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Authors: Olaf Stapledon

Tags: #Ciencia Ficción

Juan Raro (6 page)

BOOK: Juan Raro
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»Y a medida que crecía me sentía más solo, pues me entendía cada vez menos con la gente. Pax hubiese podido ayudarme, bendita sea, ya que a veces veía las cosas desde mi punto de vista. Y por otra parte tenía el buen sentido de pensar que mi mundo era un mundo real. Pero, en el fondo, era como vosotros, y no como yo. Y estabas tú, mucho más ciego que Pax, pero más de acuerdo con mi actividad.

Aquí lo interrumpí, medio en serio, medio en burla:

—Por lo menos un perro de confianza. —Juan se rió y yo agregué—: Que a veces, gracias a su devoción, logra superar su capacidad de comprensión canina.

Juan me miró sonriendo, pero no asintió como yo había esperado.

—Bueno —continuó—, estaba terriblemente solo. Vivía en un mundo de fantasmas o máscaras animadas. Nadie parecía realmente vivo. Tenía la rara impresión de que si alguien os pinchaba, no brotaría sangre sino una ráfaga de aire. Y no podía descubrir por qué erais así, ni de qué carecíais. No sabía aún en verdad qué me diferenciaba de vosotros.

»De mi perplejidad, surgieron al fin dos cosas claras. La primera y más simple: debía adquirir independencia y poder. En aquel mundo absurdo, eso significaba tener mucho dinero. En segundo término debía apresurarme a vivir toda clase de experiencias, y a estudiar con precisión mis propias reacciones ante esas experiencias.

»Me pareció, en mi puerilidad, que satisfaría ambas necesidades cometiendo algunos robos. Obtendría dinero y experiencia y podría observar cuidadosamente mis reacciones. La conciencia nada me reprochaba. El señor Magnate y sus iguales eran caza permitida.

»Empecé por estudiar la técnica del robo, en parte leyendo, en parte discutiendo el tema con un amigo, el policía a quien luego tuve que matar. Emprendí asimismo algunas incursiones sin consecuencias por el vecindario. Entraba de noche en una casa tras otra y, después de ubicar los pequeños tesoros que contenían, volvía a acostarme sin tocarlos, satisfecho de mis progresos.

»Por fin me sentí preparado. En la primera casa recogí algunas joyas antiguas, cuya falta, pensaba, no sería advertida durante algún tiempo. Luego empecé a robar joyas modernas, dinero, platería. No encontraba dificultades en apoderarme de los objetos; mucho más complicado era deshacerse de ellos. Llegué a un arreglo con el sobrecargo de una nave de ultramar. Con intervalos de varias semanas, el hombre venía a su casa, en nuestro suburbio, y compraba el producto de mis robos. En los puertos extranjeros obtenía sin duda diez veces más de lo que me pagaba. Al mirar hacia atrás, comprendo que tuve suerte, pues aquel tráfico pudo terminar en un desastre. No hubiera sido difícil para la Policía descubrir al sobrecargo. Yo sabía entonces muy poco de la sociedad para comprender el peligro.

»Bueno, las cosas marcharon bien durante varios meses. Robé en docenas de casas y reuní varios cientos de libras. Pero, naturalmente, el barrio estaba muy exaltado por esa epidemia de saqueo. Me vi obligado a extender mis operaciones a otros distritos para distraer la atención de la Policía. Era evidente que si seguía así acabarían por sorprenderme, pero yo había caído en las manos de mi propio juego. Tenía una sensación de poder e independencia. Especialmente, independencia de este mundo absurdo.

