Ira Dei (34 page)

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Authors: Mariano Gambín

Tags: #histórico, intriga, policiaco

BOOK: Ira Dei
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Al menos tenía las manos libres. Cuando entrara alguien le saltaría encima y escaparía. Estaba preparada para luchar.

Pasaron los minutos, lentos y pausados. Al cabo de un rato perdió la noción del tiempo.
¿Realmente vendría alguien?
De pronto, sintió frío, y sabía que no era porque hubiera descendido la temperatura.

48

Galán dudó a dónde ir en primer lugar. O bien a la Catedral, para ver cómo le iba a Ariosto, o bien a buscar a la jueza. Llamó al móvil de Ariosto. Una voz femenina impersonal le respondió que el número estaba apagado o fuera de cobertura. ¡Qué oportuno!

Nada más colgar recibió un mensaje. Una llamada perdida de la Comisaría. Marcó el número.

—¿Se sabe algo de Valido? —preguntó.

—No ha llamado todavía, jefe —respondió la voz de Prados, uno de los agentes primerizos—. ¿Quiere que lo localice?

—Sí, cuando puedas, ¿me habías llamado?

—Sí, jefe —la voz sonaba un poco temblorosa, como si no se atreviera a hablar—. Han llegado los informes de la Interpol. Creo que debería verlos. Hay algo muy raro que no concuerda con nuestros datos.

—De acuerdo, voy para allá —se encontraba en la calle Viana, estaba empezando a lloviznar. Se volvió a sus hombres—. Vamos a la Comisaría. Morales, localiza a la juez de guardia y le dices que haga el favor de atenderme donde esté: yo me desplazaré a donde haga falta.

Diez minutos después se acomodó en la silla del ordenador de Prados. Se quitó la chaqueta y dejó la pistolera en el suelo. Se inclinó sobre la pantalla.

—¿Qué tenemos?

—A partir de los datos contenidos en el documento de identidad español, solicitamos una búsqueda de información referente a los dos habitantes de la casa. Padre e hijo. También enviamos las huellas dactilares tomadas en el momento de formalizar el DNI. Los resultados son extraños. Nada coincide. Mírelo usted —Prados tenía abierta la página intranet de la Interpol de acceso restringido a la policía—. Está en un inglés bastante técnico, pero se entiende.

Galán comenzó a leer, traduciendo mentalmente. Junto a un cuadro de texto destacaban las fotografías de los rostros de cuatro personas, de frente y de perfil. En esencia, el informe establecía que el programa de búsqueda internacional había encontrado dos correlaciones para las fotografías enviadas por la policía española y otras dos correlaciones distintas para las huellas dactilares. Galán se revolvió en su silla, extrañado. Miró las identidades de los resultados obtenidos.

Fotografía 1. Machado, Marcus. 85 años. Ciudadano de Estados Unidos, natural de Méjico. Con domicilio en el 356 de la Avenida Lexington, Nueva York. Empresario retirado.

Fotografía 2. Machado, August. 53 años. Ciudadano de Estados Unidos, natural de Méjico. Con domicilio en el 356 de la Avenida Lexington, Nueva York. Médico oftalmólogo.

Huellas dactilares individuo 1. Padilla, Ronald. 59 años. Ciudadano de Estados Unidos, natural de Puerto Rico. Sin domicilio conocido. Convicto por robo de objetos de arte. Condenado a diez años por robo con violencia en el Museo de arte de Filadelfia. Cumplió sólo cinco años por buena conducta.

Huellas dactilares individuo 2. Robles, Patrick. 78 años. Ciudadano de Estados Unidos, natural de Florida. Ultimo domicilio conocido en el 1554 de High Road, Brooklyn, Nueva York. Absuelto por falta de pruebas de un delito de receptación de obras de arte robadas en el extranjero.

No constaban datos de incidencias delictivas de las cuatro identidades en los últimos once años.

Galán miró fijamente las fotografías. El tipo que les había abierto la puerta tenía un cierto parecido con Marcos —Marcus— Machado, pero no era el mismo. El tal Padilla aparecía en una foto de detención portando un cartelito numerado, pelado al cero y cara de pocos amigos. ¿Cómo quedaría si se le colocara una perilla, además de las gafas?

—Prados, hazme un favor —Galán habló sin retirar la vista de la pantalla—. Busca a alguien de recreación de rostros en la Comisaría principal y dile que suba a La Laguna. Necesito que me haga una reconstrucción.

Con los otros dos se podía hacer lo mismo. Pelo cano, barba blanca, semblante delgado, casi cadavérico. Un poco de maquillaje y el Sr. Machado Sénior estaba servido.

La otra coincidencia notable era la repetición de la palabra «arte» en los historiales de los ex delincuentes. Una sospecha comenzó a forjarse en la mente del policía. Sacó su móvil, buscó el cable USB de entrada para teléfonos del ordenador y pasó las imágenes al disco duro. Las editó y las fotografías aparecieron en la pantalla. Las amplió tres veces. Allí estaban los objetos del altillo. Enfocó las aberturas de los tubos que contenían los planos. Al cabo de unos minutos descubrió qué era lo que le había llamado la atención inconscientemente. El interior de los cilindros era de aluminio o acero inoxidable. Las paredes plateadas brillaban bajo la luz del flash. ¿Desde cuándo se guardan simples planos de edificios en tubos de acero? Hace años había tenido, en unas prácticas, un tubo como los del altillo en la mano. Era el transporte usual de lienzos. Las pinturas quedaban protegidas dentro del cilindro, en el que incluso, en determinados modelos, podía crearse un vacío interior. Aquellos tubos estaban diseñados para contener obras de arte.

