Entonces miré hacia el público y al fondo entre los periodistas y fotógrafos había un padre con su hijo de la mano.
Negué con la cabeza porque mis ojos los había reconocido en la distancia: eran Evaristo García y el pequeño Sebas.
Comenzaron a caminar entre las mesas aunque nadie parecía verlos, solo yo.
Las manos me temblaban.
La boca me temblaba.
Volví a mirar a la mesa donde estaba mi familia y los vi expectantes.
— El Pinmetil es… —dije, pero no podía hablar. Sentía como mi mente se quebraba por segundos.
Miré de nuevo a la niña y la vi que se reía. Alguien parecía haberle contado algo pero a su lado no había nadie.
Mis manos estaban sudorosas y mi cabeza ardiendo.
Evaristo García se había acercado más y ahora podía verlos demacrados sin vida con el rostro entristecido.
Evaristo abrazó a su hijo y negó con la cabeza, parecía estar transmitiéndome un mensaje. Luego comenzó a echar espuma por la boca.
Lluïsa Alsina había subido al escenario pero yo no me había dado cuenta.
— El
Pinmetil
no es bueno, todavía hay que trabajar en él —balbuceé, entonces sentí como mi mente se nublaba y caí al suelo.
La mente es poderosa y cuenta con variedad de herramientas para no permitir que suframos en exceso y en otras ocasiones se comporta como un malvado brujo que intenta sabotearnos sin piedad. Yo sentí que me había quebrado, que algo en mi interior se había roto porque comenzaba a creer en mí, pero era tan distante lo que sentía de lo que veía, y lo que veía de lo que creían los demás, que no pude responder.
Todos los acontecimientos me habían conducido al abismo, al filo. Agarrada de dos cuerdas tensas y fuertes que tiraban de mí desde distintas direcciones. Hasta que me partieron.
Pasé un momento duro, trascendental, sobre el escenario, donde parte de lo que representaba mi vida estaba allí a la espera de que actuara como era debido y correcto y la otra parte de mí que sentía que algo no iba bien. Y defraudé a ambas.
En tus ojos solo vi
mi más honda decepción.
Amanecí días después en la clínica psiquiátrica Sant Jordi, donde me hubiera gustado no volver jamás. La misma clínica que había recordado en sueños donde me internaron de pequeña. Había permanecido sedada hasta que estimaron oportuno. Una vez que entras en un sitio como ese dejas de tener autoridad sobre tu persona, otros deciden y piensan por ti. Aunque pensándolo fríamente, tampoco era muy distinto a la vida que había llevado hasta ese momento, solo que el control había sido más sutil, pero más maligno, ya que no hay nada peor que no saber contra qué o contra quién te estás enfrentando. Ahora mis carceleros tenían rostro y nombre. Y la locura me la reflejaba el resto de residentes con sus gritos, llantos y lamentos diurnos y nocturnos.
No me contaron lo que la prensa escribió sobre la presentación, me imaginé que fue un escándalo, aunque también supuse ayudó a la difusión. Saldría en todos los medios y todo el mundo sabría sobre la existencia del
Pinmetil
.
Mi madre me visitaba a menudo pero Joan en contadas ocasiones, siempre argumentando el exceso de trabajo. Mi padre no fue ningún día a verme aunque no me extrañó, aquella fue la última oportunidad que me había dado para perdonarme así que supuse finalizada nuestra relación. Me dolía haberle defraudado, me dolía haberlos defraudado a todos, pero yo no era alguien al que pudiera domesticarse con facilidad. Mi rebeldía era interior, una rebeldía que era mil veces más fuerte que la de cualquier guerrero que lucha contra un gobernador corrupto. Mi rebeldía era contra mí.
Aquella mañana mi madre entró con una cesta de dulces a mi habitación.
— Te la envía Marta. Me ha dicho que esta semana no podrá venir porque tiene mucho trabajo.
—¡Llévatelos! No los quiero.
—¿Por qué? Son tus bombones preferidos.
— Están envenenados.
La desidia o la desesperación me había soltado la lengua y en ese momento, menos que nunca, me importaba ya guardar las apariencias.
— No digas idioteces, Marta te adora.
— También adora mucho a papá. Lo adora mucho, mucho.
El rostro de mi madre se congestionó. Parecía que había dejado de respirar pero eso no le impidió juzgarme con dureza:
— No puedes dejar de sentir envidia de ella, ¿no es eso?
— Mamá estás ciega, pero creo que es mejor así. Es mejor no ver.
Dejamos el tiempo pasar durante unos minutos, sin mirarnos ni tan siquiera a los ojos.
— Toma, te he traído la revista del mes de la moda de Milán.
Cogí la revista y la lancé al suelo.
—¡Mamá, de qué moda hablas! ¡Estoy encerrada en un manicomio! Tu hija ve los espíritus de los muertos y la gente se convierte en reptil delante de mis ojos y oigo los sentimientos de la gente, escucho su sufrimiento ¿Y tú te preocupas de que no pierda el hilo de las pasarelas? ¿De qué estás hecha, mamá?
