—¡Gracias a Dios! —la efigie, completamente cubierta de una costra blanca, tenía una entonación femenina— ¿Por qué han tardado tanto?
Un golpe sordo se escuchó a espaldas de Ariosto. El padre Damián se había desmayado.
Ariosto sonrió, sin miedo, a la figura.
—La doctora Herrero, supongo.
Cinco policías revisaban sus armas y equipo en una furgoneta policial aparcada en la esquina de Anchieta con Tabares de Cala. Dos agentes de la Local desviaban el tráfico y a los viandantes de aquel tramo de calle. Afortunadamente, todavía había poca gente y los policías de paisano pasaron desapercibidos hasta que se pusieron los chalecos antibalas con un letrero amarillo a su espalda con la palabra policía en mayúsculas. Pero eso fue cuando ya estaban delante del número 96 de la calle Anchieta. Comprobaron que los auriculares de comunicación interna funcionaban correctamente y se desplegaron según el protocolo. Ramos pulsó el timbre. No hubo respuesta. A los veinte segundos volvió a pulsar. Nada.
—Morales, las ganzúas, haga el favor. —Galán no era partidario de la patada en la puerta. Se convertía en un grave problema a la hora de aislar posteriormente el escenario de un crimen, con independencia de la abusiva factura del cerrajero.
Morales hizo gala de su habilidad con aquellos utensilios metálicos. La puerta principal, con una cerradura simple
Wilka
, bastante antigua, no se le resistió más de treinta segundos. Morales se apartó y Ramos, de espaldas contra la pared, empujó la puerta hacia adentro. No hubo el menor movimiento dentro de la casa.
Galán hizo una seña a Méndez, que se colocó detrás de él, y ambos entraron en la casa con las armas en la mano. Encontraron la misma penumbra que en las anteriores visitas. Se adentraron por el pasillo. Un rápido vistazo al salón de los muebles tapados con sábanas les indicó que estaba despejado. Ramos y Morales entraron tras ellos. El otro policía, Prados, se quedó en la puerta, cubriendo la retaguardia.
Galán sentía calor. Aquel chaleco era incómodo y pesado. Le costaba moverse con agilidad cuando lo llevaba. Aunque culpaba a la prenda de seguridad de tener las manos y la frente húmedas, la causa real era otra muy distinta. Aquellas entradas silenciosas con las armas en la mano podían con los nervios más templados. Tenían un
punto de acojono
, como decía Ramos.
Galán y Méndez llegaron al distribuidor, al pie de la escalera de acceso al primer piso. Asomaron la cabeza sin ver a nadie.
—¡No se muevan, hijos de puta! —bramó una voz en lo alto. Galán reconoció la voz del viejo Machado— ¡Como den un paso más me los cargo!
—¡Policía! —respondió Galán— ¡Salga donde le vea con las manos en alto!
—¡Y una mierda! —respondió el tipo oculto en lo alto— ¡Váyanse a tomar por culo, cabrones!
—¡Patrick Robles! ¡Sabemos lo de los cuadros! —Galán se encontraba de espaldas a la pared derecha del pasillo, de perfil contra la puerta— ¡Está rodeado! ¡Salga con las manos en alto!
De pronto, se desencadenó el infierno. Una andanada de disparos atronadores ensordeció a los policías. Provenían de un arma automática, un subfusil o similar, que escupía más de trescientos ochenta disparos por minuto. Un arma temible, al alcance de muy pocos, y demoledora en espacios reducidos. Las balas comenzaron a atravesar la fina pared de ladrillo rojo con que estaban fabricados los tabiques. Al saltar, el polvo de cal de las paredes levantó una nube asfixiante que entorpecía la visión. El aire se llenó de olor a pólvora y aceite de motor caliente
—¡Al suelo! —Gritó Galán, mientras empujaba a Méndez sobre una gastada alfombra.
La potencia de fuego hizo que la puerta del pasillo saltara en mil pedazos, con la consiguiente lluvia de astillas. Las balas volaban por todas partes. Los policías oían el silbido de la muerte rozando sus oídos. Las paredes agujereadas amenazaban con desplomarse sobre ellos. Aquello era como la traca de los fuegos de la Plaza en la Fiesta del Cristo: mejor no moverse hasta que acabara. Sin embargo, aquel cargador daba mucho de sí. Galán no esperó más e hizo un gesto de retirada a sus compañeros, que retrocedieron reptando hasta la puerta de salida.
Salieron a la calle cubiertos de polvo y se adosaron a la pared de la fachada.
—¡Joder! —Morales estaba impresionado— ¿Qué tiene ese tío ahí dentro? Parece un cañón de repetición.
—Suena como un subfusil
Heckler & Koch
. Me parece que es el MP5K —Galán se recuperaba de la terrible experiencia—, tan pequeño como una pistola, pero tan capaz como una ametralladora de las grandes —se volvió hacia sus compañeros—. ¡Prados! ¡Pide refuerzos! Escuchad, vamos a coordinar la entrada. Méndez, da la vuelta a la manzana y entra por el patio trasero. Nos llamas cuando estés preparado. Morales, tú nos cubres a Ramos y a mí cuando entremos de nuevo.
—Me cago en la madre que me parió —dijo Ramos, sacándose una astilla clavada en el muslo a través del agujero formado en la pernera del pantalón. La sangre le corría hasta el suelo—. Mierda. Hay que joderse.
—Está bien, cambio de planes —dijo Galán—. Ramos, serás tú quien nos cubra a Morales y a mí. Nos dispersamos a ambos lados disparando al origen del fuego. Comprueben los seguros y los cargadores.
