Conocía a Valido de vista desde la noche en que ocurrió el segundo asesinato. El policía llegaba a paso ligero. Como todos los de la brigada de homicidios, vestía de paisano. No hubo necesidad de presentaciones.
—Buenas tardes, señor Ariosto —el policía no pasaba la treintena, pero se le veía seguro de sí mismo—. Tengo una duda, ¿sabe usted dónde vive el cura?
—Sí, es muy cerca de aquí, en la calle Bencomo, a un lado de la Catedral.
Cinco minutos más tarde el padre Damián abría la puerta de su domicilio con el pelo ligeramente desordenado. Lo habían sorprendido durmiendo la siesta. Su rostro mostró la extrañeza de ver de nuevo a Ariosto detrás de un policía que le exhibía una placa con un escudo plateado.
—¿Abrir la Catedral? ¿Otra vez? ¿Ahora? —La sorpresa se iba convirtiendo en disgusto.
—Le pido cooperación, padre —se notaba que Valido ya había estado en situaciones como ésta—. Es sólo la comprobación de una incidencia dentro del templo. Creo que es innecesario llamar al juez de guardia para pedir una orden de registro, y tal vez el obispo pueda incomodarse si se le molesta por estas pequeñeces.
—De acuerdo —el cura se rindió más rápido de lo esperado, todavía no se había despertado del todo y no tenía ganas de discutir—, espérenme en cinco minutos en la puerta lateral del templo.
Diez minutos después, Ariosto y Valido se encontraban en el mismo centro de la nave principal de la Catedral. El cura los seguía con la mirada desde la puerta de entrada. Había perdido su potestad de
cicerone
y, como le había aclarado el policía, su labor debía ceñirse únicamente a abrirles la puerta. La claridad se filtraba por los altos ventanales, y un rayo de sol entre las nubes convirtió la atmósfera del recinto en una bruma sedosa, que destacaba con su haz miles de motas de polvo en suspensión.
No había rastro del móvil. Caminaron por separado en las cuatro direcciones, concentrándose en cualquier lugar donde pudiera estar el aparato. Al cabo de otros diez minutos, volvieron al punto de partida.
—Aquí no hay nada —dijo el policía.
—Agente Valido, parece claro que el teléfono no está a la vista, pero ¿No podría ocurrir que estuviera oculto a nuestra mirada? —Valido miró a Ariosto intrigado.
—¿A qué se refiere?
—Si no está a la vista, debe estar o en el techo del edificio o debajo de su pavimento. La tercera posibilidad es que se lo hayan llevado del edificio, pero esa es la última a considerar. ¿Sabe usted que todo el subsuelo está atestado de panteones con tumbas centenarias?
Valido no lo sabía, y quedó sorprendido. La idea no le gustaba demasiado. Estaba seguro que lo siguiente que iba a proponer aquel hombre iba a ser meterse en alguna tumba olvidada.
—No veo ningún acceso al subterráneo —el policía movió la cabeza en derredor.
—Sé donde está —Ariosto sonrió cómplice—. Si me permite, se lo muestro.
El camino hacia la capilla del Cristo de la Columna era corto. Valido ayudó a Ariosto a levantar la losa que daba acceso a su panteón. A lo lejos, el padre Damián se mordía las uñas, luchando consigo mismo por no intervenir. Lo último que se esperaba era ver como el acompañante del policía se desnudaba —¡Válgame Cristo!—, se quedaba en ropa interior, para colocarse, a continuación, un mono azul de fontanero y unas botas negras.
Valido, por su parte, estaba aliviado. El que se iba a meter en la tumba era Ariosto. El tipo venía ya preparado y por lo visto conocía previamente el lugar. Tenía claro que, a menos que fuera estrictamente necesario, no pensaba meterse allí. El carácter de colaborador eventual de la policía que ostentaba Ariosto le permitiría escaquearse de semejante ocurrencia. Rogaba para que no se quedara atascado allá abajo.
—Voy a recorrer los pasillos del panteón hasta donde pueda —Ariosto, para asombro del policía, parecía encantado con la idea de meterse en aquella catacumba—. Necesito comprobar un detalle concreto en una tumba. Si no he vuelto en quince minutos, pida ayuda. No se meta usted, ya que podría haber gases nocivos propios de algunos subterráneos.
Valido estaba dispuesto a cumplir a rajatabla las instrucciones, por supuesto. En dos segundos perdió de vista a Ariosto, engullido por el hueco de la escalera. El reflejo de la linterna se mantuvo unos instantes más antes de que lo engullera la oscuridad.
***
Ariosto hizo dos aspiraciones para tranquilizarse antes de doblar la primera esquina de aquella angosta galería. La seguridad demostrada ante el policía tenía su punto de ficción. La verdad es que estaba tenso. En realidad, muy tenso. Quien dijera que no lo estaba, en aquel siniestro lugar, mentiría. Caminó con cautela, mirando donde pisaba. La sucesión de lápidas era interminable. Había algunas rotas, pero prefirió no desviar la mirada dentro. Debía centrarse en la de la familia Fuensanta. Según recordaba, debía recorrer dos requiebros del pasillo. ¿O eran tres? Se impuso paciencia.
