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Authors: Inma Sharii

Tags: #Intriga, #Drama

Irania (18 page)

BOOK: Irania
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—¿Está tomando lo que le receté? —me preguntó como siempre me preguntaba cada vez que iba. Sentía que no confiaba en mí, como si todo lo que le fuera a contar luego iba a utilizarlo en mi contra de algún modo.

—Sí, todos los días.

—Me está mintiendo, Sandra, es imposible que con esta medicación tenga paranoias.

Me sorprendió el comentario.

—Sí, su marido me lo ha contado. El gesto se me torció.

—No le juzgue, lo hace por su bien. Está muy preocupado.

—Le juro que sí, que me las estoy tomando.

Asintió con la cabeza, parecía estar dándome la razón como a un loco, como si no quisiera discutir conmigo. No le importaba ni creía en lo que le estaba diciendo.

—¿Volvió a ver reptiles?

—No. Escuché ruidos tras la puerta y me entró el pánico.

—¿Y no pensó ni por un solo segundo en que era su marido que venía de trabajar?

—No me parecieron pisadas de persona, era algo más pesado.

—No, Sandra, su mente tergiversa la realidad y la moldea a su antojo, y le hace creer en cosas que no existen. ¿Qué estaba haciendo antes de que le diera el ataque?

—Estuve viendo unos dibujos de un niño que pintaba muy bien, pero luego algo debió de pasarle porque el final de su cuaderno de arte era horrible, había pintado escenas macabras de muertes, asesinatos, monstruos que le sacaban las entrañas.

—¿Ve, Sandra? —me dijo en un tono de voz complaciente, como si hubiera encontrado el remedio a todos mis males—. No puede ver nada de terror porque luego lo lleva a la realidad. Le prohibí expresamente libros, películas y cualquier contenido que tuviera que ver con vampiros, terror, fantasmas y cosas similares.

Me froté varias veces la frente y negué repetidas veces con la cabeza.

—Era el cuaderno de un niño. Yo no sabía qué iba a encontrar.

El doctor movió algunos papeles de su mesa, abrió un dosier y sacó un folio. Lo leyó y luego me dijo:

—Ha salido un nuevo tratamiento. Es muy efectivo para esquizofrenias como la suya. Pero para que sea eficaz en breve tiempo, debe estar en supervisión constante. Voy a hablar con sus padres al respecto y ya le diremos algo.

Aquella frase ardió en mi pecho. De repente las enseñanzas de Kahul en el taller se activaron en mi interior:

—No, usted tiene que hablar conmigo. Soy mayor de edad y que yo sepa no estoy impedida legalmente. Sea lo que sea que quiera hacer tendrá que ser con mi consentimiento. Mis padres ya no pintan nada.

Me levanté y lo dejé sin capacidad de reacción.

Salí sonriendo del despacho y aunque el corazón me latía con fuerza me sentía feliz de haber tomado por primera vez las riendas de mi vida.

Había accedido a regañadientes a ir al
Inanna centre
aquella mañana con Marta. Yo sabía que mi madre y ella hablaban muy a menudo sobre mí y mi estado emocional. Cuando mi madre quería que yo hiciera algo se lo decía a mi cuñada, que conseguía siempre convencerme con su sutil perspicacia.

Ahora frente al espejo del salón de belleza miraba mi horrible aspecto con el tinte que escocía mi cuero cabelludo. Le había pedido un peine a la peluquera y de vez en cuando me rascaba con él para aliviar el escozor que producía la química del producto decolorante.

Marta estaba sentada en el sillón a mi lado derecho, mientras una chica de origen ruso le hacía la pedicura. Llevaba rato hablándome:

—No sabes las ganas que tenía de cambiar de color de pelo. ¿Te fijaste con qué descaro me copió el peinado la lagarta de Sonia? ¡La muy estúpida! No le favorece nada con el tono tan cetrino de piel que tiene. Ya es la segunda vez que lo hace. ¿Acaso no tiene personalidad propia? Y ni que decir que me espía. ¡Lo hace adrede! El otro día le preguntó a Lidia si sabía de qué diseñador era mi abrigo. ¡Psh! —exclamó acompañando la descripción con un gesto de repulsión en su rostro— Menos mal que tuve la idea de arrancarle la etiqueta, ¡para que se jodan las fisgonas del vestuario! No estuve pateando todo el
Bread & Butter
para que esa petarda lleve uno igual. Tengo ganas de que llegue la presentación, me he comprado un vestido de infarto —añadió cambiando de tema como si lo llevara latente en su mente desde que me había visto— Cuando mi hermano me dijo que ibas a hablar durante la exposición, ¡no me lo podía creer! No es que piense que no puedas hacerlo pero se me hace muy raro. No es por ponerte más nerviosa pero creo que vendrá más gente de lo habitual.

El estómago se me retorció solo de pensarlo, porque yo sabía que su intuición era certera.

—No entiendo qué tripa se le ha roto a tu padre para ponerte en semejante situación. Ya sabe que no eres mujer de mucha conversación.

