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Authors: Olaf Stapledon

Tags: #Ciencia Ficción

Juan Raro (10 page)

BOOK: Juan Raro
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—Aquella noche me sentí trastornado por primera vez. Perdí mi habitual seguridad. De pronto me vi arrastrado en una y otra dirección por corrientes que no podía vadear, ni comprender. Había hecho trigo que en el fondo me parecía inevitable. Pero que de algún modo encerraba un error. Una y otra vez, durante la semana siguiente, me propuse hacerle el amor a Europa, pero no podía. Antes de encontrarme con ella recordaba aquella noche, y su vital respuesta y su belleza; pero cuando la veía, bueno, me sentía como Titania cuando despertó y vio que Botton era un asno. La querida Europa me parecía una hermosa burrita. De raza, sí, pero ridícula y lamentable, pues carecía de alma. No sentía ningún resentimiento, sino afecto y deseo de protección. En una ocasión, por el solo placer de experimentar, me mostré cariñoso, y ella, pobrecita, se alegró como un perrito. Pero no podía ser. Algo feroz despertó en mí y me detuvo, llenándome del alarmante deseo de clavarle el cuchillo en los pechos y aplastarle la cara. Luego comencé a ver todo el asunto cómo desde una gran altura, y sentí una especie de pasión, una mezcla de afecto y desprecio, en la que había también algo de reproche.

En este punto, lo recuerdo, se hizo un gran silencio. Por fin Juan me contó algo que es mejor no repetir. En realidad escribí una cuidadosa narración de este turbador incidente, y confieso que en ese momento estaba yo tan profundamente absorto por el encanto de su personalidad que no pude condenar su conducta. Reconocí, por supuesto, que se oponía flagrantemente a todas las convenciones. Pero sentía ya un afecto tan profundo por las dos personas implicadas, que de buena gana vi la situación como Juan quería que la viese. Años después, cuando mostré inocentemente mi manuscrito a otras personas, me hicieron notar que su publicación indignaría a muchos lectores sensibles, e incurriría lisa y llanamente en pornografía.

Soy un miembro respetable de la clase media inglesa, y deseo seguir siéndolo; sólo diré entonces que los motivos confesados por Juan fueron dos. En primer término, necesitaba tranquilidad después de aquel desastroso incidente, y, por lo tanto, buscó un contacto delicado e íntimo con un ser cuya sensibilidad y discernimiento no eran totalmente distintos de los suyos, un ser a quien amaba, y que lo amaba de un modo profundo, dispuesto a cualquier extremo por su bien. En segundo término, necesitaba afirmar su independencia moral del
Homo Sapiens
, liberarse de toda aquiescencia inconsciente a las convenciones de la especie que lo había cobijado. Debía, por lo tanto, romper el más preciado tabú de esa especie.

9

Métodos de un joven antropólogo

Juan no había cesado de estudiar el mundo desde su nacimiento, pero de los catorce a los dieciocho años ese estudio se hizo más profundo y metódico, hasta convertirse en un extenso examen de la especie humana, su naturaleza, sus realizaciones y su estado actual.

Esta vasta empresa tenía que realizarse en secreto, ya que Juan no quería llamar la atención. Debía parecerse a un naturalista que estudia las costumbres de una bestia peligrosa, acechándola con una cámara y unos gemelos, e introduciéndose en la manada con una piel robada y un color falso. Infortunadamente sé muy poco de este aspecto de la carrera de Juan, pues desempeñé en ella un papel sin importancia. Su disfraz era siempre el del escolar precoz, pero tonto, que tan útil le había sido para ponerse en contacto con los financistas, y recurría a la misma táctica, ahora más desarrollada, que había empleado en esos asuntos. Esta técnica se combinaba con su destreza diabólica de seductor, y sus métodos se ajustaban perfectamente a la mentalidad particular de cada sujeto. Mencionaré sólo unos pocos ejemplos, y pasaré luego a dejar sentados los implacables juicios que sus investigaciones le permitieron formular. Se puso en contacto con un Ministro haciéndose el enfermo ante la verja de su residencia privada. Debe recordarse que Juan dominaba notablemente sus reflejos orgánicos, e influía en sus secreciones glandulares, su temperatura, su proceso digestivo, los latidos de su corazón, la distribución de la sangre en su cuerpo, etc. Era capaz así de producir síntomas muy alarmantes, aunque los efectos no fueran serios. La mujer del Ministro acostó y cuidó a este patético y pálido enfermo mientras el Ministro en persona llamaba al médico de la casa. Antes que éste llegara, Juan era ya un convaleciente intrigante, activamente ocupado en atar al Ministro con sutiles lazos de compasión e interés. La ciencia médica, en la persona del doctor, hizo lo posible por ocultar su asombro, y recomendó reposo hasta que se diera con los padres de Juan. Pero éste argumentó, casi llorando, que sus padres pasarían el día afuera, y que la casa estaría cerrada hasta la noche. ¿Podría quedarse hasta que regresaran, y volver luego en un taxi? Cuando se fue, ya había adquirido cierto conocimiento de la mente de su huésped y una invitación para volver.

