Ira Dei (31 page)

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Authors: Mariano Gambín

Tags: #histórico, intriga, policiaco

BOOK: Ira Dei
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Ariosto se sintió por un momento invasor de la intimidad de aquel hombre. De pronto, el famoso marqués, el filántropo, se convirtió en un ser humano con todas sus virtudes y flaquezas. Don Hernando tuvo que pasar por un trance nada envidiable. Lo sintió por él a pesar de la distancia de los siglos.

El elemento misterioso se centraba ahora en la reliquia que llevaba el hijo del marqués al cuello, a modo de fetiche o talismán. Tal vez si pudiera estudiarla, podría tratar de explicar su conducta asesina. Era primordial encontrar el relicario. Para ello habría que volver al panteón de la Catedral.

Indefectiblemente.

Sólo de pensarlo, se le erizó el pelo de la nuca.

44

La aldaba blanca la llamaba como las sirenas a los marineros de la antigüedad. Era irresistible.

Sandra había prometido a Ariosto que esperaría hasta el día siguiente para coordinar con el inspector Galán una visita a la casa, pero aquello podía con ella. Una diablilla le decía al oído: ¿por qué tienes que mantener esa promesa a alguien que acabas de conocer y de quien no estás segura de que te haya dicho la verdad?, ¿qué hay de la posible exclusiva?, ¿y si mañana aparece la noticia en otro periódico rival? Adiós a todo lo conseguido estos días.

Sandra esperó a que apareciera en su mente la oportuna angelita dándole buenos consejos, pero no lo hizo.

Golpeó la aldaba contra su base metálica tres veces. El sonido le pareció frío y desagradable. Esperó que no fuera una premonición. Aguardó un minuto. Le invadió la sensación de que estaba quedando como una idiota, tocando en una casa abandonada desde hace mucho, observada por todo el vecindario muerto de risa.

La puerta se abrió lentamente, como si la mano que lo hacía estuviera muy cansada. Todos sus pensamientos se desvanecieron como una pompa de jabón al explotar. Un hombre mayor se asomó a la calle. Su nariz se levantó, inquisitiva, preguntando qué quería. Sandra se asombró de lo expresivos que eran algunos gestos cotidianos que pasaban desapercibidos. Le pareció que con ese tipo no valdrían medias tintas.

—Soy Sandra Clavijo, del
Diario de Tenerife
—le pareció detectar un brillo de aprensión en la mirada del hombre. ¿Temor? ¿Suspicacia? ¿Desdén?—. Tengo entendido que hace setenta años vivió en esta casa una persona a la que acusaron de unos crímenes parecidos a los que se han cometido últimamente en esta ciudad.

Sandra esperó a ver qué efecto producían sus palabras en el hombre. Este pareció poco impresionado.

—¿Y?

—Que estoy haciendo un reportaje sobre el caso —Sandra intentó esquivar un ataque de cólera que pugnaba por salir de su interior. Estaba claro qué es lo que quería.
¿Acaso era tonto aquel fulano?
—. Y me gustaría hablar con alguna persona que lo hubiera conocido o visitar el lugar donde vivió.

—Lo siento, no sé de lo que me habla —el hombre aparentaba sinceridad—. Si lo que desea es visitar la casa, le ruego que vuelva en otro momento, cuando esté arreglada, y no tendré inconveniente en mostrársela.

Como Sandra no se movió un ápice, el hombre la miró fijamente a los ojos.

—No va a esperar a otro día, ¿verdad? —a Sandra ya no le pareció tan tonto—. Está bien, pase usted, pero no se escandalice con el desorden.

Sandra dio sus primeros pasos en la vivienda. Tras un pequeño zaguán, se encontraba un salón. Las cortinas ocultaban la luz vespertina, confiriendo a todo el conjunto un ambiente crepuscular. No veía desorden por ningún lado. Los muebles algo viejos y pasados de moda, pero nada más. El hombre la miró con interés.

—¿Es usted la periodista que ha escrito sobre los crímenes estos días pasados?

Sandra asintió con cierta timidez. No se acostumbraba a ser reconocida por la calle.
¿Iba a ser cierto lo de célebre?
Le empezaba a gustar la palabra.

—Deje que la felicite —el hombre le indicó un sofá, sentándose a su vez en otro—. Hacía tiempo que no leía nada tan interesante y sobrecogedor. Parece que maneja usted una información de primera mano.

—¡Oh, no se crea! —Sandra comenzaba a sentirse cómoda con aquel hombre—. No se imagina como influye el factor suerte en esta profesión.

—¿Dice usted que está interesada en la casa, verdad?

Sandra no se creía que todo fuera a ser tan fácil. Se había imaginado topándose con un viejo cascarrabias que le pusiera trabas y había dado con la candidez personificada. Empezó a pensar que el artículo no iba a tener fuerza. El dueño de la casa prosiguió:

—Esta casa era de mi abuelo, y a su muerte permaneció cerrada más de treinta años, hasta que me trasladé aquí. Pero en eso no hay nada interesante.

—¿Sabe usted que desaparecieron más de veinte personas, en La Laguna, en el verano de 1940? —Sandra hizo gala del último dato conseguido en sus entrevistas.

—¡No me diga! —respondió el hombre, con cara de asombro—. Entonces deben ser ciertos los rumores.

—¿Qué rumores? —Sandra sabía que había salido en la conversación la palabra estrella para un periodista. Rumores.

—Creo que no hay que hacerles demasiado caso —dijo, con claros aspavientos de restarle importancia—. Decían que el propietario anterior, cuyos descendientes vendieron esta casa a mi abuelo, cada vez que bajaba al sótano se volvía loco.