—Quiere ir delegando responsabilidad sobre mí.

No puedo describir con exactitud la expresión que vi en el rostro de Marta a través del espejo, quizá una mezcla de incredulidad y complacencia.

—Sí, eso debe ser. Bueno, pero igualmente, imagínate la cantidad de prensa y radio que vendrán y también las fotos de la prensa social. Por eso he pensado que llevar un vestido de
Marchelo Bertu
será acierto seguro.

Mientras esperaba a que el decolorante hiciera efecto en las raíces de mi oscuro cabello le pedí a la peluquera que me diera algo para leer.

Se acercó con un carro bien provisto y variado de revistas de todo tipo. Cogí el periódico local y comencé a leer, aunque Marta seguía hablando del vestido y de unas joyas a juego que había comprado sin importarle lo más mínimo que yo la escuchara o no.

Pasé las páginas con rapidez leyendo los titulares por encima. Todavía no había podido borrar de mi mente el rostro de Evaristo García, me estremecía solo pensarlo. Y como si mis ojos supieran dónde buscar, me dirigí hasta un pequeño recuadro con una breve nota que hablaba sobre él.

Sentí un intenso escalofrío al leer el titular:
Vecino encuentra el cadáver de un hombre en su apartamento, Evaristo G. natural de Palencia, de treinta y dos años de edad. La hipótesis de la policía de Badalona es el suicidio por envenenamiento.

Conjeturaban los testimonios de vecinos que el hombre no habría podido superar la muerte de su único hijo.

Se me antojó extraño leer la noticia cuando lo había presenciado en primera persona.

Aunque lo leí un par de veces seguía sintiendo una inquietud en mi interior. No terminaba de creerme que hubiera decidido quitarse la vida. Lo había visto solo una vez en el aparcamiento de la clínica y reconocí que estaba muy nervioso, quizá con un punto de desequilibrio. Pero… ¿quién podía mantenerse totalmente cuerdo después de perder a un hijo?

Yo lo excusaba, sabía que aunque era tentador el suicidio, más fuerte y más intensa habrían sido las ganas de continuar vivo para esclarecer las dudas. La venganza debería haberlo alimentado durante toda una vida
¿Por qué justo en aquel momento decidió dejarlo todo?
, me pregunté. Había algo que no encajaba.

Y como si mis pensamientos cobraran forma, de repente lo vi. Detrás de mí, en el espejo de la peluquería. Sus ojos me helaron la sangre.

—Evaristo —susurré.

La imagen de Evaristo, demacrada, inerte, me miraba fijamente.

—¿Con quién hablas? —me preguntó Marta a la vez que giraba el sillón hacia atrás buscando a mi interlocutor.

Al sentir el sonido de su voz la miré. Ella me devolvió un gesto incrédulo. Luego volví a mirar a través del espejo pero ya no estaba. Evaristo se había esfumado.

La visión del fantasma de Evaristo García pululando en mi mente hizo que estuviera evadida durante la clase de yoga de la tarde. Kahul debió notarlo porque sentí su mirada varias veces clavada sobre mí cuando permanecía demasiado rato en una postura que hacía segundos debía haber cambiado.

—Estar concentrado en el ejercicio que estamos realizando es lo más importante del yoga, aparte de la respiración. Sentir el estiramiento del músculo es vital para conseguir un buen trabajo. Estar aquí y ahora… disfrutar de tu propio cuerpo… experimentar… sentirse vivo… es lo que aporta paz y felicidad al alma.

Luego me miró y levantó una ceja.

Noté que el rubor subía a mis mejillas. Aquella frase llena de sabiduría la había provocado yo y mi falta de concentración.

Cuando terminó la clase de yoga me marché sola del
Inanna
spa
centre
. Eché de menos la compañía de mi cuñada, estaba casi oscureciendo y tenía miedo. Me dijo que iba a hacerse una limpieza de cutis y una mascarilla a base de oro. Estaba obsesionada con la belleza, pasaba más tiempo en el centro que en su propia casa.

Marta trabajaba unas horas como asesora de imagen en una empresa de publicidad; un trabajo que había conseguido gracias a uno de tantos contactos, y su don de gentes. Supuse que debían pagarle muy bien por lo que hacía, porque me parecía bochornoso lo que llegaba a gastarse cada mes en tratamientos de belleza.

Esperé en recepción a que salieran unos hombres que llevaban unas bolsas de deporte en las manos para salir también. El hecho de caminar unos pasos detrás de ellos me hacía sentir segura.

Salí del aparcamiento al aire libre que tenía el club para los socios y conduje durante unos metros, hasta que en un semáforo me di cuenta que me había dejado el porta documentos en el vestuario.

—¡Serás tonta! —exclamé.

Giré la manzana y me lamenté largamente del tráfico de las seis de la tarde. Había tardado diez minutos en recorrer dos manzanas de distancia. Cuando faltaban unos escasos metros para entrar en el parking, detuve el coche. Lo que vi me dejó perpleja: Marta estaba en la puerta principal del vestíbulo, un coche negro con cristales oscuros se detuvo frente a ella y luego se subió.

