueta. Ya casi nadie lo llevaba. Parecía un tipo distinguido. Un poco mayor, pero bien parecido.
¿Dónde lo había visto? Sí, ayer acompañaba al inspector de policía. ¿Qué fue lo que le dijo?
Se preguntó…
¿Célebre periodista? ¿Quién diablos usa la palabra célebre hablando coloquialmente?

—Sí, soy Sandra Clavijo. —Lo miró, expectante.

—Perdone mi atrevimiento —Ariosto exhibió la mejor de sus sonrisas. La que de vez en cuando ensayaba en el espejo, bajo el experto asesoramiento y supervisión de su asistenta Fidela—. Mi nombre es Luis Ariosto, inspector de Hacienda.

—¿Inspector de Hacienda? —Sandra se detuvo. El clásico brillo de confusión y temor en los ojos de Sandra confirmó a Ariosto que se trataba de una persona normal—. Creo que estoy al día en mis impuestos —comentó con voz dubitativa.

—No se preocupe por eso. Sepa usted que actúo como asesor de la Policía Nacional en la investigación de los asesinatos de estos últimos días.

Ariosto no necesitó decir más para captar toda la atención de la periodista. Sandra se colocó el bolso de una manera más cómoda, señal de que no iba a seguir caminado. El hombre se percató del detalle, lo que le dio pie a continuar con su presentación.

—Tengo entendido que usted ha averiguado la existencia de una correlación entre los crímenes actuales con otros ocurridos en esta ciudad después de la Guerra Civil. ¿Qué diría si supiera que hubo otros similares en 1750?

—Señor Ariosto —Sandra comenzó a sonreír a su vez—. Si lo que quería era invitarme a un café, podría haber sido más directo.

***

Cinco minutos más tarde se encontraban sentados en el patio interior del Hotel
Aguere
, una solución cubierta a la falta de bares con terraza en la húmeda ciudad. Curiosamente, el efecto aislante contra el frío también servía frente al bochorno creciente de aquel día de verano. El edificio, que rezumaba una agradable decadencia decimonónica, se elevaba en torno a un patio cerrado con una gran claraboya de cristal, de forma que la luz natural resplandecía sobre las mesas de mármol y las sillas de hierro forjado que se hallaban en su interior.

—Debo decirle, y no piense que es darle coba —Ariosto mentía como un bellaco—, que sus artículos de los últimos días son una revolución dentro la autocomplacencia informativa de la Isla. Una periodista que pone tanta carne en el asador, por utilizar un símil vulgar, sólo tiene dos caminos: o engrosar la interminable cola del paro, o un destino en un periódico de tirada nacional.

Sandra miraba a su interlocutor con una mezcla de escepticismo y fascinación. Dándole vueltas, ubicó su rostro en una gala operística organizada por la Asociación de amigos de la Opera hacía más de un año. Fue una ocasión en que aquel hombre no tuvo más remedio que abandonar un recóndito lugar anónimo, en las últimas filas del auditorio, para traducir una entrevista a una soprano austríaca que había cosechado cinco entusiastas bises aquella noche.

Ariosto tal vez no se acordara de ella. Pero ella sí que se acordaba de él. Si fuera necesario, podría rescatar la cinta de la entrevista. Desde el comienzo tuvo la impresión de que la traducción no era literal. O aquella soprano era una literata consumada, o el traductor había adornado sus palabras de una manera extraordinaria. Todavía recordaba como una frase en alemán de ocho palabras se traducía al español por otra de dieciocho. Es posible que los teutones economizaran esfuerzo al hablar, pero no tanto. Gracias a aquel hombre, la crónica musical salió preciosa. Tanto que días después recibió la llamada del gerente de la Orquesta Sinfónica de Tenerife, solicitando indirectamente que el periódico entrevistara al Director de una manera similar. El editor, que desconocía el trasfondo del asunto, envió al redactor cultural, que hizo una entrevista decente, pero no brillante. Siempre hay malpensados que dicen que, a raíz de su publicación, no pasaron más de seis meses antes de que se buscara un relevo al frente de la orquesta. Para que luego digan que la prensa local es pura anécdota provinciana.

Sandra escuchaba aquella voz suave y envolvente, y se acordaba de su abuela Virtudes, que siempre le decía que no se fiara de los hombres que decían lo que ella deseaba oír. Sin embargo, aquel caballero, que podría ser su padre, la embriagaba con su clase y distinción.
¿Por qué no hay nadie así de mi edad?
, se preguntaba.

Un timbre sonó en su cerebro. El hombre la miraba, tras varios segundos de silencio. Se concentró en un instante. Le tocaba hablar.