— Aquí te pondrás bien, ya lo verás.
— Mamá, no voy a ponerme bien, yo soy así, siempre lo he sido y siempre lo seré ¿Por qué no me aceptas como soy?
— Dentro de un tiempo lo verás todo más claro.
Me reí y sentí impotencia a la vez. Era como hablar con un robot programado para ver lo que quería que el programa viera. Sentí que aunque le hubiera estado explicando cosas coherentes, para ella seguiría habiendo las mismas respuestas. No supe hacerla reaccionar.
— Marta y papá están liados. Los vi con mis propios ojos el día de la presentación. Estaban en su despacho.
Mi madre me miró sin el menor atisbo de reacción o furia o sorpresa por su parte.
— No sabes ya cómo llamar la atención. Mañana vendré otro rato, esta tarde la tengo muy liada. Patricia Sousa me ha invitado a la inauguración de una boutique de su amiga. Estaré muy liada.
—¡Mamá! ¡Escúchame por favor! No me creas, podrás comprobarlo por tí misma. A veces va a buscarla al club de salud por las tardes —le grité desde la cama, pero ella ya había salido.
—¡Mamá créeme! —volví a gritar.
De pronto un recuerdo llegó a mi memoria. Era pequeña y le suplicaba de rodillas a mi madre que me creyera. Ella no me hacía caso y yo lloraba en el suelo. Estaba desesperada y me sentía muy sola. Manteníamos una conversación:
—¡Créeme! La veo, está conmigo.
—¡No digas mentiras! —me gritaba mi madre— ¡No vuelvas a decirlo!
—Está conmigo aquí, a mi lado. ¿No la ves mamá?
Entonces lloré porque nada había cambiado, seguía igual que en mi niñez. La rueda del destino me había vuelto a colocar en el mismo escenario, de nuevo me encontraba sola, sin nadie que creyera en mí, aunque eso ya no era del todo cierto. Pero nada es porque sí, y el Universo, en su infinita sabiduría, quería darme una segunda oportunidad. Una oportunidad para sanarme, para limpiar todo lo oscuro que había en mi vida. Aunque para ello tuviera que arrancar de cuajo todo lo podrido que me rodeaba. La podredumbre que apestaba a rancio dolor y al asfixiante perfume de la mentira.
Cómo puedes ver la verdad
si solo miras con dos ojos.
Tenía que reunirme con el equipo médico del centro dos veces por semana; los lunes y los miércoles. El equipo estaba formado por el jefe de diagnóstico, Agustín Vidal, la doctora Mercé Utrera, una mujer de marcadas bolsas bajo los ojos, y de dos jovencísimos internos, quizá recién licenciados o todavía becarios, no lo llegué a saber.
Nos reuníamos en una sala que pretendía ser acogedora; tenía algo de familiar por la decoración más casual que el resto de la clínica. Los sofás eran de tela estampada en flores de diseño moderno en negro y blanco y la mesa central de cristal con patas de metal. De las paredes colgaban cuadros de paisajes campestres de suaves colores y una larga cristalera sin cortinas permitía que la luz del sol entrara a raudales.
Me había quedado por un instante, ensimismada, mirando el reflejo de mi rostro en el cristal de la ventana. Me veía cansada, el rostro demacrado, ojeras parduscas y el pelo encrespado por la humedad. Dos dedos de pelo oscuro ya asomaban desde la raíz de mi cabello.
Solté un largo suspiro, me veía fea, sin gracia, sin forma en mi rostro, sin fuerza en mis ojos, apagada, sin vida.
— Entonces dice que un hombre que murió en la empresa de su familia se le está apareciendo desde hace tiempo— releyó la doctora Utrera del cuaderno que tenía sobre sus rodillas —. ¿Ese hombre, le dice que haga algo en contra de su familia?
—¡No! Miguel no me dice nada. Solo sugiere, me habla en sueños.
—¿No le dijo que se suicidara el día que tuvo el accidente?
— No, todavía estaba vivo cuando pasó.
Los demás tomaban notas en sus cuadernos mientras hablaba.
—¿Quién le dijo que debía suicidarse?
—¡Nadie! Jamás quise quitarme la vida. Yo solo estaba asustada, pensé que me perseguían para hacerme daño.
—¿Los reptiles, verdad?— preguntó el doctor Vidal.
— Sí, eran reptiles, mi padre y mi marido se habían vuelto como lagartos.
Sus preguntas eran mecánicas y mis respuestas, cortas, breves, sin emoción.
—¿Cada cuánto aparecen como lagartos?
— No sé… a veces… depende.
—¿Por qué crees que tu mente los relaciona con los reptiles?
— Es como si tuvieran una doble personalidad. Ocultan algo macabro en su interior, yo puedo percibirlo y quizá mi mente los muestra así para advertirme.
—¿De su maldad? ¿Realmente crees que son tan perversos? ¿Qué te han hecho?
— No sé.
— Sandra, ¿cómo son tus relaciones sexuales?
Me sorprendió la pregunta.