»Me prometí tres aventuras finales. La primera, la única que llevé a cabo, fue el robo en casa de Magnate. Estudié cuidadosamente el terreno y me informé con exactitud de los movimientos de la Policía. Esa noche todo marchó de acuerdo con mis planes hasta que, con los bolsillos hinchados de diamantes y perlas (la señora de Magnate con todos sus adornos debía de parecerse a la reina Isabel), inicié el regreso colgado de la viga. De pronto una linterna me enfocó desde abajo y una voz tranquila dijo: «Esta vez te pesqué, muchacho». No dije nada, pues reconocí la voz y no quise que reconocieran la mía. El vigilante era Smithson, mi amigo, el que me había enseñado involuntariamente tantas cosas.

»Me quedé inmóvil pensando, cara a la pared. Pero era inútil tratar de ocultar mi identidad, pues el policía agregó: «Baja, Juan, o te caerás y te romperás una pierna. Lo has hecho muy bien, pero esta vez has perdido».

»Debí de quedarme allí, inmóvil, a lo sumo tres segundos, pero en ese momento me vi a mí mismo y vi el mundo como por primera vez. La idea que había estado creciendo dentro de mí, y que yo no había aceptado del todo, se me apareció de pronto con una claridad y una certeza absolutas. Yo pensaba ya que no pertenecía a la especie del
Homo Sapiens
, la especie del amistoso sabueso de la linterna. Pero entonces comprendí que esta diferencia implicaba lo que llamaré una diferencia espiritual muy profunda, puesto que mis fines y mis actos debían diferenciarse de todo lo que podía concebir la especie normal. Me encontraba en el umbral de un mundo inaccesible para esos mil seiscientos millones de animales que entonces gobernaban el planeta. El descubrimiento me hizo sentir, tal vez por primera vez en la vida, lo que era el miedo. Comprendí que ese juego del robo no tenía sentido, y que me había estado conduciendo como una criatura de la especie inferior. No podía arriesgar mi futuro y algo mucho más valioso que mi propio éxito por un modo fácil de expresión personal. Si aquel amable sabueso me prendía, yo perdería mi independencia. Quedaría marcado, y en las garras de la ley. Eso no podía ser. Con aquellas escapadas infantiles me había preparado ciegamente para una vida que por fin surgía con cierta claridad ante mis ojos. Mi destino era el de promover el progreso del espíritu en el planeta. Esa frase me iluminó. Y, aunque en aquel momento sólo tenía una idea muy vaga acerca del espíritu y su posible progreso, comprendí que mi tarea práctica consistiría en adoctrinar a la especie común para que revelara lo mejor de sí misma o, si eso era imposible, en fundar un tipo humano superior.

»Éstos fueron mis pensamientos mientras colgaba de la viga iluminado por la linterna del pobre Smithson. Si escribes alguna vez esa biografía con que me amenazas, te costará hacer creer a los lectores que yo, un niño de nueve años, pensase así en circunstancias semejantes. Además, por supuesto, serás incapaz de expresar el verdadero carácter de mi actitud. Ella implica una experiencia fuera de tu alcance.

»Durante algunos segundos pensé con desesperación en la posibilidad de evitar la muerte a aquella fiel criatura. Me cedían los dedos. Con un último esfuerzo llegué a la tubería y empecé a descender. A mitad de camino me detuve. «¿Cómo está su señora?» pregunté. «Mal», me contestó Smithson. «Apresúrate, que quiero volver a casa». Eso empeoraba las cosas. ¿Cómo podía hacerlo? Bueno, no había otra solución. Pensé suicidarme, y salir así de todo aquello. Pero no pude: hubiese sido traicionar la misión de mi vida. Pensé en aceptar a Smithson y la ley; pero eso también hubiese sido una traición. Debía matarlo. Había sido arrastrado por mi puerilidad, y ahora debía cometer ese crimen que odiaba. No había alcanzado aún la época en que se lleva a cabo gustosamente todo acto necesario. Sentí de nuevo, con mayor fuerza, la violenta repugnancia que me sobrecogió años antes cuando debí matar una rata. Era una ratita que yo había domesticado, recordarás, y que sacaba de quicio a las sirvientas.