—Por favor, cuénteme con detalle lo que ocurrió en mil setecientos ¿Cincuenta?

—Por supuesto, y usted hará lo mismo con lo de mil novecientos ¿Cuarenta?

Sandra ignoró la ironía. Afiló mentalmente el lápiz y se dispuso a absorber toda la información que pudiera. No se atrevía a pedirle permiso para grabar sus palabras.

—Cuente con ello, señor Ariosto.

—Llámeme Luis —pidió.

Sandra no fue consciente de la inusual familiaridad en el trato que Ariosto estaba dispuesto a ofrecer. No sabía que muy pocas personas lo llamaban por su nombre de pila. Y, aunque lo supiera, tampoco le hubiera dado demasiada importancia. Sin embargo, Ariosto sí se la daba. Aquél era un caso especial, y la chica no le desagradaba.

***

El camarero del Hotel
Aguere
sirvió el tercer café, esta vez descafeinado, para la pareja. Llevaban media hora parloteando sin parar y su ojo profesional estaba siendo puesto a prueba. Al primer vistazo los catalogó como el profesor y la alumna. A los diez minutos pensó que tal vez tuvieran una aventura ilícita, lo que desechó a los siguientes cinco minutos porque no se habían ni rozado las manos. ¿Tal vez un abogado con su cliente? No, el trato era demasiado humano para un letrado y su defendida. Intentó aparcar su confusión después de morderse la lengua para no preguntarles de qué hablaban con tanta pasión. Frases intensas y rápidas, intercaladas por otras plagadas de cuchicheos que cada vez se hacían más cómplices. Como le pidieran el cuarto café se sentaría con ellos en la mesa. Una señora gordísima, acomodada en la mesa de al lado, pidió con desesperación sacarina para su cortado, y mermelada y mantequilla para el
croissant
. Acudió presuroso a atenderla, excusa necesaria para captar retazos de la conversación.

—¿La casa de la aldaba blanca? —Ariosto preguntaba incrédulo—. No recuerdo cuál es en este momento, pero sin duda es una de aquéllas en las que se perdió la señal de la arqueóloga Herrero.

—Estaba a punto de pasar por allí para localizarla cuando fui asaltada en plena calle de La Carrera por un galante caballero deseoso de ofrecerme información —Sandra se esforzaba por darle a Ariosto dosis de su propia medicina.

—Espero que este afortunado encuentro no la disuada de proseguir con sus pesquisas —replicó su acompañante.

El asombro de Sandra aumentaba con cada frase.
¿Aquel tipo tenía un diccionario incorporado en el cerebro o es que hablaba siempre así?
Le gustaría ver su reacción si la acompañaba alguna vez a hacer una entrevista a los sin techo que vivían en el Barranco de Santos. Le daría un síncope con sólo oír sus expresiones.

—Es evidente que algo ocurre en esa manzana, y tal vez en una casa en concreto —Sandra dejó a un lado las frases engoladas. Perdía demasiada energía en elaborarlas mentalmente—. Son demasiadas coincidencias para tratarse de casualidades. Creo que es necesario investigar sobre ella y sus ocupantes.

—Estoy totalmente de acuerdo con usted, Sandra, si me permite llamarla así. —Ariosto casi se ruborizó de su osadía. A pesar de su edad, había actitudes y conductas que podían con él—. Pero creo que entraña un cierto riesgo. Por ello, recomiendo contar con el inspector Galán para coordinar la investigación. Si unimos las piezas de este rompecabezas tal vez saquemos algo en claro. No obstante, dada la condición de periodista que usted ostenta, querida, es muy posible que la policía sea menos abierta que yo. No tema, que la mantendré informada.

—De todo lo que hemos hablado, Luis, hay algo que no me cuadra —Sandra agarró su bolso, signo de que la reunión iba a terminar—. En aquellas ocasiones las víctimas desaparecieron, salvo algún caso excepcional. ¿Cómo es que ahora no ocurre así, y los asesinados quedan abandonados en la calle?

—Es una pregunta que yo también me he hecho —Ariosto puso un billete de veinte euros sobre la mesa al acercarse el camarero, adelantándose a Sandra—. Pero, si tenemos en cuenta todos los detalles, ¿quién nos dice que tras el descubrimiento fortuito de estas dos últimas muertes no se ocultan varias desapariciones anteriores inadvertidas?

Sandra miró fijamente a los ojos de Ariosto. Para su tranquilidad mental, prefirió no plantearse esa posibilidad.

***

El camarero lo tenía claro desde hacía rato. Otro caso típico más de niña tonta encandilada por la pasta del madurito. Y hay que ver lo bien que estaba el madurito. Quién lo cogiera por banda.