—¿Cómo dice?
—¿Cómo han sido tus relaciones sexuales con los hombres?
— Bien, como todo el mundo.
— No Sandra, como todo el mundo no, estás guardando un conflicto en tu interior con los hombres que ves representados como algo repulsivo porque no has sabido enfrentarte a tus deseos e impulsos sexuales.
No entendía hacia dónde quería llevarme el doctor con sus preguntas que cada vez me hacían sentir más incómoda.
— Las niñas tienen un deseo de ser aceptadas y reconocidas por sus padres. Sus padres son el prototipo deseado por ellas, e inconscientemente luchan por tener su cariño y atención. Tú tuviste que competir con tu madre y con tu hermana mayor por el amor de él y no te sentiste suficientemente querida. No querías compartirlo. Esto ha creado un odio oculto hacia la figura del hombre en tu vida y te ha creado este desequilibrio emocional que pretendiste recuperar al casarte. Pero volvió a repetirse cuando tu marido atendía más a su trabajo que a ti y te has vengado de él al suicidarte y matar al fruto de ambos. Sandra, el odio que acumulas en tu interior te está haciendo la vida imposible y destruirás toda oportunidad de ser feliz. Tú misma estás saboteando tu alegría. Reconoce que los odias porque nunca te han podido amar como tú querías y necesitabas. Tus expectativas eran demasiado altas para que las cumplieran ellos ni nadie. No es posible. Ellos no son el problema, el problema está en tu cabeza y las percepciones erróneas que se grabaron en tu mente infantil.
—¿Qué piensas, Sandra? —me preguntó la doctora Utrera.
— Sé que ellos quieren lo mejor para mí. Pero quieren otra persona que no soy yo. Yo nunca seré lo suficientemente buena para ellos.
— Deja de exigirte la perfección. Lo único que debes hacer es luchar contra esos fantasmas que te acechan que no son más que los recuerdos del inconsciente. Debes eliminarlos y dejar de creer que son reales, porque no lo son. Son producto de tu mente.
— Pero no puedo hacerlo, ellos vienen cuando menos lo espero, ¿cómo voy a hacer que desaparezcan?
— El tratamiento que estamos haciendo permitirá que descanses más y estés más tranquila.
— No me gusta, me hace estar como atontada, me siento más débil. Me cuesta pensar.
— De eso se trata Sandra, de darle paz a tu mente, para que se vaya recuperando.
— Ten paciencia y verás los resultados.
—¡Quiero irme ya! No quiero estar más aquí.
— Bueno, eso de momento no puede ser. Ahora mismo eres un peligro para la sociedad.
—¡Yo no le he hecho nada malo a nadie!
— Eso no es cierto y lo sabes. Hay muchas probabilidades de que lo hagas y no podemos permitirlo.
—¿Cuánto tiempo tendré que estar aquí?
— El tiempo que sea necesario.
La tristeza se apoderó de mi ser con su manto oscuro y opaco, envolviéndome, dejándome sumida en la desesperación. Yo había creído que estaría allí por unos días pero mi familia había dado órdenes y pensé que quizá hasta me habían incapacitado legalmente para tomar el mando. Pero ahora lo veía claro, ellos se estaban deshaciendo de mí. Ya no les era útil, ahora era un estorbo molesto y una deshonra. Allí podrían tenerme de por vida y nadie jamás volvería a preguntar por mí, mientras ellos seguían con sus glamurosas y perfectas vidas. Ya tenían a Aurora y tres nietos que seguirían sus pasos. Yo ya no era necesaria.
Todos los días después de comer me quedaba en el salón. Era amplio, soleado y muy confortable. No era de extrañar, ya que era una clínica privada para gente adinerada. Allí nos apilaban a las ovejas negras de las familias, a los raros, a los inadaptados. Para ocultarnos de la sociedad a la cual no conseguían someternos.
Había chicos y chicas muy jóvenes ingresados. Se juntaban en grupos y seguían comportándose como si estuvieran todavía en el patio del instituto. Había escuchado sus historias de delitos, drogas y sexo precoz de boca de la señora Brustenga, una interna veterana que hacía de madre de todos. “la Columpio” que así la llamaban los internos por su destartalada manera de caminar, había adquirido ese papel por decisión propia, parecía feliz con su rol y con su familia de perturbados. Los celadores ya conocían sus dotes y le asignaban la tarea de integrar a los nuevos, por su propia comodidad.
Conocía y juzgaba la vida de todos los internos menos la suya propia. Cuando le preguntaba, cambiaba de conversación o se marchaba para hablar con otro residente. No me importaba su vida, por eso cuando quería dejar de oírla solo tenía que preguntarle:
—¿Y tu porqué estás aquí?
Entonces se removía de su asiento y ponía cara de misterio. Luego decía:
—Hay cosas que es mejor no saber. Es por tu bien. Yo no estoy loca, pero tengo que hacerme la loca para seguir viva. No puedo decirte nada más, me están escuchando. —Después señalaba con el dedo hacia el techo—. Las paredes oyen. Nos vigilan.