»Smithson tenía que morir. Me esperaba al pie de la tubería. Fingí resbalar, y apoyando un pie en la pared, tomé impulso y caí sobre él haciéndole perder el equilibrio. Rodamos por el suelo. Con la izquierda tomé la linterna y con la derecha saqué mi cuchillo de
scout
. No desconocía la ubicación del corazón humano y clavé el cuchillo con todas mis fuerzas. Smithson me rechazó con un espasmo frenético, y dejó de moverse.

»Todo esto había hecho bastante ruido, y oí crujir una cama en la casa. Miré un instante los ojos abiertos y la boca de Smithson. Saqué el cuchillo y salió de la herida un chorro de sangre.

La narración de Juan me demostró qué poco sabía yo entonces de su verdadero carácter.

—Debes de haberte sentido bastante mal mientras volvías a tu casa —dije.

—En realidad no fue así —respondió—. La sensación desagradable desapareció tan pronto como tomé mi decisión. Y no fui directamente a casa. Fui a la casa de Smithson, dispuesto a matar a su mujer. Sabía que estaba enferma de cáncer, y que la muerte de su marido aumentaría sus sufrimientos. Decidí por lo tanto correr un nuevo riesgo y aliviarla de sus penas. Cuando llegué allí, encontré la casa iluminada. La señora Smithson pasaba evidentemente una mala noche, de modo que tuve que renunciar a mis planes, pobre mujer. Ni siquiera eso llegó realmente a conmoverme. Quizá piensas que me salvó la insensibilidad de la infancia. Tal vez, aunque yo tenía una idea muy clara de lo que sufriría Pax si perdía al doctor. Lo que me salvó en verdad fue una especie de fatalismo. Lo que debe ser, debe ser. No lamentaba mis locuras. El yo que había cometido esas locuras era incapaz de comprender su propia tontería. Mi nuevo yo la comprendía en cambio muy claramente y estaba ansioso por enmendarse, pero no sentía vergüenza ni remordimientos.

Ante esta confesión sólo pude articular una respuesta:

—¡Juan
Raro
!

Luego pregunté a Juan si no había temido que lo detuviesen.

—No —dijo—. Si me sorprendían, me sorprendían. Pero yo había hecho mi trabajo con toda la eficiencia posible. Usé guantes de goma y dejé varias huellas falsas, merced a un ingenioso instrumento de mi invención. La única preocupación seria era el sobrecargo, a quien le vendí fragmentariamente el botín durante un período de varios meses.

6

Varias invenciones

Aunque ignoraba entonces que Juan era el culpable del crimen, noté que cambiaba. Se hizo menos comunicativo y se aisló en cierto modo de sus amigos jóvenes y adultos, aunque, simultáneamente, parecía más considerado, y hasta amable. Digo en cierto modo porque, aunque menos dispuesto a hablar de sí mismo, y más aficionado a la soledad, buscaba en algunos momentos la compañía humana. Podía ser el más simpático de los compañeros, el amigo a quien se cuentan esas esperanzas y secretos temores que uno no se confesaría a sí mismo. Un día, por ejemplo, descubrí con sorpresa, influido por la presencia de Juan y mi propio esfuerzo para explicarme, que cierta joven parecida a Pax había llegado a atraerme sobremanera y, además, que una oscura sensación de lealtad hacia Juan me había impedido reconocer estos lazos. Comprender la fuerza del afecto que me unía a Juan me sorprendió más que descubrir mis sentimientos hacia la muchacha. Sabía muy bien que Juan me interesaba profundamente, pero había ignorado hasta entonces las dimensiones y la sutileza de los tentáculos con que me había envuelto aquel curioso niño.

Mi reacción fue una rebelión violenta y atemorizada. Me jacté ante Juan de la atracción sexual que la muchacha despertaba en mí, y que él mismo me había señalado, y ridiculicé la idea de que yo pudiera ser psicológicamente su prisionero.

—Bueno, ten cuidado —me dijo Juan—. No quiero que arruines tu vida por mí.