—¡No me lo puedo creer! —Sandra temió haber exagerado los ademanes que acompañaban a la respuesta—. ¿Y existe ese sótano todavía?

—¡Claro! ¿Quiere usted verlo?

—Ya que estoy aquí, no me gustaría irme sin echarle un vistazo. A fin de cuentas es como un lugar histórico. ¿No cree?

—Nunca me lo había planteado así, pero creo que tiene razón —el hombre se levantó, tomando a Sandra de la mano—. Venga, se lo voy a mostrar.

Sandra recibió un mensaje de alarma de su centro nervioso. ¿Cómo se iba a meter en un sótano con un desconocido? ¿Estaba perdiendo el juicio? Se lo pensó dos veces, pero las ganas de investigar ganaron de nuevo. Siguió al hombre por la casa. Un pasillo largo, patio con ventanales, estancias al otro lado: una típica casa lagunera. El hombre abrió una puerta, detrás de la cual sólo había negrura.

—Perdone, pero es que se ha fundido la bombilla de aquí arriba —el hombre se excusó—. La de abajo todavía funciona. Sígame, por favor.

El tipo se metió en la oscuridad. Sandra, dubitativa le siguió un par de pasos, dejando la luz del resto de la casa atrás. Se paró, tratando de acomodar sus pupilas al cambio. Demasiado oscuro. Un sonido metálico, como un chasquido sonó a su derecha. Ella desvió instintivamente la vista hacía su origen, a pesar de seguir sin ver nada. Súbitamente notó un fortísimo golpe en la parte posterior de la cabeza. De la oscuridad brotaron miles de estrellitas, que ocuparon todo su espacio visual antes de que notara que estaba cayendo al suelo, sin fuerzas.

45

Galán se había sentado en la última mesa del
Micaela
, al lado de la ventana. Estaba dando cuenta de un crujiente bocadillo de pata asada y queso amarillo con una rodaja de tomate. A su lado, Morales, Ramos y Méndez, otro policía de paisano, esperaban por él tomando café.

—Cuéntamelo otra vez, Ramos.

Galán esperó a que comenzara su compañero antes de dar un nuevo bocado. Evidenciaba una gran experiencia como comedor de bocadillos al no mancharse los dedos. El bar estaba lleno, signo inequívoco del éxito de la relación calidad-precio del menú diario del local. Hacía calor, pero al menos no había humo. Estaba prohibido fumar en el recinto, y nadie se quejaba.

—El equipo de investigación identificó a las personas que viven en la casa —Ramos utilizó el nivel de voz exacto por encima del murmullo general para que sólo los del grupo le oyeran—. Son dos, Agustín Machado de la Oliva y su hijo Marcos. Localizamos sus documentos de identidad en la base de datos. Nacidos ambos en México, Distrito Federal. Tienen doble nacionalidad, mejicana y estadounidense. Setenta y nueve y cincuenta y cinco años de edad, respectivamente. Estamos comprobándolo, pero parece que vivían en Estados Unidos antes de llegar a España. Entraron por el aeropuerto de Barajas, procedentes de Nueva York, hace diez años, con visado de turista. Transcurridos los plazos legales, solicitaron la nacionalidad por ser descendientes de españoles. Esta les fue concedida ocho meses después sin más problemas que la clásica tardanza del expediente administrativo. No se les conoce dedicación alguna. Viven de rentas en el extranjero y de la venta de una propiedad en Santa Cruz. Poca relación con el vecindario. En los primeros años de estancia en esta ciudad viajaban mucho, sobre todo a países europeos. Sin embargo, al viejo le afectó una grave enfermedad hará unos tres años, y desde entonces permanecen recluidos en su casa la mayor parte del tiempo.

—¿Algo en la Interpol, en el FBI?

—Ya hemos contactado con ambos. No haya nada con esos nombres. Hemos enviado también las fotografías y las huellas digitales, por si acaso. Pero eso lleva más tiempo, y no hay justificación para tramitarlo por la vía de urgencia.

—Tendremos que esperar. ¿Algo más?

—Mañana nos entregan los resultados del ADN —dijo Morales —. Cuando tengamos los datos los introduciremos en la base general, por si surge alguna coincidencia.

—Bien, escuchen —Galán había terminado el bocadillo—. Vamos a efectuar un registro en una casa, muy cerca de aquí. Estamos buscando a la arqueóloga Marta Herrero. Treinta y cinco años, pelo castaño, uno setenta aproximadamente. Puede que esté en la casa o no. Hay que estar alerta por si es un secuestro. Imaginen cualquier lugar donde puedan haber escondido a una persona. Sabemos que en la casa hay sótano. Nos dividiremos. Morales y Méndez buscarán en la primera planta. Ramos y yo en la planta baja y en el sótano. Hay que ser exquisitamente educados y no revolver nada que no sea manifiestamente sospechoso. La jueza no va a tolerar otro proceder y nos conviene tenerla de nuestra parte —se volvió hacia Ramos—. ¿Has traído el equipo?

—Tu arma reglamentaria, un par de linternas halógenas y la cámara fotográfica —Ramos tendió a Galán una mochila pequeña. Se levantaron.

Galán pagó y salieron al calor húmedo de la calle. Las nubes se oscurecían progresivamente, disminuyendo la claridad de la tarde. Apenas había tráfico. La somnolencia se había apoderado de la ciudad. Llegaron en cinco minutos a la puerta de la casa y Galán pulsó el timbre. Esta vez un solo toque, pero prolongado e insistente. Una sensación de intranquilidad lo invadía en momentos como aquél. Era una situación violenta, y nunca se sabía cómo iba a responder la persona objeto del registro.

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