Ira Dei (32 page)

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Authors: Mariano Gambín

Tags: #histórico, intriga, policiaco

BOOK: Ira Dei
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Morales y Méndez se colocaron a ambos lados de la puerta, pegados a la pared. Galán se dispuso de frente a la fachada, un poco esquinado a la izquierda, de forma que tuviera línea de visión directa cuando se abriera la puerta. Ramos estaba detrás, a su derecha, al otro lado de la calle, mirando las ventanas. En apenas un minuto la puerta se abrió. El mismo hombre que les había recibido al mediodía les miró con el ceño fruncido.

—¡Vaya! Si es el persistente policía —el acento le sonó a Galán más portorriqueño que mejicano—.

—Ya me conoce, pero es mi obligación identificarme. Inspector Galán. Traemos una orden judicial de registro —mostró un papel doblado, en el que destacaba el logo del Ministerio de Justicia—. Le ruego que colabore.

El hombre no se perturbó.

—¿No le importará que la lea antes, verdad?

—Está en su derecho —el policía se la entregó. Mientras leía con parsimonia, Galán oyó a Ramos su clásica queja. Lo miró para que se mantuviera callado. Todos tenían los nervios a flor de piel. Cinco largos minutos después acabó la lectura.

—Aquí dice que están buscando a una mujer —el tipo devolvió los papeles a Galán—. Les puedo asegurar que no hay ninguna en la casa. Si la encuentran, hagan el favor de identificarla para presentar la correspondiente denuncia por allanamiento de morada. Mi padre está mayor, descansa en el salón de la parte alta. Les agradecería que no lo molestasen.

—¿Podemos pasar ya? —Los policías estaban impacientes.

—Pasen. Mientras tanto, llamaré a mi abogado para que esté presente.

—Como guste.

Galán entró en la casa, seguido de Morales y Méndez, éste último armado con la cámara fotográfica. Ramos se quedó unos momentos en la calle, controlando el perímetro. Entró al minuto.

La casa se encontraba inmersa en su totalidad en la penumbra que se adivinaba desde la entrada. Galán esperó unos instantes a que las pupilas se acostumbrasen al cambio. A aquella gente no le gustaba la luz, eso era evidente. Vaya par de tipos raros han acabado pared con pared, pensó acordándose del vecino de al lado.

No hizo falta decir nada, Morales y Méndez buscaron la escalera y subieron silenciosamente por la mullida alfombra granate que la vestía como una cascada. El dueño de la casa caminó detrás de ellos aparentando ignorar a los policías. Galán esperó a Ramos en el distribuidor que se hallaba al final del pasillo, iluminado por una ventana que daba al patio interior de la casa.

El mobiliario era clásico, de calidad, pero en franca decadencia. Un gran espejo inclinado con marco plateado dominaba la estancia. La lámpara de araña, que ocupaba un tercio del techo, no había visto un plumero en años. Al lado de la escalera nacía otro pasillo que se internaba en la casa. Dos puertas ocupaban el resto. Por la primera se llegaba a un salón infrautilizado, ocupado por varios sofás cubiertos de sábanas, que daba a la calle a través de dos grandes ventanales ocultos bajo pesadas cortinas. La segunda puerta daba acceso a otra habitación de uso indefinido. Una butaca y dos sillas con una mesa camilla. Parecía la sala de espera de un dentista de los años cuarenta.

Ramos exploró el salón, controlado por Galán desde la puerta. Miró detrás de las cortinas; palpó el relleno de los sofás; miró debajo de ellos. La otra sala no ofrecía nada que investigar.

Caminaron por el pasillo, que finalizaba en una puerta tras la cual hallaron otro pequeño distribuidor con tres puertas más. Se notaba que aquella parte de la casa no se habitaba. A la izquierda una cocina vacía y en desuso, con una puerta que daba al patio trasero. El suelo era de losetas decoradas, lo que impedía ver las huellas de Marta con la misma claridad que en la otra casa. Posiblemente, lo habrían barrido después de su visita. La siguiente puerta correspondía a un comedor enorme y polvoriento. Otra habitación pequeña, sin ventilación ni muebles, se escondía tras la tercera puerta.