La enfermedad artificial tuvo tanto éxito que se convirtió en uno de sus métodos preferidos. La utilizó, por ejemplo, para relacionarse con un dirigente comunista, completándola con una descripción de las horribles condiciones que reinaban en su hogar desde que a su padre «lo habían despedido por organizar una huelga». Variantes del mismo método con apropiados adornos religiosos, se usaron contra un Obispo, un sacerdote católico, y varias otras personas del clero.

Como ejemplo de una táctica diferente, puedo citar el caso de un eminente astrónomo a quien Juan conquistó con una carta de escolar, de estilo ingenuo y brillante en la que pedía permiso para conocer un observatorio. La solicitud fue concedida, y Juan llegó a la cita equipado con un uniforme escolar y un telescopio de bolsillo. Este encuentro dio lugar a otras conexiones con físicos, geólogos, fisiólogos.

El método epistolar fue utilizado también con un conocido filósofo y sociólogo de Cambridge. Esta vez Juan desfiguró la escritura y se presentó con el pelo teñido, anteojos oscuros y acento cockney. No quería que el filósofo lo identificara con el muchacho que había conocido el astrónomo.

La carta estaba perfectamente adaptada a sus fines. Combinaba una escritura deplorable con errores de ortografía, disgusto por la religión, asomos de análisis filosófico —crudo, pero notable—, y un gran entusiasmo por los libros del filósofo en cuestión. Cito un pasaje característico:

Mi padre me pega porque digo que si Dios hizo el mundo hizo una buena porquería. Le dije que usted dice que es una estupidez golpear a los niños, y entonces me volvió a pegar por saber que usted dijo eso. El que puede pegar a alguien —le dije—, no por eso tiene razón. Me dijo que no se debía replicar a los padres. Le dije que no sabía lo que era el bien o el mal sino lo que me gustaba y lo que no me gustaba. Dijo que eso era una blasfemia. Permítame, por favor, visitarlo. Quiero saber qué es el pensamiento y cómo trabaja.

Ya había hecho Juan varias visitas al filósofo de Cambridge, cuando recibió una nota del astrónomo. (Debí haber explicado que un joven maestro de escuela de los suburbios londinenses le permitía usar su dirección postal). El astrónomo le pedía que se entrevistase con «otro muchacho muy despierto» que vivía en Cambridge y era amigo del filósofo. La ingenuidad y la gracia que desplegó Juan para evitar esa reunión me revelaron un divertido aspecto de su carácter, pero carezco de espacio para describirlo aquí.

La técnica epistolar ejerció efectos parecidos en un renombrado poeta moderno. En este caso, tanto el estilo de la carta como la personalidad que asumió Juan en las posteriores entrevistas fueron totalmente diferentes de las que había usado con el astrónomo y el filósofo. Se ajustaban, aunque no con precisión, a la idea que del poeta tenían el público y él mismo, pero con un matiz que en el futuro, luego de las entrevistas con Juan, predominó en su obra. Cito el mejor pasaje de la carta:

En esa odiosa frustración espiritual que me imponen mi hogar y la escuela, en mis confusos intentos por armonizar con el mundo contemporáneo, la fuente de energía y consuelo más grande es su poesía. Cómo es, me pregunto, que, aunque parece usted describir, simplemente, una civilización torturada y degenerada, la mera descripción le presta dignidad y sentido, como si usted nos revelara, que, después de todo, no es esto mera decadencia, sino la oscuridad necesaria antes de un glorioso relámpago.

Los esfuerzos de Juan no se dirigían únicamente a la intelligentzia y los jefes de los movimientos políticos y sociales. Usando métodos apropiados, trabó amistad con ingenieros, artesanos, empleados, obreros. Recogió informes de primera mano sobre las diferencias mentales entre los mineros del Sur de Gales y los de Durham. Lo arrastraron a reuniones sindicales. Salvaron su alma en capillas anabaptistas. Recibió mensajes de una mítica hermana muerta, en sesiones de espiritismo. Pasó algunas semanas con una caravana gitana, recorriendo las regiones del sur. Parece que ganó ese derecho mostrándose hábil ratero y hábil reparador de sartenes y cacerolas. En una de esas actividades, invirtió un tiempo que me pareció excesivo. Pasaba con frecuencia los días y las noches con el dueño de una barca de pesca y su marinero en el estuario o el mar. Cuando le pregunté por qué se preocupaba tanto por la comunidad pescadora, y particularmente por estos dos hombres, me respondió:

—Bueno, estos pescadores son excelentes, y Abel y Marcos son los mejores. Cuando el
Homo Sapiens
se dedica al tipo de trabajo y al tipo de vida que no están realmente fuera de su alcance, todo marcha bien. Sólo fracasa cuando la civilización le impone un trabajo que excede su inteligencia o su imaginación. Y el fracaso lo envenena totalmente.

