Juan Raro (13 page)

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Authors: Olaf Stapledon

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Juan Raro
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Juan calló. Luego suspiró y dijo:

—De nada sirve seguir. La conclusión es muy simple. El
Homo Sapiens
está al final de su carrera, y no voy a dedicar mi vida a una especie condenada.

—Estás muy seguro de ti mismo, ¿no? —le pregunté.

—Sí —dijo—, perfectamente seguro de mí mismo en ciertas cosas, y totalmente inseguro en otras. Pero hay algo evidente. Si me encargase del
Homo Sapiens
no podría hacer mi
verdadero
trabajo. No sé todavía en qué consiste. Pero tiene su raíz en mi interior. Por supuesto, no se trata de salvar mi alma. Yo, como individuo, puedo condenarme sin que el Universo se entere. En realidad, mi condenación podría contribuir a la belleza del mundo. No me preocupo por mí mismo, pero pienso que puedo hacer algo importante. Esto lo sé. Sé que debo empezar… bueno, por el descubrimiento interior de una realidad exterior, objetiva. ¿Me sigues?

—No muy bien —dije—, pero continúa.

—No —contestó—, no por ese camino. No hace mucho sentí miedo, miedo de veras. Y no me asusto fácilmente. Yo había ido a la final del campeonato de fútbol, para ver a la muchedumbre. Recordarás que la lucha fue reñida y tres minutos antes del final se produjo un incidente por un
foul
. La pelota entró en la portería antes que sonara el silbato del árbitro y ese gol decidía el partido. Bueno, el público enloqueció. No me asusté porque pudiesen herirme. No en la refriega. No, me habría gustado muchísimo pelear si hubiera sabido de qué lado ponerme y si hubiese habido una razón. Pero no la había. Era claramente un
foul
. El precioso «instinto deportivo» de la muchedumbre no sirvió de nada. Perdieron la cabeza y se transformaron en bestias. Sentí entonces, con un estremecimiento, que yo era diferente de todos los otros: un hombre solo en medio de un rebaño. Era ésta una buena muestra de la población del mundo, de los mil seiscientos millones de
Homo Sapiens
; una muestra que emitía un rugido característico, y ahí estaba yo, una criatura torpe, ignorante, pero humana,
realmente
humana, quizá el único ser realmente humano en el mundo. Y por ser realmente humano se alzaba ante mí la posibilidad de una nueva meta espiritual y era más importante que el resto de los mil seiscientos millones. Pero aquellos aullidos eran lo peor. No temía a esos hombres, sino a lo que representaban. No los temía como individuos, por así decirlo. Desde ese punto de vista la sensación de estar solo me resultaba emocionante; si se hubiesen vuelto contra mí, me habría peleado con todos ellos. Pero me asustaba el pensamiento de mi enorme responsabilidad y las dificultades que encontraría en mi camino.

Juan calló. Yo estaba tan asombrado por la importancia que se atribuía, que no supe qué decir. Al rato, Juan dijo:

—Ya sé, Fido, que esto te parecerá fantástico. Pero quizás pueda hacerte comprender. Nadie ignora la posibilidad de otra guerra mundial que podría acabar con todo. Y la situación es más grave aún de lo que se piensa. No sé realmente qué le ocurrirá a la especie; pero, por razones psicológicas, si no se produce un milagro, puede temerse lo peor. He conocido a muchos hombres grandes y pequeños y veo claramente que, en asuntos importantes, el
Homo Sapiens
es una especie difícil de educar. No ha aprendido la lección de la última guerra. No muestra más inteligencia práctica que una mariposa que se acerca una y otra vez a la llama de una vela, hasta quemarse las alas. Mucha gente ve el peligro. Pero son los que no actúan. Con esta nueva religión del nacionalismo y los adelantos de la técnica, el desastre es casi inevitable. A menos que se produzca un milagro; lo que, por supuesto, puede ocurrir. Un salto hacia delante, hacia una mentalidad más humana; una revolución social y religiosa que abarcara el mundo entero. Y si no, bastarán quince o veinte años para que la enfermedad se transforme en agonía. Las grandes potencias se atacarán entre ellas, y la civilización concluirá en unas pocas semanas. Desde luego, yo podría demorar la explosión. Pero, como ya te dije, sería renunciar a la única tarea realmente vital e importante. La cría de pollos no vale tal sacrificio. En verdad, Fido, estoy harto de tu maldita especie. Debo luchar por mí mismo y, si es posible, evitar que el desastre próximo me aplaste.

11

Extraños encuentros

Juan tomó su grave decisión a propósito del
Homo Sapiens
en una época en que se preparaba en él una importante crisis espiritual. Unas semanas después del incidente que acabo de describir, se encerró más que nunca en sí mismo y evitó la compañía de sus antiguas amistades. Su interés por las curiosas criaturas que solía frecuentar desapareció de pronto. Su conversación se hizo superficial, aunque en algunas ocasiones se ponía a discutir furiosamente con cualquiera. Parecía como si desease intimar con nosotros y no pudiese. Me invitaba a ir al campo, o a un teatro, y después de algunos esfuerzos por recobrar nuestra antigua confianza, caíamos en un lamentable silencio. A veces seguía a su madre como un perrito, sin abrir la boca. Pax estaba muy preocupada y temía en realidad «que se le estuviese debilitando el cerebro», tan callado y deprimido se mostraba el muchacho. Una noche, unos quejidos la llevaron a la habitación de Juan. «Lloraba como un niño que no puede salir de una pesadilla», comentó más tarde. Le acarició la cabeza y le preguntó qué le pasaba. Entre sollozos Juan le dijo:

—Oh, Pax, ¡estoy tan solo!

