Ira Dei (42 page)

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Authors: Mariano Gambín

Tags: #histórico, intriga, policiaco

BOOK: Ira Dei
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—Por aquí escapó el tipo que buscamos —anunció Ariosto.

Mandillo y Marta observaron el mecanismo, asombrados.

—Desde el otro lado es imposible darse cuenta de que los escalones forman una pieza —observó Mandillo.

—Ya sabemos por dónde entró —concluyó Ariosto—. Ahora debemos averiguar por dónde ha escapado.

De súbito, otro grito sobrecogedor surgió de la oscuridad del corredor. Todos miraron horrorizados hacia el origen del sonido, que se perdía en la distancia.

—Déjeme la linterna —dijo Mandillo desenfundando la pistola—, ahora iré yo primero.

Ariosto obedeció sin rechistar. Lamentó haber dejado la escopeta al salir de la otra casa. Comenzaron a caminar con cautela por el pasillo, que se extendía una quincena de metros.

Otro grito ahogado provino de las profundidades del pasadizo. Sandra, si era ella, estaba siendo llevada contra su voluntad por el corredor subterráneo. Era evidente la urgencia de actuar. Mandillo indicó con la linterna el camino a seguir. Unos cinco pasos más allá, el pasillo se estrechó y pasó a ser un hueco excavado en el subsuelo de la casa, con techo de piedra a dos aguas.

Marta sintió una angustia súbita al entrar en el pasadizo. Ya había vivido aquello y no guardaba precisamente un buen recuerdo. Dos veces en veinticuatro horas tal vez fuera demasiado para su integridad psíquica. Al menos esta vez iba acompañada. La seguridad de Ariosto era desarmante y le sorprendía la determinación del joven agente Mandillo. No, no era la misma situación en que se había encontrado la noche anterior.

El agobiante pasillo terminó en la ancha galería que Marta reconoció al primer vistazo.

—Yo estuve aquí anoche —anunció.

Su voz delataba una aprensión mal disimulada. Sus acompañantes la miraron con respeto. Pasarse más de quince horas en galerías oscuras como aquélla tenía su mérito.

—Vayamos con cuidado —advirtió Ariosto—, la persona a la que seguimos es muy peligrosa.

Había algo distinto en el túnel, percibió Marta. El suelo estaba cubierto de agua. Más de un palmo de altura. Mandillo y Ariosto saltaron al centro. Sus pies se hundieron en el turbio líquido hasta media pantorrilla. Estaba fría.

Marta los siguió, sonriendo. Ariosto adoptó una mirada inquisitiva,
«¿por qué sonríes?»
preguntaba con los ojos. Marta levantó la pernera izquierda de su pantalón. Unas botas de plástico negras le llegaban a la rodilla.

Esta vez no se mojaría los calcetines.

59

Ramos juraba por lo bajo, como siempre.
Había que joderse
. A todo el mundo le había dado por meterse bajo tierra y él estaba allí, en la calle, empapándose como un gilipollas con aquella inoportuna tormenta de verano que había empezado a descargar veinte minutos antes. La unidad de operaciones especiales hacía rato que había salido de Santa Cruz y estaría a punto de llegar. La componía una docena de hombres al mando del capitán Yanes, un auténtico capullo presuntuoso. Ramos tuvo en un principio la esperanza de poder bajar con los especialistas al subterráneo, pero con aquel tipo al frente estaba seguro de que no le iban a dejar acompañarlos.

Encima eso. Sus compañeros jugándose el pellejo allá abajo y él no podía echarles una mano. «Hay que joderse», murmuró, escupiendo al suelo.

La lluvia caía a plomo cuando una furgoneta azul oscuro, con deslumbrantes luces giratorias, se detuvo en la intersección de la calle. Se abrió una portezuela lateral que vomitó varios tipos fornidos y mal encarados vestidos de negro. Ramos se preguntó dónde reclutaban a las fuerzas especiales. Sólo por las caras hubiera detenido a un par de ellos al cruzárselos por la calle. Si de lo que se trataba era de amedrentar a los malos con esas pintas, aquellos tipos podrían conseguirlo.

Conocía a Yanes de otros operativos y sabía que no debía chocar con él. Era un provocador. Le iba a costar un gran esfuerzo controlarse.

—¿Qué hay, Ramos? —preguntó Yanes cuando llegó a su altura. No le ofreció la mano. Ramos lo esperaba—. ¿Le han hecho un agujerito en el pantalón? —la pernera del subinspector ofrecía un aspecto desolador, un reguero de sangre seca llegaba hasta su zapato derecho.

—No, hombre, es que de vez en cuando me rasco la pierna con el cortaúñas —respondió Ramos, conteniéndose.

Los dos hombres se miraron fijamente durante unos instantes, valorándose. Yanes sabía que tenía enfrente un hueso duro de roer. Optó por ignorar el sarcasmo.

—Póngame al corriente, subinspector.

El capitán de las fuerzas especiales recalcó la palabra subinspector, dejando clara la diferencia jerárquica de ambos. Las palabras contenían una orden, aunque el tono era suave. Ya se echarían piropos cuando todo acabase.

Ramos informó a Yanes en tres minutos.

—¿Me está diciendo que tres hombres de la brigada de homicidios están persiguiendo a un ladrón de obras de arte, tal vez armado nada menos que con un subfusil ametrallador, por un túnel subterráneo? ¿Y que un agente de la policía nacional y dos civiles persiguen a otro tipo, con una posible rehén, por otra galería paralela? ¿Está de coña?

—Por mis cojones que no lo estoy —respondió Ramos. La furia de su mirada era el mejor aval de su afirmación—. ¿Van a bajar o quieren seguir mojándose aquí fuera?