Me quedé inmóvil, ella no pareció percatarse de mi presencia y cuando pasaron frente a mi vehículo mi reacción fue agacharme debajo del volante.

No sé porque lo hice, fue instintivo. No entendí porqué me había engañado Marta, pero no le di más importancia.

Después de recoger el porta documentos, volví a esperar unos minutos en el vestíbulo con la esperanza de que algún socio saliera también hacia el aparcamiento.

—¿Esperas a alguien? —escuché tras de mí.

Me giré y vi a Kahul. Estaba recién duchado, llevaba el pelo ligeramente húmedo. Cuando se acercó a mí noté un agradable aroma a jabón. No pude evitar pensar que estaba muy guapo con el pelo suelto que le llegaba un poco más arriba de los hombros.

—Esperaba a mi cuñada, pero está tardando demasiado y tengo algo de prisa. Ya me marcho —mentí.

—Te he notado un poco distraída hoy. ¿Estás bien?

En vez de alegrarme por su pregunta me sentí molesta de que se hubiera fijado en mi distracción, pero disimulé como había aprendido desde niña.

—Sí, estoy bien, gracias —le dije.

Caminamos juntos durante unos metros por el camino que conducía al exterior del recinto, hasta que me di cuenta que caminaba en la dirección contraria de donde tenía el coche estacionado.

Me sentí estúpida por haberme dejado guiar por sus pasos sin ni siquiera pensar por un segundo que estaba equivocada, aunque en el fondo no fuera así.

—Tengo el coche allí —dije señalando con mi brazo hacia el aparcamiento. Miré y lo vi más oscuro que nunca, y mi coche más lejos y solitario o eso me pareció.

—¿Quieres que te acerque a algún sitio? —se me ocurrió decir.

—Tranquila Sandra, cojo el autobús aquí mismo.

Debió percibir el miedo de mi semblante cuando asentí resignada a que se marchara porque caminó solo unos pasos y luego se giró.

—Vale, pero vivo bastante lejos —me contestó.

Sonreí de alivio.

Si vivía lejos no lo noté, el trayecto se me hizo muy corto. Aunque yo era muy tímida y Kahul silencioso, no me sentí incómoda en ningún momento. Los instantes de silencio estaban llenos de paz, como si nos conociéramos de siempre. Fue una sensación que perduró conmigo todo el tiempo que estuve a su lado.

—Gracias por traerme, espero sepas volver.

—Sí, por supuesto. Este chisme es mi salvación —dije señalando con el dedo el navegador satélite del salpicadero.

Kahul abrió la puerta, luego se detuvo unos segundos antes de salir y me dijo:

—Aquí mismo sirven un té a la menta delicioso ¿Te apetece probarlo?

El corazón se me aceleró.

¿Por qué no?
, me dije a mí misma.

El barrio donde residía Kahul era humilde, pero muy tranquilo y limpio. Un lugar donde la gente conocía a sus vecinos y se saludaban al cruzarse por la calle.

Caminamos unos escasos metros hasta la puerta de un local. Sentados sobre el bordillo del negocio había varios niños y niñas marroquíes jugando con unos cromos de personajes de dibujos animados. Cuando vieron a mi profesor de yoga sonrieron y le saludaron con afecto.

Entramos y nos recibió un hombre de unos cuarenta años de edad, barba y pelo ligeramente ondulado. Kahul y él se saludaron con confianza, incluso intercambiaron palabras en árabe. Luego nos llevó a una zona tranquila del salón, al lado de una preciosa lámpara de hierro labrada con cristales de colores.

El restaurante era sencillo en su apariencia exterior, pero dentro era como estar en una jaima, me sentí transportada de inmediato al desierto del Sahara. Los olores eran muy familiares para mí.

—Es un lugar mágico —aprecié.

—Lo sé. Me gusta venir aquí, es mi lugar secreto, quería compartirlo contigo.

Un jovencísimo camarero también de origen marroquí llegó con una bandeja de cobre que dejó sobre unas patas de metal, en ella había dos preciosos vasos con decoraciones en oro, uno rojo y otro amarillo. La bandeja se había convertido en una mesita.

Luego nos sirvió el té.

—Shokran Gazillan (muchas gracias) —dijo Kahul al camarero con un perfecto acento.

El joven juntó sus manos y le contestó:

—Ala ElRahib Wa ElSaa (de nada)

Me fascinó el respeto con el que se trataban. Mis padres detestaban cualquier cultura que no fuera la occidental. Todo les parecía atrasado y no había viajado con ellos a ningún país fuera de los complejos hoteleros de lujo. Pero especialmente detestaban a los musulmanes. Recuerdo que un día me gané un bofetón de mi padre durante una fiesta en Marbella. Había estado observado el modo tan efusivo con el que había saludado a un gran magnate del petróleo. Cuando se marchó le dije delante de otros invitados:

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