Los policías golpearon las paredes, buscando sonido a hueco. Todas sonaban así. Eran tabiques de finos ladrillos de arcilla roja revestidas de yeso y pintura. Comprobaron el grosor de los muros, para descartar la existencia de un zulo en su interior. Detrás de la cuarta puerta se abría, hacia la oscuridad, una escalera descendente. Galán pulsó el interruptor. Una débil bombilla iluminó insuficientemente los dos tramos. Hizo una señal a Ramos, indicándole que se quedara en la puerta, vigilando, y comenzó a descender.

Odiaba los sótanos, y más si eran oscuros. En aquél, afortunadamente, había poco que ver. Los escalones terminaban en un rellano vacío. Sólo destacaba, al fondo, una puerta metálica negra. El picaporte estaba fuera de su hueco, en el suelo. Galán lo cogió e intentó colocarlo en su sitio. Notó que no encajaba. La parte trasera no estaba colocada y el manillar bailaba sin agarrar el cierre. Iba a necesitar herramientas. Dio un par de golpes a la puerta, como llamando. Tal vez Marta estuviera allí detrás. No hubo respuesta. Tendría que avisar a los compañeros de la comisaría para que le trajeran la caja de ganzúas y otras herramientas de dudosa honestidad, cuyo contenido aumentaba con el tiempo y con la detención de sus dueños.

Galán subió las escaleras. Sacó el móvil y llamó a Morales.

—¿Cómo va eso? —Preguntó.

—Nada en la planta de arriba, salvo un viejo soltando improperios continuamente. Creo que está mal de la cabeza —Morales parecía irritado—. Ahora estamos en el desván, que es enorme. Es increíble la cantidad de cosas que tienen apiladas aquí. Es como un pequeño museo.

—Vale, ahora subo.

Galán colgó y se dispuso a hacer otra llamada, pero no necesitó marcar el número de la comisaría. Una llamada entrante saltó furibunda en el receptor de llamadas. Era Valido, uno de los agentes bajo el mando de Morales.

—¡Jefe, tengo que hablar con usted!

—Un momento —Galán lo interrumpió, priorizando las actuaciones—. Localízame a alguien que nos traiga a la casa del registro la caja de herramientas. Es urgente.

—Sí, de acuerdo. Tomo nota —se oyó el raspear de un bolígrafo contra un papel—. Lo que decía, jefe, al pasar por su despacho, vi en la pantalla de su ordenador una señal de alarma. Me acerqué y comprobé que era el rastreador de llamadas. El móvil de Marta Herrero volvió a la cobertura hará una hora y media. La conexión duró segundo y medio y volvió a perderse.

A Galán le dio un vuelco el corazón, presa de una ansiedad que no sentía desde hacía mucho tiempo. ¡Por fin alguna noticia de Marta!

—¿Se puede localizar la señal? —Preguntó.

—Sí, sin problemas, pero nos hemos encontrado con algo extraño a la hora de interpretar el resultado.

—¿Por qué? ¿Qué pasa?

—La señal provino de la Catedral. Del mismo centro del edificio.

Galán se sumergió de cabeza en un mar de confusión.
¿Qué podía estar haciendo Marta en la Catedral? ¿Alguien le habría quitado el teléfono?
En cualquier caso,
¿por qué en la Catedral?
Llevaba años cerrada por obras inacabables.

Galán dudó. No podía moverse de allí, tenía que terminar oficialmente el registro, pero necesitaba que alguien investigara lo del templo principal de la ciudad. ¡Ariosto! Su nombre destelló en la vorágine de pensamientos que galopaban por su mente. Marcó su número y descolgó la familiar voz.

—¡Ariosto! ¡Le necesito con urgencia! ¿Puede dejar lo que esté haciendo?

—Amigo Galán —la voz de Ariosto dejó entrever la contrariedad que aquella pregunta le causaba—. No es que esté precisamente desocupado. Tengo un asunto que resolver en la Catedral. De hecho, estoy en la puerta. ¿Es muy importante?

La respuesta de Ariosto sumió a Galán en una gran perplejidad.
¿En la Catedral?

—Creo que sí —respondió el policía—. Ha habido una nueva señal del móvil de Marta. Ha durado apenas un segundo. La señal provino del centro de la Catedral.

—¿Cómo es posible? —Ariosto no se lo podía creer.

—No lo sé, pero es necesario que eche usted un vistazo —La voz de Galán, al otro lado de la línea, evidenciaba una alarma poco disimulada—. ¿Podrá entrar?

—Pues ahora iba a ver al cura, a ver si me hacía el favor, pero no me vendría mal la ayuda de una placa oficial.

—Le envío a Valido, uno de nuestros hombres. Espérelo en los patos, llegará en diez minutos.