—Bajamos, por supuesto —dijo Yanes—, pero usted se queda aquí. Le toca atender al Alcalde, que viene de camino.

La sonrisa burlona de Yanes contrastó con la palidez súbita del subinspector Ramos. Si había algo que no soportaba era tener que tratar con los políticos, con su inevitable cohorte de aduladores y periodistas micrófono en mano.

Decididamente, aquél no era su día.

Había que joderse.

60

Marcos Jiménez comenzaba a ponerse nervioso. Había pulsado repetidamente el botón de apertura de las compuertas de desagüe de las alcantarillas del Casco Histórico y no aparecía en su pantalla el mensaje OTS, «operación terminada satisfactoriamente». En otras palabras, que las compuertas no se habían abierto.

Y seguía lloviendo.

El técnico de alcantarillado del Ayuntamiento de La Laguna estaba solo en su despacho, ya que el resto de funcionarios hacía horas que se había marchado. Le había cambiado la guardia de aquel día al simplón de Carmona, que decía a todo que sí, asegurándose así de tener libre el fin de semana. Con el verano seco que venían sufriendo era imposible que pasara algo anormal con el alcantarillado.

Pero no, no sólo era posible, es que estaba ocurriendo.

Una tromba de agua estaba cayendo sobre La Laguna desde hacía cuarenta minutos, y no escampaba. Su experiencia le decía que, con aquel nivel de precipitación, las tuberías se colapsarían en veinte minutos. El desagüe normal sólo podría absorber un diez por ciento del caudal que se estaba acumulando en la red del centro de la ciudad. Para aliviar este tipo de emergencias, estaba prevista la apertura de varias compuertas que desembocaban en el canal descubierto que discurría detrás de la Plaza del Cristo. Jiménez había seguido el protocolo pensado para situaciones como la que estaba viviendo. Pero las compuertas no se abrían.

Y no sabía por qué.

Marcó por tercera vez el móvil del capataz de los operarios de mantenimiento del alcantarillado. La señal de llamada se cortó automáticamente al decimoquinto timbrazo.
¿Qué diablos podría estar haciendo aquel tipo? ¿Acaso no se daba cuenta, con la que estaba cayendo, que debía estar más disponible que nunca?

Algo estaba inutilizando el sistema automático de apertura y no quedaba más remedio que abrirlo manualmente. Jiménez se acordó de la parentela de los de mantenimiento mientras buscaba en las taquillas un paraguas. A pesar de estar en pleno verano, no habían desaparecido. Tomó uno y bajó al primer piso, donde se encontraba el cuadro de llaves de acceso a los puntos de mantenimiento de todo el sistema de alcantarillado. Recorrió con el índice las tarjetas identificadoras de las decenas de manojos de llaves que estaban colgados en el cuadro, hasta que dio con el que buscaba. Lanzó un bufido de disgusto y salió a la calle, cerrando tras él la puerta de las oficinas.

Un calor húmedo le recibió al traspasar el umbral. Realmente estaba cayendo una buena. Abrió el paraguas y comenzó a caminar. Al tercer paso se le mojaron los pies. Los zapatos que llevaba no ofrecían la más mínima resistencia al agua. Y todavía tendría que caminar medio kilómetro para llegar al mecanismo de apertura.

No se veía un alma en las calles peatonales. Miró con preocupación las tapas de las alcantarillas. De momento funcionaban bien. Apretó el paso hasta que llegó a Tabares de Cala y giró en dirección a la Plaza del Cristo. Un par de coches en sentido contrario le salpicaron los pantalones de forma inmisericorde. Era lo típico en La Laguna en un día de lluvia.

Diez minutos después estaba frente a la puerta metálica que daba acceso al cuarto de máquinas de apertura de las compuertas de desagüe. La llave funcionó y Jiménez entró el cubículo. Revisó el cuadro de luces sin encontrar explicación a la avería que impedía al sistema obedecer la orden enviada desde su ordenador.
El problema no es del programa
—pensó—,
debe ser mecánico
. Bajó el interruptor que cambiaba el sistema de automático a manual. Un montón de luces parpadearon brevemente y se apagaron.

Se enfrentó a un par de palancas que emergían del suelo. Siempre le habían recordado a los cambios de un camión. La de la izquierda quitaba el seguro de los cierres y la otra abría las compuertas. Movió el mando de la palanca del modo
automático
al
manual
. Se oyó un chasquido en el subsuelo. Todo bien, era el ruido normal de los pasadores al retirarse. Tomó la otra palanca e intentó moverla de
cerrado
a
abierto
. No se movió. Probó otra vez. Estaba atascada. Hizo fuerza con los dos brazos. La palanca amenazó con romperse.
Mala cosa
, se dijo,
hay que mirar debajo del suelo
.

Buscó los tornillos que aseguraban los paneles metálicos que conformaban el piso del cuarto. Menos mal que el destornillador previsto para el caso estaba en su sitio. Desatornilló pacientemente los cuatro lados de la primera plancha y la levantó. Echó un vistazo debajo, alumbrado por la tenue luz de una bombilla de bajo consumo. Miró las bisagras de una de las enormes puertas metálicas que aguantaban la enorme presión del agua embolsada en las alcantarillas. A la inferior le faltaba el perno central, sobre el que giraba la bisagra y, por tanto, se había atascado. Lo buscó en las inmediaciones, pero no lo encontró. Debía haberse caído rodando debajo de un conglomerado de tuberías. Sopesó la situación. Era imposible llegar hasta ese lugar. No tenía las herramientas necesarias para desmontar el montón de tubos que se alineaban al frente. Sería más fácil hacerse con un perno nuevo. En todo caso, él no podía hacer nada y la solución tendría que esperar a mañana, y eso con suerte.

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