—Sí, me estoy preparando bien —fue lo único que se me ocurrió decir, bajo la presión del zapato de tacón de mi madre, al ver que no respondía con la suficiente rapidez.
—Más te vale, estaremos todos pendientes de ti —dijo mi cuñado con una amplia sonrisa que noté un tanto burlona.
—Lo va a hacer muy bien —intervino mi tía Eugenia—, y todos estaremos muy orgullosos de ti.
Observé fugazmente los rostros de mis padres y me tranquilizó verlos sonreír. Me sentí feliz, aunque fueron solo unos segundos pero pude apreciar lo que debía sentir Aurora.
Por fin iba a ser el centro de atención en mi familia para algo positivo. Aunque me ponía muy nerviosa la expectación que generaba el evento, sentía que tenía una oportunidad para que se sintieran orgullosos y resarcir la mala imagen que tenían de mí el mundo que me envolvía.
Aproveché la mañana del día de San Esteban para ir al bosque. Me había quedado de nuevo sola con Rosco mientras parte de la familia estaba esquiando y la otra parte en Lleida de compras. Me había tenido que hacer la enferma para poder quedarme y no levantar sospechas, cosa bien creíble para todos.
Me llevé una linterna, una cuerda y una navaja, como había visto en las películas, y comencé a caminar por el sendero que conducía al bosque junto a Rosco que llevaba otro ridículo abrigo impermeable para perros, de rayas blancas y azules.
Tardé tres cuartos de hora en localizar la trampilla. Pero de nuevo, gracias al magnífico olfato de Rosco la encontré. Todavía estaba la palanca dentro del agujero del árbol como la había dejado hacía dos días.
No tardé ni dos minutos en tener la trampilla abierta, enfoqué con la linterna y pude ver con claridad el peldaño a un metro de profundidad.
Deslié la cuerda que había traído y la até al mismo árbol donde guardaban la palanca. Aunque hubiera podido saltar me sentía segura teniéndola allí.
Tenía el corazón agitado, recuerdo la adrenalina que sentía al bajar por la cuerda, el olor sofocante a humedad.
Me temblaban las piernas y pensé que si hubiera sido más profundo mis brazos no hubieran soportado mi peso ni un metro más.
Me relajé al sentir que mis pies tocaban tierra firme.
Rosco ladraba desde arriba nervioso, en aquel momento no supe que hacer, temía que si lo bajaba pudiera extraviarse o caerse por algún agujero y dudé también dejarlo en el bosque por si no volvía.
Estuve unos segundos inmovilizada por la incertidumbre, aunque reconozco que no era por Rosco, dudaba de mi presencia allí, bajo la tierra, en un túnel oscuro y estrecho, porque ni siquiera me había atrevido a enfocar con la linterna más allá del suelo.
Comencé a temblar, por mi mente transcurrían imágenes, escenas macabras de películas de terror.
No era capaz de enfocar y la mano me temblaba.
Rosco seguía ladrando.
En un momento me di la vuelta y agarré la cuerda para volver a subir.
—Eres una cobarde —me decía—; jamás cambiarás.
Tras unos segundos de duda me armé de valor, tomé la linterna, me giré y enfoqué hacia la oscuridad que me precedía.
El túnel era estrecho pero lo suficientemente ancho y alto para que pasara una persona de estatura y peso normal, estaba hecho de ladrillos macizos y era muy profundo. Las paredes rezumaban humedad y a lo lejos se oía el sonido de una gota de agua caer.
Caminé titubeante, enfocando a lado y lado, cuidando cada paso que daba. El aire era rancio pero fresco. De vez en cuando miraba hacia atrás. Ver la luz que venía de la trampilla me daba confianza. Caminé durante diez minutos que se me antojaron eternos, quizá porque ya caminaba más despacio por culpa del peso de la duda y el miedo. Ya casi no veía la luz de la trampilla a mi espalda, avancé unos metros más y me quedé solo con la luz de la linterna que llevaba en mi mano temblorosa.
El túnel no parecía llevarme a ningún sitio, se dirigía hacia una sola dirección. Cavilé con tristeza que debía ser una antigua alcantarilla. Mis ilusiones de encontrar un tesoro de la guerra civil se iban desvaneciendo a cada metro que caminaba.
Me apoyé unos segundos en la pared y enfoqué de nuevo hacia el fondo del túnel, aprecié que llegaba al final. Caminé más aprisa y entonces cuando estaba a punto de llegar al final, el túnel se bifurcó en dos direcciones completamente opuestas, una hacia la derecha y otra hacia la izquierda.
—¡Oh no! Esto se pone feo —murmuré.
Enfoqué la linterna hacia ambos túneles, primero hacia uno, luego hacia el otro. Busqué por las paredes alguna señal o cartel que me indicara una referencia pero no veía nada.
Estuve minutos allí parada en medio de las dos opciones sin poder tomar ninguna decisión. Temía perderme para siempre por equivocarme de dirección. Imaginé que si iba hacia la derecha luego abría otra bifurcación y luego otra y así hasta el infinito y jamás podría volver y me quedaría allí atrapada de por vida.
