Ira Dei (37 page)

Read Ira Dei Online

Authors: Mariano Gambín

Tags: #histórico, intriga, policiaco

BOOK: Ira Dei
10.16Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿Estás bien? —Preguntó.

—Creo que estoy entero, —respondió Morales.

Galán salió de la bañera, y tomó el pulso en el cuello al viejo. Estaba muerto. Le quitó el arma con cuidado. Efectivamente, era una MP5K, un arma temible.
¿De dónde la habría sacado?
Era muy difícil conseguirlas en España. Le puso el seguro y restableció la señal del intercomunicador.

—Aquí Galán. Tirador abatido. Con cuidado, todavía queda otro en la casa.

Morales volvió del salón que daba a la parte delantera de la casa.

—Despejado.

Galán señaló la escalera que subía al desván. Subieron los primeros peldaños. El policía agarró al paso una figurita de bronce caída. Era una horrible imitación de un angelito. La lanzó al hueco de la puerta, cayó al suelo de madera y rebotó en el interior de la estancia, haciendo más ruido del esperado. No hubo reacción alguna.

Subió despacio los escalones que faltaban. Asomó la cabeza a media altura, inclinándose. No había nadie en el desván. Los periódicos, las cajas, el armario, los tablones, todo estaba en su sitio, hasta la escalera de mano. ¡La escalera de mano! Galán miró al techo fijándose en la trampilla. Estaba abierta.

Entró en la estancia seguido de Morales, ambos con las pistolas en posición. Controlaron el perímetro en cinco segundos. Ni rastro de otras personas. Galán subió por la escalera de mano y se asomó al altillo. Su sospecha se confirmó. Faltaban los cuatro cilindros cerrados. El tal Padilla se los había llevado.

Galán bajó los escalones y habló por el micrófono.

—Despejado arriba. Los de abajo, controlen la puerta del sótano. Bajamos.

Aquel tipo sólo podía haber escapado por el patio, con lo que lo hubiera visto Méndez, o por el sótano. ¡El sótano! A Galán se le oprimió el pecho. Si el fugitivo había escapado por los túneles cabía la posibilidad de que se tropezara con Marta.
¡Marta! ¿Dónde estaría?
, se preguntó. Intentó quitarse la idea de la cabeza.

Sus tres compañeros le esperaban, en posición, delante de la puerta de la escalera del sótano.

—Está cerrada con llave desde dentro —anunció Ramos.

Galán no tuvo miramientos con la puerta y de una patada la abrió. Siempre había excepciones justificadas a los procedimientos rutinarios. Pidió la linterna a Prados y se asomó con cautela. La bombilla estaba encendida. Su pobre luz iluminaba una escalera triste y vacía. Bajó los escalones pegado a la pared, inclinando la cabeza hacia el pasamanos. Morales le pisaba los talones. Llegó abajo sin contratiempos. La puerta de acceso al trastero estaba abierta. Enfocó a la abertura desde el rellano. Estaba vacío. Un vistazo le bastó para comprobar que no había peligro. Se agachó frente a la puerta de la carbonera. Introdujo su cabeza en la oquedad y miró al suelo. Sus peores temores se confirmaron. Las huellas de unos zapatos se superponían a las de Marta en la misma dirección.
El muy cabrón le había endilgado la Hecklett & Koch al viejo y lo había abandonado a su suerte, huyendo con las pinturas.

—Ha escapado por aquí —dijo a Morales—. Voy a entrar. Dos conmigo, uno aquí y otro arriba, en la puerta.

Decididamente
, pensó Morales, mirando el oscuro y estrecho agujero en que se metía,
Galán los tenía bien puestos.

52

Marta y Ariosto estaban dando cuenta de un par de suculentos bocadillos de lomo en la barra de la
Cafetería Plaza
, en plena calle de La Carrera. Cubiertos de polvo, parecían dos obreros en su hora de descanso. Marta había terminado de informar a su acompañante de lo sucedido desde la noche anterior. Por su parte, Ariosto le había narrado los avances en la investigación.

Había intentado llamar a Galán con la buena noticia de la aparición de Marta, pero su teléfono estaba fuera de cobertura.
Esto de los móviles imperativos se estaba convirtiendo en una pésima moda
, pensó. Le envió un mensaje de texto para que le llamara urgentemente.

El agente Valido, por su parte, había llevado al cura a su casa, una vez que se recuperó del susto. Le estaba preparando una infusión que sumar a las tres copitas de anís que el religioso se había echado ya al coleto.

Pagaron y salieron. Irían a casa a cambiarse y se verían al cabo de una hora en la Comisaría. Ariosto pensaba convocar una reunión en la que estuvieran ellos tres y Sandra, la periodista. El intercambio de información era primordial. Se habían hecho unos avances tremendos en sólo unas horas y había que cruzar los datos. Ariosto pasó por
Borrella
a comprar una muda de ropa interior y se dirigió al Hotel
Nivaria
, donde negoció con el conserje tomar una habitación sólo para ducharse. La solicitud era inusual, sobre todo viniendo de una persona vestida con un mono de mecánico, pero el recepcionista era un perro viejo de la hostelería y le rebajó el precio un sesenta por ciento, pagado por adelantado. Ayudó a la decisión la exhibición de una Visa Oro. Más valía cuarenta en mano que ciento volando, se decía. Además, el hotel no estaba lleno precisamente aquel día.

***

Media hora más tarde Ariosto volvía, según su punto de vista, a ser persona. Salió a la Plaza del Adelantado y enfiló por la calle del Agua. Iba a darle la noticia de la aparición de Marta a Galán personalmente. A la altura del cruce con la calle Anchieta, que comenzaba precisamente en la calle del Agua, notó a lo lejos la luz parpadeante de un coche patrulla, pero no le hizo demasiado caso. Unos doscientos metros más allá estaba la comisaría.