43

Diez minutos después, Ariosto acababa de despedirse de Sandra, con la que se había comprometido a intercambiar información al final de la tarde. La periodista iba a localizar la casa, y mañana hablarían con Galán para coordinar una visita conjunta. Esperaba superar las previsibles reticencias del policía. Sonó el timbre de su móvil. Era Pedro Hernández.

—¿Ariosto? ¿Sabe usted qué era el documento que me ha enviado? —Hernández hablaba presa de una extraordinaria agitación—. ¡Es una copia de la famosa carta del 23 de abril de 1751 del legajo del Archivo! La que provocó la respuesta de Constanza, la hermana del marqués, y que vimos en casa de Adela. Es justo el documento que necesitábamos para aclarar los sucesos de aquel año. ¿De dónde diablos la ha sacado?

—Amigo Pedro, lamento tener que decirle que no puedo revelar la fuente origen del documento —Ariosto trató de no ser demasiado misterioso—. Sólo le diré que ha estado oculta a la vista de los investigadores desde hace muchos años.

—¡Ha encontrado el original recibido por la hermana! —Hernández estaba maravillado—. Seguro que ha sido en Gran Canaria. ¡Ya me contará cómo lo ha hecho!

—Tal vez lo haga algún día, uno no puede revelar siempre sus fuentes. Ya sabe que tengo amistades en todos sitios —Ariosto estaba satisfecho, salía del paso sin mentir a su amigo—. Pero dígame, ¿consiguió leer el contenido?

—¿Leerlo?, ¡Pues claro! —la voz de Hernández pareció indignada—. ¡Hasta lo he transcrito!

—¿Puede hacérmela llegar de alguna manera? —ahora la excitación poseía a Ariosto.

—Por supuesto, como quiera, por e-mail o fax.

—Envíela a mi correo electrónico —Ariosto se resistía a utilizar palabras en inglés cuando hablaba en castellano. A cada uno lo suyo, decía—. Intentaré leerla lo antes posible.

—Se la mando ahora mismo —Ariosto oyó las pulsaciones de Hernández en el teclado del ordenador—. ¿Cuándo nos reunimos para comentarlo?

—Le llamaré después de las cinco. Tengo cosas pendientes de hacer antes de esa hora. Hasta entonces.

Ariosto cortó la comunicación, y pensó en qué lugar podría acceder a un ordenador. La Real Sociedad Económica no abría hasta las cinco. Tal vez pillara a alguien en el Instituto de Estudios Canarios, en la calle Bencomo. Se dirigió allí a toda prisa por La Carrera. Mantuvo brevemente la descarada mirada de uno de los patos de la Catedral al pasar, y llegó a su destino medio minuto después. Afortunadamente, la puerta estaba abierta. Entró por el angosto pasillo, flanqueado de estanterías de cristal, y subió al entresuelo donde se encontraba la oficina. La administrativa estaba esperando un fax importante y se había quedado allí, a pesar de haber finalizado su horario habitual. Como la conocía de otras ocasiones, le pidió permiso para usar uno de los ordenadores y entró en su correo. Localizó el mensaje de Hernández, abrió el documento anexo y el editor de textos ocupó toda la pantalla.

Querida hermana:

No sé cómo tengo fuerzas para escribir esta carta. Hoy es el día más infeliz de mi vida. Todos mis temores se han confirmado cuando he bajado esta tarde a la cava, siguiendo los pasos de Francisco María. He descubierto su secreto, y él me sorprendió haciéndolo. Tuve que utilizar la espada en defensa propia. Espero que Dios, en su misericordia, sea capaz de perdonarme algún día. Lo que más lamento es que mi hijo nunca alcanzará la salvación. Lo que había en aquella cripta se lo impedirá por siempre jamás. Toda aquella gente no podrá descansar en tierra sagrada, porque me siento incapaz de hacerlo trascender:

No acierto a comprender la perniciosa influencia que la reliquia del oro de San Telmo ha tenido sobre Francisco María. Desde que la encontró entre los papeles del abuelo en un malhadado día, su vida cambió a peor. Se cebó en él una progresiva decadencia mental y una degeneración en sus costumbres que le ha llevado a este trágico desenlace. Más parece cosa de demonios que reliquia de santo. Y ese maldito empecinamiento en llevarla consigo. He decidido que le acompañe en su paso a mejor vida. Los que seguimos en este mundo cruel estaremos en mayor seguro.

Tu hermano Hernando, que te quiere.

En la ciudad de San Cristóbal, a 23 días del mes de abril de 1751.

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