Imaginaba que, luego después de decenas de años, unos obreros encontraban mi esqueleto apoyado en una pared con mi linterna oxidada en el suelo y entonces se rascarían la cabeza y se preguntarían quién diantres había sido yo y que hacía allí.
Empezó a dolerme el estómago, seguramente por el miedo, entonces decidí darme la vuelta y caminar por donde había venido.
Después de dar unos cuantos pasos hacia la salida un sonido a mi espalda me detuvo.
Me giré poco a poco y enfoqué primero hacia el suelo, luego levanté lentamente el foco de luz hacia la pared y de pronto vi como algo corría hacia el túnel de la izquierda.
Solté un grito. El corazón comenzó a latirme con fuerza.
Aunque estaba aterrada enfoqué de nuevo pero no había nada.
—Estoy aquí —dijo una voz infantil.
Las piernas me temblaban como tallos de mimbre, me había quedado paralizada, pegada al suelo.
Se oyó a lo lejos una tenue risa infantil.
—Ven conmigo —dijo la misma voz.
Detecté que la voz venía del túnel de la izquierda, pero yo estaba aterrada para moverme. De nuevo escuché una risa de niño, pero esta vez más alto y claro.
—¿Aina? —Pregunté— ¿Eres tú?
Caminé impulsada por el pánico, aunque tenía miedo aun sentía más miedo de que Aina pudiera estar atrapada en el túnel.
Seguía oyendo sus risas, y caminaba deprisa, cada vez más deprisa guiada por su angelical voz. El miedo había desaparecido y ahora solo tenía una meta en mi mente, encontrarla y llevarla a salvo a casa.
Después de un tiempo incierto de caminar entré en una sala grande de unos veinte metros cuadrados.
Entonces de golpe dejé de oír su voz.
—¿Aina dónde estás? Soy Sandra, soy tu tía.
Alumbré tramo a tramo la pared buscándola, pero a nadie vi, la estancia estaba vacía, no habían tesoros, ni esqueletos, ni tumbas de la guerra, ni siquiera cables, ni tuberías de agua. El túnel no parecía tener ningún propósito. Me sentía desconcertada y muy estúpida. No pude evitar que las lágrimas inundaran mis ojos, me había dejado llevar por un impulso infantil de llamar la atención y ahora tenía que volver con las manos vacías y jamás podría decirle a nadie que había estado allí.
—¿Qué estás haciendo Sandra?, me pregunté apoyada en la pared con la luz de la linterna alumbrando el suelo y envuelta en oscuridad.
Derrotadas mis ilusiones, decidí volver.
Me sequé las lágrimas con el puño de mi anorak. Pero de pronto algo que brillaba en el suelo captó mi atención. Me agaché y revolví con los dedos entre la tierra y tiré para desenterrarlo. Era una cadena larga, luego tiré más y apareció un trozo de tela del tamaño de mi mano. Lo sacudí y acerqué el foco de luz, observé que no era un trozo de tela sino un monedero de lentejuelas azules con una cadena muy larga que estaba partida.
Lo sacudí con delicadeza, pero las lentejuelas iban desprendiéndose con el ligero roce de mi mano. Era evidente que debía de llevar muchos años allí y lo que más me desconcertó es que parecía un bolso de juguete, para una niña.
Sentí escalofríos subir por mis brazos. Enfoqué el suelo y comencé a revolver entre la tierra con la esperanza de encontrar algo más que me explicara qué hacía aquello allí pero no vi nada, solo un reguero de cera. Gotas de cera de color oscuro que se dirigían hacia la pared.
Me incorporé del suelo y seguí el rastro.
Enfoqué con la linterna y palpé con las manos, pero la pared era uniforme en toda su superficie, no parecía posible que hubiera ninguna puerta, no tenía sentido.
Entonces en un impulso inconsciente enfoqué el haz de luz de la linterna hacia el techo y lo que vi me dejó impresionada: había un símbolo dibujado con pintura roja. Era parecido al símbolo del caduceo. Dos dragones alados: uno rojo y otro blanco que entrelazaban su cola a un bastón que terminaba en una esfera. En medio de ambos dragones había una cruz de malta, pintada también en rojo.
Me pregunté quién lo había dibujado y porqué. Pero también me pregunté, qué función podía tener el túnel y porqué se habían molestado en construirlo, solo para llegar hasta una sala cuadrada, vacía, oscura y sin ventilación.
Cuando salí a la superficie de nuevo, agradecí el aire frío en mi rostro y el olor a musgo y tierra mojada. Rosco me había esperado cerca de la trampilla y se alegró de verme, pero no tanto como yo a él.
Una vez arriba bajé la tapa de hierro y al soltarla retumbó el sonido metálico en el bosque ahuyentando a las aves que debían descansar plácidas en ramas y nidos.
Pensé que había sido una estupidez bajar, que me había puesto en peligro para nada, me sentí ridícula.
