Ira Dei (38 page)

Read Ira Dei Online

Authors: Mariano Gambín

Tags: #histórico, intriga, policiaco

BOOK: Ira Dei
13.62Mb size Format: txt, pdf, ePub

—El profesor Lugo ha recabado unos cuantos datos que son importantes para nuestra investigación —dijo Marta—. Es conveniente que los escuchemos.

—Estupendo —respondió Ariosto—. Parece que va a llover, ¿qué les parece si entramos en el Casino y nos sentamos?

Los cuatro se acomodaron en varios sofás de la zona noble del edificio, en un ambiente funcional, aunque algo caduco. Un solícito camarero tomó nota de los refrescos que de modo unánime pidieron todos. Ariosto rompió el fuego.

—Si hay algo que me intriga es la referencia de la hermana del marqués a eso del oro de San Telmo. ¿A qué puede referirse?

—Ese es uno de los datos esenciales que Álvaro y Pedro han descubierto —respondió Marta—. Por favor, repitan lo que me dijeron cuando veníamos de camino hacia aquí.

—Esa denominación es bastante inusual —el profesor Lugo se atusó la perilla, signo inequívoco de que iba a iniciar un discurso—. Creemos que se trata de una transposición de términos del clásico
fuego de San Telmo
. Como todos saben, y si no es así es igual, porque lo voy a contar de todas maneras, el fuego de San Telmo es un fenómeno meteorológico consistente en una descarga eléctrica luminiscente producida por el aire ionizado que rodea las tormentas fuertes, de esas con rayos y truenos —Lugo sacó una pequeña libreta de notas y consultó un dato—. Más que fuego, se trata de un plasma creado por un nivel atmosférico que supera el valor de ruptura dieléctrica del aire. Esa es la explicación oficial, y que me maten si la entiendo. El asunto es que este fenómeno con apariencia de llama de soplete se producía en la punta de los mástiles de los barcos los días de tormenta, y se consideraba de mal agüero, como otras tantas cosas en el mundo marítimo.

—¿Qué tiene que ver un fenómeno meteorológico con lo del oro? —Interrumpió Ariosto.

—A eso iba —respondió el profesor, indulgente—. Existen unas pocas referencias. Concretamente dos, que yo sepa, que hablan de un mineral que refulgía en la oscuridad de la misma manera que el fuego de San Telmo. La primera proviene de una crónica medieval, los
Annales Bertiniani
, datada a mediados del siglo IX, que nos cuenta que una corona votiva del rey de los francos Ludovico Pio, o Luis el piadoso, que para el caso es lo mismo, poseía una cruz con una piedra engastada que resplandecía como el fuego en la sombra. La otra fuente es más moderna, del siglo XIII,
De Rebus Hispaniae
, también llamada
Historia gótica
, del arzobispo Rodrigo Jiménez de Rada. En ella se habla de que uno de los reyes godos, léase visigodos, usaba un collar en cuyo centro destacaba sobre las demás una gema preciosa que brillaba en la oscuridad.

—Parece que, según esos textos medievales, el oro de San Telmo nos dirige indefectiblemente a los visigodos —comentó Pedro Hernández.

—Efectivamente, debe tratarse de un colgante fluorescente, posiblemente desgajado de una joya más compleja, como un collar o una corona. Tal vez fuera colocado con posterioridad en un relicario. No olvidemos que una de las cartas de la hermana del marqués hablaba de «reliquia». Los relicarios estuvieron muy de moda en los comienzos del cristianismo y fueron heredados durante generaciones. En nuestro caso, los visigodos, uno de los pueblos germanos que emigraron desde el noreste de Europa a finales del Imperio Romano, se expandieron por Italia, Francia y sobre todo en Hispania, donde fundaron su propio reino, adoptaron muchas costumbres de los pobladores autóctonos. En la Península Ibérica se han encontrado varios tesoros de la época de los visigodos. Son joyas, entre las que hay varios relicarios, de una belleza notable. Un ejemplo extraordinario de la orfebrería visigoda es la corona votiva del rey Recesvinto, única en su género.

—Si no recuerdo mal —intervino Marta—, nos dijiste que el corte de cabellera estaba incluido en un texto legal visigodo. ¿Es posible que tenga esta costumbre alguna relación con la piedra luminosa?

—En otro caso te hubiera dicho que no —continuó el profesor—. Pero nos hemos topado con tantas casualidades que no me atrevo a descartar ninguna posibilidad.