Era inverosímil hablar así con un chico de menos de diez años y me desesperaba sentir que sabía más de mí que yo mismo. Porque, a pesar de mi negativa, Juan tenía razón.

Al mirar hacia atrás, comprendo que el interés que Juan me demostraba se debía, por una parte, a su curiosidad por una relación para él todavía inaccesible, y, por otra, a un sincero cariño por un viejo conocido y la necesidad de entender todavía más a quien quería utilizar para sus propios fines. Es evidente que se proponía utilizarme, y que no permitiría que yo me liberase. Deseaba que mi relación con la muchacha parecida a Pax siguiese su curso, no sólo porque como amigo mío participaba de mis problemas, sino también porque de abandonarla por él me convertiría en un esclavo vengativo antes que voluntario. Prefería, me imagino, que su servidor fuese un perro libre y no un lobo encadenado y hambriento.

Sus sentimientos hacia los individuos de la especie humana que, en tanto que especie, despreciaba de todo corazón, eran una extraña mezcla de respeto y desdén, afecto y desagrado. Despreciaba nuestra estupidez y nuestra debilidad; respetaba los esporádicos esfuerzos con que tratábamos de superar nuestra incapacidad natural. Aunque nos utilizara para sus propios fines, con un aire ausente y calmo, también podía, cuando el destino o nuestra propia locura nos ponían en dificultades, ayudarnos con sorprendente humildad y devoción.

Su creciente capacidad para relacionarse con miembros de la especie inferior se revelaba misteriosamente en su extraordinario afecto por una niña de seis años. La casa de Judy era vecina de la de Juan. La niña había llegado a considerarlo como de su propiedad exclusiva. Juan jugaba cuidadosamente con ella, la ayudaba a trepar a los árboles, le enseñó a nadar y patinar. Le narraba cuentos fabulosos y le explicaba, pacientemente, los humildes chistes de las historietas. Dibujaba para deleite de Judy escenas de batallas, crímenes, naufragios y erupciones volcánicas. Le arreglaba los juguetes; le reprochaba su tontería o elogiaba su vivacidad, según lo exigiera la ocasión. Si alguien era poco amable con ella, Juan la defendía. En todos los juegos colectivos se aceptaba tácitamente que Juan y Judy debían estar del mismo lado. A cambio de la devoción de Juan, la niña lo molestaba y se reía de él llamándolo estúpido sin demostrar el menor respeto por sus maravillosos poderes. A veces, sin embargo, le regalaba los preciosos resultados de sus clases de trabajo manual en la escuela.

—¿Por qué quieres tanto a Judy? —le pregunté una vez a Juan.

—Judy está hecha para que la quieran. Es imposible no querer a Judy —respondió prontamente imitando la voz infantil de la niña. Luego de una pausa, agregó—: Quiero a Judy como quiero a las aves marinas. Hace sólo cosas fáciles, pero las hace con estilo. Judy es Judy, tan completa y perfectamente como un pato es un pato. Si hiciese un día las cosas de los adultos tan bien como hace hoy las cosas infantiles, sería una mujer maravillosa. Pero no las hará. Cuando tenga que emprender tareas difíciles, arruinará su estilo, como todos vosotros. Es una lástima. Pero mientras tanto, es Judy.

—¿Y tú? —dije—. ¿No perderás tu estilo?

—Todavía no he encontrado mi estilo —contestó—. Estoy tanteando y ya he arruinado muchas cosas; pero cuando lo encuentre… bueno, ya veremos. Por supuesto —agregó—, tal vez los adultos sean tan agradables para Dios como Judy para mí. Supongo que Dios no quiere que mejoren su estilo. A veces yo mismo lo pienso. Siento que esa falta de estilo es parte esencial de lo que son. Algo realmente fascinante. Pero creo que Dios espera algo distinto de mí; o, dejando de lado el mito de Dios,
yo
espero algo diferente de mí.

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