Sólo mucho más tarde, descubrí el motivo de su interés por el mar. En cierta ocasión se hizo amigo del patrón de un barco de cabotaje y lo acompañó en sus travesías. Debí darme cuenta que quería aprender a conducir una nave.

Debo mencionar aquí otro asunto. Los estudios de Juan acerca del
Homo Sapiens
se extendían ahora al continente europeo. Como amigo de la familia, arrastré a Tomás y Pax a unas excursiones por Francia, Italia, Alemania y Escandinavia. Juan nos acompañaba siempre con sus hermanos o sin ellos. Pero el doctor no podía abandonar a sus pacientes con frecuencia, ni por largos períodos, y completábamos esas vacaciones con otras en las que no participaban los padres de Juan. Yo anunciaba que debía ir a París, a una conferencia periodística; o a Berlín, a entrevistar al director de un diario; o a Praga, para informar sobre un congreso de filósofos; o a Moscú, a ver qué se hacía allí en materia de educación. Pedía al matrimonio que me dejasen llevar a Juan, y como nunca negaban su consentimiento, muchas veces nuestros planes estaban ya trazados de antemano. De este modo Juan continuaba en el exterior las investigaciones que ya había comenzado en las Islas Británicas.

Viajar con Juan por el extranjero constituía a veces una experiencia humillante. No sólo aprendía los nuevos idiomas en un tiempo increíblemente breve, con tal perfección que todos lo confundían con un nativo, sino que se adaptaba, además, con rapidez a cualquier costumbre e intuía inmediatamente la estructura mental de los distintos pueblos. Por consiguiente, aun en los países que me eran familiares, me encontraba superado por mi compañero a los pocos días de nuestra llegada.

Cuando debía aprender un nuevo idioma, Juan leía simplemente de cabo a rabo una gramática y un diccionario, y tomaba unos breves cursos de pronunciación con la ayuda de uno o dos nativos, o unos pocos discos de fonógrafo. Ya en esa etapa era para todos un niño nativo que había estado algún tiempo en el extranjero, perdiendo de ese modo contacto con su propio idioma. Al cabo de una semana, en el caso de la mayoría de los idiomas europeos, nadie sospechaba que no fuese natural de la región. Más tarde, cuando sus viajes se alargaron, demostró que podía aprender perfectamente un idioma oriental como el japonés en sólo quince días.

Mientras viajaba con Juan por el continente europeo, me pregunté a menudo por qué permitía que ese extraño ser me juzgase su esclavo. Me sobraba tiempo para pensar, pues Juan ocupaba el suyo en buscar escritores, hombres de ciencia, sacerdotes, políticos, y hasta agitadores populares, viajando en ferrocarril, en los coches de tercera o cuarta clase, para entablar conversación con obreros o marineros. Durante estas investigaciones, prefería que yo no lo acompañara. De cuando en cuando, sin embargo, era necesario que yo desempeñase el papel de guardián o tutor. Otras veces, cuando Juan quería evitar que advirtiesen su superioridad, me adiestraba cuidadosamente antes de la entrevista sugiriéndome las preguntas u observaciones que yo debía hacer.

En una ocasión, por ejemplo, fuimos a ver a un psiquiatra eminente. Juan simuló ser un niño neurótico y atrasado, y yo expliqué su caso al profesional. La entrevista tuvo como consecuencia el tratamiento de Juan y una serie de reuniones entre el psiquiatra y yo para estudiar los progresos del niño. El pobre médico ignoraba por completo que su pequeño paciente, en apariencia tan sumergido en sus fantasías, estaba experimentando con él, y que mis propias preguntas, inteligentes y provocativas, eran producto de la mente del presunto enfermo.

¿Por qué permití que Juan me utilizase? ¿Por qué le permití que ocupase de tal modo mi tiempo y atención, e interferir en mi carrera de periodista? No puede decirse que Juan despertase algún afecto. Naturalmente, era un sujeto excepcional para un periodista o un biógrafo, y yo ya había decidido difundir algún día todo lo que sabía de él. Pero es evidente que ya en ese entonces aquel joven espíritu ejercía sobre mí una fascinación más sutil que la de la mera novedad. Yo sentía, creo, que Juan iba en busca de una orientación espiritual que aclararía con una luz nueva, el sentido de la vida. Y yo esperaba recibir algún destello de esa luz. Sólo más tarde comprendí que esa posible visión no estaba al alcance de las mentes normales.

En aquellos días, lo único que iluminó la mente de Juan fue, parece, la certeza de la futilidad de los hombres. Esta evidencia despertaba a menudo su desprecio o su horror ante el destino que aguardaba al mundo, un destino en el que se veía implicado. A veces su actitud era la compasión, o una torva alegría, y en otras un goce más sereno en que la compasión, el horror y esa torva alegría se confundían extrañamente.

10

La condición del mundo

Trataré ahora de exponer las reacciones de Juan ante el mundo transcribiendo algunos de sus comentarios sobre los individuos e instituciones que estudió en este período.

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