Pasaron así varias semanas, y un día Juan desapareció. Sus padres estaban acostumbrados a estas ausencias, que nunca eran muy largas, pero esta vez recibieron una tarjeta sellada en Escocia, donde Juan anunciaba que pasaría unas vacaciones en los picos del norte. No volvería «por un tiempo».

Un mes después, cuando ya comenzábamos a inquietarnos, mi amigo Ted Brinstone, a quien le había hablado de Juan, me contó que McWhist, el alpinista, había encontrado «una especie de muchacho salvaje en las montañas de Escocia». Se ofreció para ponerme en contacto con McWhist.

Días después, Brinstone me invitó a cenar con McWhist y su compañero Norton. Me sorprendió y desconcertó ver que los alpinistas evitaban referirse al incidente. El alcohol, sin embargo, o mi ansiedad a propósito de Juan, vencieron finalmente toda resistencia. Habían explorado los mal conocidos despeñaderos de Ross y Cromarty, luego de levantar la tienda a orillas de un lago. Un día caluroso, mientras escalaban la resbaladiza ladera de una montaña que no quisieron nombrar, oyeron unos extraños sonidos que venían aparentemente de la hondonada. Estos sonidos no eran ni totalmente animales ni totalmente humanos y decidieron descubrir su origen. Llegaron así a un arroyo y encontraron un muchacho desnudo, no muy lejos de la orilla, que cantaba o aullaba. Era algo «escalofriante» dijo McWhist. Al verlos, el muchacho echó a correr, escondiéndose entre los arbustos. Lo buscaron inútilmente.

Unos días después narraron este episodio en una pequeña taberna. Un hombre del lugar, de barba roja, que había bebido bastante, contó inmediatamente una serie de encuentros con ese muchacho… si era muchacho y no un genio de las aguas. El sobrino del tabernero dijo entonces que él lo había perseguido hasta que desapareció transformándose en un remolino de nieve. Otro se había topado con él en un acantilado y los ojos de la criatura eran grandes como balas de cañón, y negros como el infierno.

Esa misma semana los alpinistas se encontraron otra vez con el joven. Estaban escalando una escarpada chimenea, y habían llegado a un punto de donde parecía imposible seguir avanzando. McWhist, que dirigía el ascenso, había izado a su compañero y se disponía a circundar una saliente muy escabrosa en busca de otra ruta. De pronto una manó pequeña apareció en el extremo más lejano del pico. Un momento después asomó un cuerpo delgado y moreno, seguido por un rostro singularmente extraño. Por la descripción de McWhist tuve la certeza de que se trataba de Juan. Me preocupó el énfasis con que el alpinista hablaba de la delgadez del rostro. Las mejillas parecían haberse convertido en arrugados trozos de cuero, y la mirada tenía un brillo inusitado. Casi enseguida el rostro adquirió una expresión de acentuado disgusto, y desapareció otra vez detrás del pico. McWhist se asomó a la saliente. Juan descendía por la cara lisa de la montaña que los alpinistas habían encontrado impracticable. Al relatar el incidente, McWhist exclamó:

—Dios mío, el muchacho sabía descender. Resbalaba prácticamente por la roca. Cuando llegó al fondo del abismo, cortó camino hacia la izquierda y desapareció.

El encuentro final con Juan fue más prolongado. Los alpinistas, calados hasta los huesos, bajaban dificultosamente de la montaña en medio de una tormenta nocturna. El viento era tan violento que apenas podían avanzar. Advirtieron, de pronto, que se habían extraviado y que estaban del otro lado de la montaña, rodeados de precipicios. Pero, con la ayuda de las cuerdas, comenzaron a bajar por un desfiladero, cerrado por rocas desmoronadas. Descendían aún, cuando los sorprendió un olor a humo. La humareda salía de detrás de una losa, en un ángulo de la montaña. Dificultosamente, apoyándose en unas salientes escasas y poco seguras, McWhist consiguió llegar a una plataforma, al pie de la losa humeante. Norton lo siguió. Por debajo y por los costados de la losa se veía luz. Unas piedras más pequeñas y las laderas de la chimenea sostenían la losa. Inclinándose hacia delante miraron por el agujero iluminado. Era una caverna de forma irregular, donde ardía un fuego de carbón y brezos. Juan yacía en una cama de hierbas secas. Miraba fijamente el fuego y tenía el rostro bañado en lágrimas. Estaba desnudo, pero cerca de él había un montón de pieles. Junto al fuego, en una piedra chata, se veían los restos de un ave asada.