—El inspector Galán salió con sus hombres a practicar un operativo —le comentó sonriente la mujer policía de la oficina de atención al ciudadano—. No dejó registrada hora aproximada de regreso.

Ariosto se preguntó de dónde había sacado la policía el término «operativo» para designar algo que en cualquier idioma podía decirse con palabras más claras.
Debe ser que el día que le adjudicaron el nombre no tenían un diccionario de sinónimos a mano.

Ariosto volvió a la calle, no se esperaba aquel contratiempo.
¿Qué hacía? ¿Se quedaba esperando por Galán? ¿Lo dejaba todo para el día siguiente?
Una voz familiar a su espalda le sacó de sus pensamientos.

—Se le ve mucho últimamente con policías, doctor
Arosto
. ¿Se dedica ahora a perseguir a los malos?

Ariosto se volvió, sonriendo.

—Amigo Bonilla, usted sabe mejor que nadie que hay que tener amigos hasta en el infierno.

—Sí, sí.

Juanito Bonilla estaba de pie en la acera, con su uniforme de trabajo de siempre, haciendo como que pasaba por allí. Realmente llevaba varias horas buscando a Ariosto. Con aire magistral sentenció:

—Los polis son amigos, son gente buena, al menos hasta que dejan de serlo.

—¿Ha tenido tiempo para dedicarse a mi encargo? —Ariosto deseaba ir al grano.

—¿Tiempo para su encargo? —el hombre simuló una mofa—. Está hecho desde ayer por la tarde. Soy yo el que espera por usted desde entonces.

Ariosto ignoró la ironía. Podía sufrirla a cambio de conseguir la información que hubiera recabado aquel hombre. Se quedó mirándolo, invitándolo a continuar.

—Desde que le vi ayer, he contado treinta y tres furgonetas con ese dibujo en los neumáticos. Aquí tiene la lista de las matrículas —sacó un folio doblado en cuatro pliegues. Era una convocatoria a una fiesta de estudiantes aprovechada al reverso. Bonilla era muy ecológico.

Ariosto tomó el papel, pero no lo miró.

—Me interesa una cosa en particular —su tono se volvió apremiante, para transmitir su tensión al bueno de Bonilla—. ¿Alguno de los vehículos pertenece a alguien que viva en la calle Anchieta?

—Espere, que voy a pensar.

Juanito cerró los ojos con los índices apretando las sienes, cómicamente. Si no lo conociera, Ariosto se hubiera echado a reír. Pero no, aquello iba en serio y se guardó mucho de expresar alguna reacción ante lo ridículo de la expresión. Duró quince segundos.

—¡Sí! ¡Hay uno! Me acuerdo perfectamente. Es uno de los vecinos de esa calle, casi llegando a la calle de Los Álamos —Bonilla usaba la denominación antigua, no sabía quién había podido ser el tal Tabares de Cala—. Aparca la furgoneta en el solar de la calle Rodríguez Moure. El dueño la cuida muy mal. No ha pasado la ITV desde hace seis años, por lo menos. Si los polis locales estuvieran a lo que deben estar, le habría caído una multa hace tiempo.

—Bien —dijo Ariosto, interrumpiéndolo—. Y ahora me dirá que el dueño vive en una casa que tiene una aldaba blanca en la puerta, ¿no?

Bonilla intentó disimular su asombro y no respondió inmediatamente. Miró a Ariosto con suspicacia, pensando cómo iba a contestarle.

—¿Me ha hecho trabajar un día completo para que le diga algo que usted ya sabe? Perdone, pero no le voy a devolver los cincuenta euros. —El lavacoches parecía dolido en lo más íntimo.

—Para nada quiero eso. Su excelente trabajo ha confirmado mi línea de investigación y es valiosísimo para mí. No sólo no le voy a pedir lo pagado, sino que le doblo sus honorarios —Ariosto sacó de su cartera otro billete de cincuenta.

—No hace falta, doctor. Ya me pagó lo acordado, no acepto más —Bonilla adoptó un aire digno—. Estoy a su servicio para cualquier otra cosa en el futuro. Pero le quiero advertir de algo.

—¿De qué debo estar advertido? —respondió Ariosto, intrigado.

—Yo no me fiaría mucho de esa gente —Bonilla hablaba con una seguridad que inquietó a su interlocutor.

—¿Por qué?

—Fue la única casa de la calle que no aportó nada a los de Cáritas cuando pasaron en Navidad. Lo que le digo, no son de fiar.

Ariosto asimiló la información. Para alguien de la calle, esa organización era, a veces, el único clavo donde se podían agarrar en los malos momentos. Si no se estaba con Cáritas, se estaba contra ellos. El asunto en sí podía ser irrelevante para la investigación, pero evidenciaba un caso de falta de sensibilidad hacia los «sinsuerte», como los llamaba la tía Adela. El dato le servía para estar prevenido. Lo estaría, sin duda.

Bonilla se despidió, dando una última indicación a Ariosto.

—Ahora no se le ocurra acercarse por allí. Aquello está infestado de polis. Mejor espere un rato a que se vayan.

Ariosto se despidió, sorprendido por la casualidad.
¿Qué estaba ocurriendo en aquella calle?

53

Ariosto caminaba por la calle del Agua cuando se tropezó en la esquina del Casino de La Laguna con Marta, que venía acompañada de Pedro Hernández y el profesor Lugo. Marta le presentó a este último a Ariosto.

Other books

Beautiful Lie the Dead by Barbara Fradkin
A Christmas Tail by Trinity Blacio
Absolution by Laurens, Jennifer
LASHKAR by Mukul Deva