Morales miró con admiración a Galán. Había que tener huevos para volver a meterse en aquel infierno.
En fin, él no iba a quedarse atrás
. Tragó saliva, tratando de tranquilizar su respiración.
La radio crepitó en los oídos de los policías un minuto después.
—Aquí Méndez, en posición.
—¡Venga muchachos! ¡Adentro! —Galán se giró y entró el primero en la casa, abriéndose paso con la pistola a través de la atmósfera blanquecina que la inundaba.
Galán cruzó al sprint el distribuidor del final del pasillo y alcanzó el corredor que llevaba a la cocina. Morales se zambulló entre los restos del salón de la entrada. Una décima de segundo después, otra estruendosa ráfaga de disparos surgió sobre sus cabezas, y llenó el vacío que habían ocupado un instante antes. Los policías respondieron al fuego con sus pistolas, disparando al bulto. El escandaloso ruido de sus cargadores vaciándose rivalizó con el del arma automática.
El viejo había perdido de vista a Galán, pero sabía que Morales estaba detrás de la pared del salón. Concentró su fuego sobre sus ladrillos, lo que hizo saltar el revoco en mil explosiones de cal y comenzó a horadar el muro. Morales, tumbado sobre restos de yeso, sacó una mano por el hueco de la puerta y disparó repetidamente hacia el origen de las balas. Al séptimo disparo notó que el subfusil había callado.
Una sordera momentánea acompañó al silencio que sobrevino a continuación. Morales aprovechó el receso para escapar de su precaria situación, salió del salón rápidamente y se apostó bajo la escalera. El polvo y el humo lo hicieron invisible.
Galán estaba en un lugar poco provechoso. Desde el segundo pasillo no podía ver a la persona que disparaba desde arriba. Se le unió Méndez, que había forzado la puerta del patio y constatado que la parte trasera de la planta baja estaba despejada. Necesitaban una maniobra de distracción para subir la escalera. Indicó a Morales que se quedara donde estaba y corrió con Méndez de nuevo hacia el patio. Se fijó en que la puerta que daba acceso al sótano estaba cerrada.
Salieron a la luz, y el policía examinó la fachada posterior de la casa. Tres ventanas de guillotina se alzaban a unos cuatro metros de altura. Al lado del muro medianero descansaba una pila de lavar de piedra volcánica. Galán indicó a Méndez el objeto y comenzaron a arrastrarlo hacia el edificio. Treinta segundos después, Galán se encaramó sobre la pila, lo que le hizo ganar más de un metro de altura. Méndez, de complexión más ligera, subió tras él y trepó por su espalda, hasta quedar de pie sobre los hombros de su jefe. A Galán le pareció haber vivido ya una situación parecida.
Méndez no llegaba a ver por la ventana. Le faltaban unos veinte centímetros. Si hubiera estado abierta, se podría haber agarrado al borde para subir, pero estaba cerrada. Miró al jefe, que apretaba los dientes por el esfuerzo. Éste le hizo la señal de disparar. Méndez levantó la pistola, rompió el cristal más bajo con la punta y comenzó a disparar al interior. Al quinto disparo respondieron desde dentro. Los cristales y la madera de la ventana saltaron en mil pedazos con otra ráfaga de metralleta. Méndez se lanzó al suelo desde los hombros de Galán, un salto de tres metros. Cayó bien y se refugió dentro de la casa, seguido por Galán que, tras indicar a Méndez que sostuviera el fuego en la parte trasera, salió corriendo hacia el pasillo.
Llegó al destrozado distribuidor y comenzó a subir los escalones que ascendían al primer piso de dos en dos. Morales lo vio y lo siguió. En tres segundos llegaron a la parte superior. El francotirador seguía disparando hacia la parte trasera, con respuestas puestas entrecortadas de Méndez. En aquel lugar del fondo de la casa había una cocina y un comedor grande, además de un baño. Galán miró dentro de la cocina. Estaba vacía. Aquel tipo disparaba desde el comedor. Apostó a Morales tras la puerta de la cocina. Se asomó al comedor. Vio una figura asomada a una de las ventanas. Tentado estuvo de dispararle por la espalda, pero su formación pudo más.
—¡Quieto o disparo! —gritó.
El viejo se volvió súbitamente con la cara desencajada y mirada de loco sin cesar de disparar. La punta del subfusil dejó un reguero de cráteres en la pared a medida que el semicírculo de fuego se acercaba a la puerta. Galán desapareció en dirección al baño una milésima antes de que le alcanzara un disparo. El viejo lo siguió sin dejar de disparar. ¿Es que ese cargador no se acababa nunca? Galán entró en el baño y sólo vio un refugio. Se lanzó dentro de una bañera de hierro colado, antiquísima. Medio segundo después una ráfaga de metralleta se estrelló contra el metal, sin perforarlo. Tres disparos de otra arma se escucharon a continuación y cesó el estruendo.
Galán esperó un par de segundos antes de mirar por encima del borde de la bañera. A través del humo y el polvo, distinguió a Morales que empuñaba su pistola con ambas manos y miraba fijamente al suelo, esperando algún movimiento de la figura que yacía a sus pies. El viejo estaba quieto sobre la alfombra, con los ojos en blanco y la boca abierta, como si se hubiera quedado a mitad de una frase. Un reguero de sangre manaba de la parte posterior de su cabeza, empañando su pelo blanco. Morales no había sido tan escrupuloso como su jefe y había disparado sin más.
Bendita decisión
, pensó Galán.