Con el foco halógeno la galería ofrecía cientos de detalles que se le habían pasado por alto aquella mañana. Debió ser complicado pasar ataúdes por aquellos pasillos. Por eso en las esquinas, muchas de ellas desconchadas, aumentaba la anchura. Cuánto daría porque le guiara alguno de aquellos enterradores que, en su época, conocieron aquel laberinto como las palmas de sus manos. Tenía la sospecha de que los panteones de las distintas capillas estaban unidos entre sí, pero no había tiempo de comprobarlo. En la disposición de los enterramientos que Pedro Hernández le había enseñado, las tumbas ocupaban prácticamente todo el subsuelo del templo.
Por fin llegó al nicho de los Fuensanta. La entrada estaba a unos cincuenta centímetros del suelo. Un agujero cuadrado, con un pequeño pasadizo, que desembocaba en una amplia estancia interior. Enfocó la linterna, comprobando que había espacio para entrar. Se metió dentro gateando. Al otro lado había más de treinta, tal vez cuarenta ataúdes desvencijados durmiendo en su propio olvido. Debido a la falta de espacio, muchos estaban colocados encima de otros. La mayoría de los que ocupaban la base estaban reventados por el peso, y dejaban escapar al exterior algún hueso de un brazo o de una pierna.
Ariosto notaba la falta de oxígeno. Sólo con poner un pie en el suelo terroso se había levantado una nube de polvo que le oprimía la garganta. Curiosamente, no había humedad en aquel lugar.
¿Cómo buscar al hijo del tercer marqués? Los féretros no llevaban nombre ni indicaciones. La sola idea de tener que abrir las cajas una a una le revolvió el estómago. Tal vez estuvieran en algún orden lógico.
Se fijó bien. Existía un intervalo en la calidad de los ataúdes. Cada cierto número aparecía uno de una calidad muy superior a la de los demás.
Mayor calidad de caja, mayor calidad de persona
, pensó.
Debían ser los marqueses
. Ariosto recordó que el primer marqués en ser enterrado allí fue el segundo. El apilamiento de cajas debió comenzar en la zona más alejada de la puerta. Se acercó a comprobarlo. Por su perfecto acabado y decoración, el cuarto féretro comenzando a contar desde la esquina contraria debía ser el de ese marqués.
Bien, pensemos que después del marqués moriría su esposa o esposas y algún hijo, dada la gran mortalidad infantil de la época
. Calculó que contando cuatro o cinco cajas más en ese orden daría con la del tercer marqués.
Al final fue la octava. La calidad del ornamento exterior era exquisita, con finos altorrelieves preciosistas en madera de ébano, todo un derroche. Ariosto dedujo que una de las cajas anteriores a la del marqués debía ser la de su hijo. Los ataúdes en aquella zona estaban apilados en columnas de tres. Intentó separar una de las columnas para tener espacio para penetrar. La madera se movió con un crujido. Las cajas pesaban asombrosamente poco para el volumen que ocupaban. La del marqués era la del centro. Apoyó los dedos contra el borde de la tapa del ataúd superior para abrirlo.
No se movió.
Se dio cuenta entonces de que tenía un cierre con gancho. Lo quitó y la tapa se levantó unos milímetros. Para liberar las manos, colocó la linterna sobre la otra columna de ataúdes, enfocando el espacio de trabajo. Echó un vistazo al interior. Un esqueleto polvoriento se reía de él en el fondo de la caja, envuelto en los jirones de un sudario blanco amarillento. Un collar y los zapatos de tacón revelaron que se trataba de una mujer. Ariosto maldijo su mala suerte cerrando la tapa. El féretro que buscaba debía ser el último de abajo.
Desplazó con cuidado la caja de la mujer. La madera al moverse soltó pequeñas astillas que se desperdigaron por el suelo. Luego bajó la del marqués con su barroco decorado. La tercera caja apareció ante él. Se percató de algo inusual. La tapa había sido asegurada con clavos en el momento de su entierro. El cierre, además, tenía una cerradura. Daba la impresión de que alguien se había tomado interés en que nadie abriera el ataúd. Pero la sorpresa del descubrimiento de este detalle quedó superada al comprobar que los clavos habían sido arrancados y la cerradura había sido forzada por sus goznes. Alguien se había tomado más molestias todavía para abrirlo.
Levantó la tapa, aguantando la respiración de modo inconsciente. El esqueleto que se esperaba encontrar no estaba. O mejor dicho, no estaba como lo esperaba encontrar. Todos los huesos, incluida la calavera, aparecían en la base de la caja revueltos, sin orden ni concierto, con trozos podridos de tela y dos suelas de cuero que, con total seguridad, habían pertenecido a las botas de un hombre. Ni rastro de un relicario o de otro objeto similar.