Ahora es más fácil ver el conjunto de sucesos unidos entre sí desde mi perspectiva y me duele lo duramente que me juzgaba. Me hubiera gustado enviarme notas desde el futuro para darme ánimos, para decirme:
Continúa estás cerca. No desesperes, cree en ti.
Pero eso no es posible… ¿o sí?
Agradecí el baño caliente que me había preparado la doncella de mis padres. Tuve que soportar su mirada de soslayo cuando se llevaba la ropa y luego le di la razón al mirarme al espejo del armario y ver mi pelo lleno de telas de araña y los churretes de mi cara. Sentí alivio de que todavía no hubiera venido mi familia para verme de tamaña guisa.
Después del baño me puse un chándal gris y negro y bajé al salón, tomé una revista de decoración y comencé a ojearla. No esperaba a nadie hasta pasadas unas horas pero el timbre de la puerta sonó.
Esperé que el mayordomo abriera, pero después de unos minutos el timbre volvió a sonar.
Lancé un suspiro de fastidio, me levanté, caminé hasta el hall y abrí, pero para mi sorpresa no había nadie. Caminé unos pasos por el porche de la entrada pero allí tampoco veía nada. Pero entonces, cuando estaba a punto de cerrar la puerta, al fondo del jardín donde empezaban los árboles del bosque, vi una niña.
Estaba muy lejos para identificar su rostro pero temí que fuera Aina.
—¡Aina ven! —le grité.
La niña se adentró en el bosque.
—¡Aina, detente! —grité mientras corría a través del jardín.
Estaba cegada por la visión de Aina y no me detuve hasta que escuché el sonido de un claxon a mi espalda: era el todoterreno de mi hermana.
Corrí hacia ella y le dije angustiada:
—¡Aurora, Aina está en el bosque! La he visto correr hacia adentro.
No puedo expresar con palabras el rostro que se le formó a mi hermana cuando le hablé pero sí percibí que sentía pena.
—Sandra tranquila, está aquí conmigo.
—Yo… la he visto… ha picado la puerta y…
Aurora abrió la puerta de su automóvil y me mostró a sus tres hijos todavía atados con el cinturón de seguridad en sus sillas. Me miraron desconcertados aunque no tanto como yo misma lo estaba en ese momento. Estaba segura de lo que había visto pero desde luego también estaba segura de lo que me mostraban mis ojos en ese momento y me sentí confusa.
—Hay una niña en el bosque —afirmé—. La he visto y antes de ayer también la vi en el bosque.
—¿A qué juegas? ¿Acaso quieres asustar a mis hijos?
—¡No! Yo jamás haría eso, créeme.
Aurora me lanzó una fría mirada.
—Haz el favor de meterte en casa. No hay ninguna niña —me dijo cuando vio que quería ir hacia el bosque para buscarla.
No hay ninguna niña
, retumbaba en mi cabeza una y otra vez. Pero yo la había visto, y si no era Aina, era una niña que se le parecía mucho. Intentaba convencerme de que tenía razón pero ahí estaba Aina sentada junto a los demás niños jugando tranquilamente bajo el árbol de Navidad en el salón. Y en ese instante deduje que si no era una niña de carne y hueso era un espíritu, como Miguel Garrido y Evaristo García. Un espíritu que no descansaba en paz.
Maldije el día que tuve el accidente, maldije porque no morí en él, porque había vuelto de entre los muertos para ahora poder verlos también a ellos y no me iban a dejar vivir en paz.
Durante el almuerzo noté las miradas de reojo de mi hermana, parecía estar observando todos mis movimientos. Me hacía sentir incómoda, me levanté y me senté en el salón cerca de la chimenea en la que ardían varios troncos de encina.
Vi desde allí como Aurora hablaba con mi madre y me miraban. Yo sabía de qué hablaban, pero no me gustó el gesto en el rostro de mi madre: negó varias veces con la cabeza y soltó un largo suspiro. Parecía preocupada. En aquellos momentos odié a Aurora por no confiar en mí.
Al cabo del rato apareció mi madre con un vaso de café con leche y me lo ofreció.
—Sandra, tómatelo, te sentará bien.
Lo tomé aunque tenía un sabor amargo y áspero.
Me desperté por el sonido de una pistola de juguete que sonaba en el pasillo. Mis sobrinos y dos niños más entraron en la habitación y comenzaron a corretear y gritar. Saltaron por encima de mi cama y luego se marcharon hacia otra habitación.
Miré desconcertada el reloj que marcaba las doce y doce del mediodía y la fecha: veintiocho de diciembre. Me incorporé de golpe de la cama. Había estado durmiendo desde el día anterior después de comer.
Pensé cómo había llegado hasta allí, no recordaba nada. Ni siquiera recordaba haber escuchado a Joan durante la noche. Porque nosotros ya no dormíamos en la misma habitación desde el día que me pegó, pero en casa de mis padres no había otra salida, había que fingir.
Bajé al salón, mi tía y mi abuela hacían encaje de bolillos cerca de la ventana mientras mi madre veía una revista de decoración.