¿Con qué diablos se había topado? ¿Qué relación podrá tener este asunto con los asesinatos de La Laguna?

—Prados, toma nota —Galán no se molestó en comprobar que el joven policía hacía lo que le pedía—. Hay que buscar la ficha de entrada de los Machado por el aeropuerto de Barajas cuando llegaron de Estados Unidos. Concretamente, la declaración de bienes especiales en la aduana.

El jefe esperó unos segundos a que su ayudante terminara de garabatear en un papel.

—Ponte en contacto con la policía de Nueva York y averigua quién vive actualmente en la dirección de los Machado. Te apuesto una comida a que la casa sigue estando a su nombre y está vacía desde que se fueron.

—¿Por qué cree eso, jefe? —en circunstancias normales Prados no hubiera hecho la pregunta, pero veía a Galán tan seguro que le intrigaba.

—Porque me da la espina de que los auténticos Machado nunca llegaron a La Laguna. Quienes viven en su casa son unos farsantes, gente que ha suplantado su identidad. Intenta que registren la casa de Nueva York, tal vez se lleven una sorpresa desagradable.

***

Cinco minutos más tarde Galán tenía en su mano una copia de los bienes objeto de declaración de los Machado a su entrada en España. Siete pinturas de artistas europeos. Un Tintoretto, dos retratos de Rubens, un De la Tour, dos Van Eyck y un Modigliani. Galán arqueó una ceja. ¡Vaya colección! Le había ido bien en América al viejo Machado. El conjunto debía valer una fortuna. El policía ató cabos. Siete pinturas, siete tubos de acero. Tres estaban abiertos.

—Toma la lista de las pinturas, busca en las páginas web de las principales casas de subasta de arte y comprueba si ha aparecido en venta alguna de ellas en los últimos diez años.

Los dedos de Prados volaron sobre el teclado. En la tercera página visitada encontraron el primero.

—Uno de los Van Eyck, comprado por un magnate ruso por medio millón de dólares hace siete años. —Prados estaba exultante. Galán sonreía.

—Sigue —dijo el jefe.

No tardaron más de cinco minutos en dar con otro.

—El De la Tour, vendido en subasta privada a un comprador anónimo a través de unos abogados de Londres. No se conoce el precio de compra.

Las siguientes páginas no arrojaron ningún resultado.

—Busca por el nombre de los cuadros —apuntó Galán.

Los tres primeros daban someras informaciones. En los tres casos el texto terminaba con la referencia de que se encontraban en colecciones privadas. El cuarto dio otro resultado.

—El Modigliani, recuperado por la policía francesa en la isla de Martinica hace cinco años tras la detención de un tratante ilegal de arte. Puesto a disposición del Estado francés en calidad de depósito hasta que aparezca su propietario.

—Traducción: Vendido en el mercado negro —Galán interrumpió a su compañero—. Debieron venderlos por cifras millonarias. Me extraña que con tanto dinero hayan vivido tan discretamente en una ciudad como La Laguna.

—No es mal refugio —indicó Prados—. A fin de cuentas, es un lugar muy tranquilo. Aquí no ocurre nada, si lo comparamos con Estados Unidos. Además, la suplantación de unos descendientes de familia lagunera es perfecta. Llegaron, tomaron posesión de los bienes familiares con los documentos norteamericanos de los Machado y todo fue sobre ruedas. No levantaron ninguna sospecha en más de diez años.

—Los suplantadores conocían bien los antecedentes familiares. Debieron sonsacarles esa información de alguna manera, y prefiero no imaginarme cómo —Galán se levantó—. Bien, mientras esperamos la información de Nueva York, imprime las imágenes que encuentres de los otros cuadros, así podremos reconocerlos si los vemos.

Un agente de uniforme se asomó a la puerta del despacho.

—Inspector, el de reconstrucción informática está aquí.

El policía conocía a Galán de otros casos. Se sentó en la mesa del Inspector. Como traía su propio portátil, entró en la página de la Interpol y comenzó a trabajar con las fotografías bajo las indicaciones de Galán. Unos minutos después el Inspector sonreía satisfecho. Los tipos de la casa eran los suplantadores, sin duda. ¿Cómo se llamaban? El joven, Padilla; y el mayor, Robles.

—Prados, ponme con el departamento jurídico, por favor, quiero saber si tenemos que molestar a la jueza otra vez.

—Jefe, ¿cree que estos tipos tienen algo que ver con los asesinatos o con la desaparición de la arqueóloga?

—Eso es lo que me trae de cabeza, Prados, que me cuelguen si existe una conexión. Pero vamos a averiguarlo, no te quepa duda.

49

Ariosto había terminado de hablar con Galán y decidió no perder tiempo. Necesitaba el equipo apropiado para bajar a la cripta de nuevo. Ahora sí que el asunto cobraba importancia. Se acordó de una ferretería que no cerraba a mediodía a tres manzanas de allí, en la Avenida de la Trinidad. Miró su reloj. Tenía tiempo.

Compró unas botas de obra con suela reforzada, un mono azul de operario, una pequeña navaja suiza y una linterna halógena de mano, la más potente que había en el negocio. Añadió unas bolsas de plástico con cierre y una pequeña mochila, donde lo metió todo. Cinco minutos después observaba con cierta envidia la somnolienta impasibilidad de los patos de la plaza de la Catedral, que sesteaban a la sombra. A pesar del calor, ninguno estaba en el agua.

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