Aquella disposición no era natural. La excepción a todo aquel desorden óseo era el conjunto de huesos que conformaban la columna vertebral, que aparecían unidos hasta la altura del cuello. Sobre una de las vértebras superiores destacaba un trozo de cordón negro, cortado limpiamente en sus dos extremos. El corte se había hecho con unas tijeras o un cuchillo muy afilado, dado que los bordes no estaban deshilachados. Observó el resto de los huesos, buscando alguna pista. Cuatro costillas mostraban una extraña deformación en uno de sus extremos, como si se hubieran derretido. Buscó el esternón, hallándolo con el mismo aspecto. Abrió las bolsas de plástico que llevaba en la mochila, y las llenó con los huesos y el cordón.
Ariosto reflexionó mirando aquel conjunto de huesos. El féretro había sido saqueado mucho tiempo atrás. ¿Buscaría el saqueador la reliquia a propósito, o se llevaría una sorpresa al encontrarla allí? Era imposible saberlo. El hecho es que allí no estaba.
Unos golpes sordos retumbaron en el pasillo exterior. A Ariosto se le encogió el corazón en un instante. Escuchó inmóvil, esperando que se repitieran con todos sus sentidos alerta. Sonaron otra vez. Provenían del pasillo, pero de la dirección contraria a la salida a la superficie. Ariosto se armó de valor y salió al corredor.
Siguió por el pasillo en dirección a los sonidos. Un giro a la izquierda, otro a la derecha. Ya estaba completamente desorientado cuando se topó con un muro de ladrillos sin enlucir. La galería terminaba allí. Golpeó con las manos la pared, tal como oía hacerlo. Dos golpes, un instante, y de nuevo dos golpes. Al cabo de un segundo le devolvieron la señal, dos golpes apagados. Cambió a tres golpes, para asegurarse de la existencia de una comunicación inteligente. Recibió como respuesta tres golpes. Le pareció escuchar un débil grito. Dio a su vez otro. ¡Debía ser Marta! O era ella o se trataba del más aterrador de los fantasmas.
El camino estaba cortado por allí. Debía buscar otra entrada a las galerías. Se dio media vuelta, avanzando tan rápido como podía, y salió por la escalera en apenas dos minutos. Sorprendió a Valido mirando su reloj, inquieto.
—¿Qué tal ha ido? —el policía parecía haberse quitado un gran peso de encima al ver a Ariosto— ¿Ha encontrado lo que buscaba?
—Creo que sí, pero no se llega por aquí. —Le respondió, al tiempo que salía del agujero y sacaba su móvil. Tecleó febrilmente. Descolgaron al segundo timbrazo.
—¡Pedro! ¿Se acuerda de que existiera otra entrada a los panteones de la catedral? —el tono de Ariosto era apremiante. Escuchó unos segundos, colgó el teléfono y se dirigió a paso rápido hacia el altar.
—¡Rápido! —le dijo a Valido— ¡Hay otra entrada dos capillas más allá, debajo del retablo!
El policía salió de su estupor una décima de segundo después, alcanzando a Ariosto en cuatro zancadas.
—¿Qué ocurre? —preguntó a la carrera— ¿Qué está diciendo de otra entrada?
—He escuchado unos golpes allá abajo, y también gritos —a Valido se le erizó el vello de los brazos. Ariosto hablaba como si fuera lo más normal del mundo escuchar golpes y gritos en un cementerio subterráneo—. Me temo que hay una persona viva atrapada bajo la Catedral.
Valido esperó que esa fuera la respuesta. No se atrevió a pensar en otra posibilidad. Que no estuviera vivo quien gritaba quedaba fuera de su imaginación. O así quería entenderlo él.
En la tercera capilla se encontraba, adosado a la pared, un retablo barroco policromado con imágenes de santos y ángeles de vivos colores, rodeados de diversas plantas.
—¡Ayúdeme a desmontar un panel de la base para acceder a su interior! —pidió Ariosto—, aquí, en el lateral.
Ariosto estaba en forma, y Valido hacía pesas dos veces por semana. En pocos segundos desmontaron varios tablones colocados a ras de suelo.
—¡Fíjese! —señaló Ariosto— ¡Ahí está la anilla de la losa! ¡Voy a meterme debajo de la mesa del retablo!
Para el padre Damián aquello excedió los límites de lo tolerable. Aquellos enajenados iban a destrozar el retablo. ¡Un retablo dos veces centenario! Había que acabar con aquella locura de inmediato. Se dirigió con paso firme hacia la capilla.
—¡Ya está! —exclamó Ariosto, triunfante— ¡Levantemos la losa!
Los hombres tiraron de la anilla a la vez, pero ésta no se movió. Lo intentaron de nuevo. Tampoco. A la tercera se elevó ligeramente, lo suficiente para que Ariosto metiera la linterna metálica como cuña. Un chorro de aire fétido y caliente salió por la abertura. Descansaron un segundo y volvieron a la carga, consiguiendo desplazar la losa a un lado. Ariosto tomó la linterna y enfocó a su interior en el mismo momento en que el cura se unía a ellos.
Una silueta gris se movió en la oscuridad, en dirección a la luz. Emergió una cabeza blanquecina con las facciones desdibujadas, en la que destacaban unos ojos intensos, bajo cuyas pestañas se dibujaban ríos oscuros, como si hubiera llorado sangre. La visión fantasmal abrió la boca.