Inmensamente desconcertados, los alpinistas se retiraron en silencio. Pero enseguida decidieron en voz baja que debían intervenir. Hicieron sonar sus botas en las rocas, como si acabasen de llegar a la cueva, y McWhist, sin hacerse ver, preguntó a gritos si había alguien. No hubo respuesta. Espiaron otra vez por la pequeña abertura. Juan no se había movido. Cerca del pájaro asado, había una lanza o cuchillo de hueso, de típica factura casera, pero cuidadosamente afilado. Desparramados por el suelo se veían otros implementos del mismo material, algunos decorados con dibujos. Había también una especie de caramillo de juncos y un par de sandalias. Los alpinistas se asombraron ante la falta de signos de civilización; no había, por ejemplo, ningún objeto metálico.

Llamaron otra vez, pero Juan tampoco respondió. McWhist entró entonces ruidosamente y puso una mano sobre los desnudos pies del muchacho, sacudiéndolo con suavidad. Lentamente Juan se volvió y miró desconcertado al intruso; luego, de pronto, pareció animado por una hostil inteligencia. Se arrodilló de un salto y tomó una especie de estilete de cuerno de venado. Los enormes ojos relampagueantes y el inhumano ronquido sorprendieron tanto a McWhist que éste retrocedió hasta la estrecha boca de la caverna.

—Entonces —continuó McWhist— ocurrió una cosa extraña. La furia del muchacho desapareció y me miró atentamente como a una bestia desconocida. De pronto pareció pensar en otra cosa. Arrojó el arma, y volvió a contemplar el fuego con aquella mirada de atroz desventura. Se le humedecieron los ojos y la boca se le torció en una especie de sonrisa desesperada.

En este punto McWhist interrumpió su narración, con una expresión huraña y triste a la vez. Dio unas cuantas chupadas violentas a su pipa, y al fin prosiguió:

—Era evidente que no podíamos dejarlo en aquel estado, de modo que le pregunté si podíamos hacer algo por él. No contestó. Volví a acercarme y me agaché a su lado, esperando. Le puse una mano en la rodilla tan suavemente como me fue posible. Se sacudió, estremeciéndose, y me miró con el ceño fruncido como si tratara de ordenar sus pensamientos. Llevó la mano al estilete, se contuvo, y al fin dijo con una dura sonrisa infantil: «Oh, por favor entren. No golpeen. Es un lugar público». Enseguida agregó: «Qué plaga, ¿no pueden dejar tranquila a la gente?». Le dije que lo habíamos encontrado por casualidad, pero que no habíamos podido dejar de inquietarnos. Le conté que nos había sorprendido mucho su manera de trepar la vez pasada. Era una pena verlo allí, solo, lejos del mundo. Le pregunté si quería volver con nosotros. Sacudió la cabeza, sonriendo, y dijo que estaba muy bien. Quería pensar y necesitaba unas vacaciones. Al principio le había costado alimentarse, pero ahora había vencido todos los inconvenientes, y le sobraba tiempo. Luego se rió. Era una risa corta y aguda que me erizó la piel.

Aquí intervino Norton y dijo:

—Por ese entonces yo también había entrado en la cueva y observaba asombrado su delgadez. Sus músculos parecían cuerdas. Estaba cubierto de heridas y moretones. Pero lo más terrible era aquella mirada; una mirada que sólo he visto en los que acaban de salir de una anestesia después de una operación difícil, como si dijéramos purificados. ¡Pobre criatura! Evidentemente, acababa de salir de algo, pero ¿de qué?

—Al principio —dijo McWhist— creímos que estaba loco. Pero ahora puedo jurar que no. Era un poseso. Algo desconocido, bueno o malo, se había apoderado de él. Todo me estremecía: el ruido de la tormenta, la tenue luz del fuego, el humo que se negaba a salir por aquella especie de chimenea. Sentíamos, además, la falta de alimento. Nos ofreció los restos del pájaro asado, y algunas fresas, pero, naturalmente, no nos atrevimos a dejarlo sin víveres. Le preguntamos otra vez si podíamos ayudarlo de algún modo. Y nos dijo que sí, que podíamos comprometernos a no hablar con nadie sobre el asunto. Le pregunté si no podríamos llevar un mensaje a su familia. Se puso muy serio y dijo enfáticamente: «No, no hablen con nadie, con nadie. Olvídense. Si los periodistas me descubren», añadió con lentitud y frialdad, «tendré que matarme». No supimos qué decir. Sentíamos que había que hacer algo y, a la vez, que debíamos prometerle que guardaríamos el secreto.

McWhist hizo una pausa, y luego prosiguió, pensativo:

—Se lo prometimos. Salimos de la cueva y buscamos en la oscuridad nuestra tienda. El muchacho iba adelante sin cuerdas, para mostrarnos el camino… —El alpinista calló un instante y enseguida añadió—: El otro día cuando oí hablar a Brinstone del muchacho que usted busca, quebré mi promesa. Y ahora me siento como el diablo.

Reí y le expliqué:

—Bueno, no se preocupe. No seré yo quien dé la noticia a los periódicos.

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