—Detesto ser yo quien plantee nuevos interrogantes —intervino Ariosto de nuevo—, pero, ¿cómo puede una gema alterar la conducta de una persona? Aunque para algunos poseer una determinada joya pueda convertirse en una obsesión, no conozco ejemplos del caso contrario, es decir, que la joya obsesione a su propietario de una manera destructiva. Según decía su tía Constanza, la conducta del hijo del marqués cambió radicalmente desde que se hizo con la reliquia. Alguna cualidad extraordinaria debía tener la piedra para afectar a su poseedor, ¿no creen?

—Hasta ahí no llegamos, amigo Ariosto —dijo Pedro—. Para responder a esta pregunta necesitaríamos un médico.

—Yo conozco a Jaime Morera, un patólogo del Hospital Universitario —intervino Marta—. Podemos hablar con él, estoy segura de que nos atenderá bien, es buen amigo mío.

—Buena idea —dijo Pedro—. Pero antes de hacerlo, es necesario que escuchéis a dónde me han llevado mis pesquisas. Desde que me llamó Marta y me puso al día de las sospechas de la periodista Clavijo sobre los asesinatos, he revisado los documentos existentes en el Archivo de los años de posguerra. No son muchos, pero sí suficientes para proporcionar datos interesantes.

—¿Han podido corroborar de algún modo el origen de aquellas muertes? —preguntó Ariosto.

—Desgraciadamente, sobre ese punto no he encontrado nada —respondió Pedro—, no hay la menor constancia documental. El asunto se tapó muy bien durante el Régimen. No obstante, he localizado una noticia que nos puede interesar. En los años cuarenta se realizaron varias obras en la Catedral. La reparación principal consistió en el cambio del pavimento. Se renovó la solería por completo, y los trabajos se hicieron bajo la dirección de un aparejador local.

—¿Ya había aparejadores en aquella época? —Ariosto parecía sorprendido.

—La verdad es que sí. Su regulación legal se produjo en 1935, justo un año antes de la Guerra. Pero lo interesante es que en los documentos que hacen referencia a aquellas reparaciones aparece el nombre y la dirección del jefe de obra: Manuel Darias Sotogrande, vecino de la calle Anchieta, 94.

—¿Del número 94? ¿Está seguro? —inquirió Ariosto.

—Sí, una de las casas donde me colé anoche —intervino Marta.

—Varios caminos nos llevan a esa casa —respondió—. El testimonio que doña Manuela dio a Sandra, la periodista; las pesquisas de Bonilla, un buen amigo mío; y ahora esto. El rompecabezas se va componiendo y, aunque faltan piezas, ya se pueden sugerir teorías que expliquen los asesinatos de los años cuarenta.

—Pues no veo cómo —comentó Pedro.

—¿Quién pudo acceder al osario de la Catedral sin ningún problema? ¿Quién pudo descubrir que, en lo más profundo de un panteón, una luz extraña brillaba por sí sola? Tuvo que ser uno de los intervinientes en esas obras.

—Creo —aventuró Marta—, que hemos dado con el saqueador.

—Yo también lo creo, querida amiga —respondió Ariosto, sonriendo.

Los cuatro se mantuvieron en silencio unos minutos, reflexionando. Al cabo, Ariosto se levantó como un resorte.

—No nos quedemos quietos. Marta, habla con tu amigo el médico. Mientras tanto, yo buscaré a Galán y lo pondré al día —se despidió de Hernández y Lugo—. Señores, les agradezco su trabajo. Los avances en la investigación hacen que estemos cerca de la resolución de este embrollo ¿Qué tal si nos reunimos aquí en un par de horas? Les invitaré a cenar.

—Un momento, Ariosto —le interrumpió Hernández—. Aceptamos siempre y cuando transija con
nuestro acuerdo
.

—¿Nuestro acuerdo? —preguntó Marta.

—Él elegirá el vino, como siempre —respondió Ariosto, resignado—. Espero que no sea un reserva francés. Mi bolsillo no termina de acostumbrarse.

54

Nada más salir del Casino, Ariosto enfiló por la calle Anchieta hacia el lugar donde Bonilla le había dicho que estaban los policías, justo en el entorno del número 94 de la calle. Caminó a buen paso, pero tuvo que aminorar al llegar a la altura de Tabares de Cala. La calle estaba cortada. La muchedumbre que se encontraba arremolinada tras la valla de seguridad apenas dejaba ver un muro de agentes de la Policía Nacional interrumpiendo el paso. Mucho más allá, en la calle Juan de Vera, se distinguía otro dispositivo similar.

Ariosto no se esperaba aquel espectáculo. Preguntó a uno de los curiosos qué ocurría.