—De acuerdo Galán, allí lo veré. Le mantendré informado.

—Por cierto Ariosto, ¿qué iba a hacer usted en la Catedral?

—¡Oh! No es nada que no pueda dilatarse un poco. Tengo una cita con un tal Francisco María. Pero no se preocupe, estoy seguro de que va a esperarme.

46

El abogado de los Machado llegó diez minutos después, un tanto sofocado. Se le veía irritado por haberlo sacado a aquella hora de la tarde de su casa, fuera de su horario de despacho. Se resarciría cuando presentara su minuta. Las prisas por llegar, unidas a la chaqueta azul marino de entretiempo y una corbata violeta cazada al vuelo, se conjuraron para que la transpiración se hiciera evidente en el cuello de la camisa. Respiraba de forma entrecortada, fatigado por la ascensión del primer tramo de escaleras. Una barriga prominente delataba que no perdía el tiempo a la hora de comer.

Marcos Machado le tendió la orden judicial, que leyó en treinta segundos buscando los párrafos importantes con ojo experto, y ello a pesar de alejar el papel todo lo que podía su brazo. Se había dejado las gafas de presbicia en casa. Galán se unió a ellos, sabedor de que el letrado iba a comenzar a intentar justificar su presencia allí.

—Así que están buscando a una mujer —el abogado hablaba en voz alta, como para sí, sin mirar directamente al policía—. ¿Qué le hace pensar que esté dentro de esta casa?

—Hay varias pistas que confluyen aquí —Galán utilizaba un tono conciliador—. Cabe la posibilidad de que entrara en algún momento de la noche de ayer.

—Entonces nos encontramos con un allanamiento de morada, pero han llegado pronto, mi cliente todavía no ha denunciado nada —le hizo un guiño al policía—. Están aquí por otro motivo ¿No? ¿Tiene algo que ver con los asesinatos de estos días?

—Sólo estamos buscando a una persona desaparecida —respondió Galán, evitando que profundizara—. Acabaremos el registro enseguida y nos marcharemos.

Se oyó un golpe en el techo, seguido del ruido de un cristal haciéndose añicos. Marcos Machado puso los ojos en blanco antes de dirigirse a la escalera del desván. Era evidente que aquella situación le estaba incomodando extraordinariamente. El abogado y el policía lo siguieron.

Al llegar a la primera planta les recibió una voz cascada.

—¡Más cabrones policías! ¡Que el diablo se os lleve a todos!

Galán miró sorprendido a un viejo sentando en una mecedora que les contemplaba con odio en sus pupilas.

—Excusen a mi padre —dijo Machado—. Su cabeza no rige bien.

—¡Fuera de aquí, hijos de puta! —insistió de nuevo el viejo.

—Parece que a su padre no le gustan los policías —dijo Galán.

—Es algo que no puedo evitar —contestó el dueño de la casa.

Un tramo de estrechas escaleras en forma de ele les elevó al último piso de la casa. Se trataba de una estancia diáfana de suelo de madera, en la que se encontraban desperdigados cientos de objetos polvorientos a la débil luz de unos ventanucos ovoides. Morales miró a los recién llegados con cara de no haber roto un plato en su vida.

—Estábamos intentando rodar ese armario cuando se ha desprendido una de sus puertas de cristal, y se rompió al caer al suelo —la justificación no era muy buena, pero parecía convincente—. Lo siento, pensaba que estaban bien colocadas.

—¿Están satisfechos ya o van a seguir rompiendo cosas? —Machado parecía encontrarse al borde de un ataque de nervios.

La habitación ya había sido registrada con minuciosidad. Unos veinte montones de periódicos viejos, conservados en un increíble buen estado, se apilaban a la izquierda. Galán echó un vistazo al primero. Era un grueso mazo de más de doscientos ejemplares del diario
La Prensa
de 1931, atados con cordeles. Calculó el número de periódicos. Aquello constituía una pequeña hemeroteca de la primera mitad del siglo XX. A la derecha, un montón de cajas viejas de cartón formaban una pirámide amorfa. Las cajas, con etiquetas de comienzos del siglo XX, contuvieron en su día un producto farmacéutico desconocido para el policía. Más adelante dos arcones con ropa vieja, que ya habían sido vaciados y vueltos a llenar. Se fijó en la prenda blanca superior que coronaba el montón de ropa
¿Aquello era un corsé de ballenas?

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