—Se han escuchado un montón de disparos en una de aquellas casas viejas —manifestó un hombre sesentón con aire docto—. La policía entró pegando tiros. Creo que se trata de unos ocupas. Debe haber sido una masacre.

Una señora de la misma edad terció en el asunto.

—Perdone, pero creo que se trata de un maltratador que tenía a su mujer atada en la cocina. La ha amenazado con un cuchillo y la policía ha llegado a tiempo.

Ariosto aprovechó que ambos comenzaban a discutir entre ellos para escabullirse del lugar. Al menos, tenía claro que se habían dado unos cuantos tiros. Miró entre las cabezas de la gente al espacio acotado, donde tras varios vehículos policiales un grupo numeroso de policías nacionales, de paisano y de uniforme, estaban apostados. No conocía a ninguno. Miró con más detenimiento y vio como unos sanitarios estaban haciendo una cura de urgencia en la pierna a uno de los hombres de Galán.
¿Cómo se llamaba? Era uno que juraba siempre por lo bajo. ¡Ramos! Eso era.

Esperó a que terminasen el trabajo. Cuando Ramos quedó libre y se incorporó, Ariosto se acercó al primer policía de los que impedían el paso. Sacó su carnet de socio del Casino y lo pasó medio segundo por delante de la mirada del atónito policía.

—Disculpe agente, soy el Inspector Ariosto —se guardó el carnet con toda naturalidad—. Sea tan amable de decirle al subinspector Ramos que tengo algo urgente que comunicarle.

—¿Quién ha dicho?

—Ramos, subinspector Ramos.

—No, ¡Qué diablos! ¡Que cómo se llama usted!

—Inspector Ariosto. A-ri-os-to —la interpretación era digna de un Oscar, el tono era displicente sin caer en lo ofensivo—. No me haga esperar, por favor.

El policía dudó. Aquel tipo elegante no tenía pinta de inspector de nada, pero parecía conocer a Ramos. Si no fuera cierto, ya se encargaría el subinspector de ponerlo en su sitio. Su mala leche era legendaria en el Cuerpo. Fue a buscarlo.

Volvió al rato, algo contrariado. El tal Ramos era un tipo difícil, todavía recordaba su última frase. «¡No me toques los cojones, Fernández! ¿No ves que estoy herido? ¿Cómo voy a ir allí? ¡Tráelo aquí, coño! ¡Hay que joderse!». Si en el fondo no fuera un buen compañero, lo habría mandado a paseo. Ramos tenía buen cartel entre sus colegas. Se había jugado el bigote en varias ocasiones por sacarlos de situaciones complicadas, y eso no se podía pasar por alto.

Ariosto cruzó la valla y se dirigió, acompañado por el policía, hasta la furgoneta donde estaba Ramos.

—Subinspector Ramos, ¿cómo se encuentra? —Ariosto comprobó que la herida era leve.

—Pues jodido, y no precisamente por la herida, sino porque ésta no me ha permitido estar abajo, con los compañeros —Ramos estaba realmente compungido por su situación—. Ha llegado usted un poco tarde, Ariosto, y se ha perdido la diversión. Se ha montado la del carajo ahí dentro.

Ramos puso al corriente a Ariosto en un minuto, y viceversa.

—¿Dice usted que están persiguiendo a los traficantes por los túneles? —Ariosto estaba maravillado.

—Y lo peor es que Galán no sabe que Marta Herrero ha aparecido, puede que pierda tiempo buscándola. Allá abajo no funcionan las comunicaciones internas.

Ariosto estuvo unos minutos mirando las fachadas de las casas que tenían delante. Unas gotas cayeron sobre su cabeza. Estaba comenzando a llover.

—Permítame una pregunta, Ramos. Usted visitó esa casa ayer con Galán. ¿Cómo se llamaba el dueño?

—A ver, déjeme recordar —el policía hizo memoria—, es un apellido bastante común…

—¿Era Darias, por casualidad?

—Sí, exactamente. —Ramos no salía de su asombro.

Ariosto se mantuvo unos segundos pensativo. Posiblemente tenía delante de él la solución del caso, pero se le planteaban nuevos interrogantes.

—Oiga, Ramos, hay dos cuestiones que no me cuadran. Tal vez usted pueda ilustrarme —Ramos se acercó—. La primera, no veo la relación de los ladrones de arte con los asesinatos.

Other books

Can Anybody Help Me? by Sinéad Crowley
Tough Enough by M. Leighton
To Feel Stuff by Andrea Seigel