Juan Raro (12 page)

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Authors: Olaf Stapledon

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Juan Raro
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Esta parrafada no me impresionó mucho. Dije que los hombres más inteligentes habían superado al viejo dios de la tribu, y que todos los imitarían muy pronto. La risa de Juan me desconcertó.

—¡Los más inteligentes! —dijo—. Uno de los principales defectos de esta desgraciada especie es que los inteligentes se encuentran muy alejados de sus segundos, y muchísimo más de los que ocupan el décimo puesto. Durante estos últimos siglos enjambres de inteligencias han metido al pueblo en sucesivos callejones sin salida, y con una valentía y resolución tremendas. Pero vuestra especie no puede abarcarlo todo. Si observáis una serie de hechos perdéis de vista, invariablemente, otros hechos también importantes. Y como no tenéis, prácticamente, un sentido interno que os guíe, a la manera de una brújula, hacia los puntos cardinales de la realidad, no puede saberse hasta dónde iréis, una vez que hayáis tomado el mal camino.

Aquí lo interrumpí.

—Es éste, sin duda, el resultado de ser inteligentes. La inteligencia nos ayuda a progresar, pero puede extraviarnos.

—Es el resultado de vuestra condición —contestó Juan— superior a la de las bestias, e inferior a la de los verdaderos hombres. Los pterodáctilos aventajaban a los anticuados lagartos, pero estaban expuestos a otros peligros. Como volaban un poco, podían estrellarse. Finalmente fueron superados por los pájaros. Y bien, yo soy un pájaro. —Hizo una pausa y luego continuó—: Hace algunos siglos los seres más inteligentes estaban en la Iglesia. En esos días nada podía compararse a la cristiandad, tanto por su significado práctico como por su interés teórico. De modo que los más grandes espíritus se unieron a ella, y generación tras generación exhibieron el brillo de sus inteligencias. Poco a poco mataron el espíritu de la religión con su afanoso teorizar. No sólo eso, usaron también la religión, o más bien sus preciosas doctrinas, para explicar los hechos físicos. Hasta que llegó otra generación que desconfiando de la validez de esos raciocinios se puso a observar cómo ocurrían en realidad las cosas en la naturaleza. Se creó así la ciencia moderna; el hombre dobló su poder y cambió la faz del mundo. Las consecuencias fueron similares a las de la religión. Las mentes más claras se dedicaron a la ciencia, o la tarea de dar una nueva visión científica del universo, o una ética racional y práctica. Dominados por la ciencia, por la técnica, y por la moral utilitaria perdieron todo recuerdo de la antigua religión y se volvieron aún más ciegos que antes con respecto a su propia naturaleza. La ciencia y la industria y la construcción de imperios no les dejó tiempo para dedicarse a problemas íntimos. Por supuesto, algunos hombres inteligentes, y no poca gente común ya desconfiaban de las ideas de moda. Después de la guerra esta desconfianza se extendió aún más. La guerra reveló al siglo XIX como un siglo idiota. ¿Qué ocurrió entonces? Algunos hombres inteligentes (inteligentes, recuérdalo) volvieron a las Iglesias. Otros opinaron que debemos luchar por el progreso de la humanidad o la felicidad de las generaciones venideras. Otros, sintiendo que la humanidad no tenía salvación, adoptaron una actitud de exquisito desamparo, basada ya en el desprecio y el odio por sus semejantes, ya en una compasión que en el fondo era lástima de sí mismos. Otros, aficionados al arte y la literatura, decidieron gozar todo lo posible en este mundo agonizante. Buscaron el placer a cualquier precio, pero un placer refinado. Por ejemplo aunque querían suprimir todas las barreras, los placeres sexuales debían ser escogidos y conscientes. Gustaban de las ideas por su sabor y su olor. Eran las moscas de una civilización podrida. ¡Pobres desventurados! En el fondo debían odiarse a sí mismos. Había buena pasta en ellos, pero se echaron a perder.

Juan había pasado recientemente varias semanas estudiando la
intelligentzia
. Se había presentado en Bloomsbury interpretando el papel de genio precoz, y permitiendo que un escritor muy conocido lo exhibiera como una rareza. Había actuado sin duda entre estos hombres y mujeres jóvenes, brillantes y desorientados, con una energía y decisión características, pues cuando volvió casi parecía un despojo. No transcribiré aquí sus experiencias, pero sí algunas de sus opiniones.

—¿Sabes? —me dijo—, son realmente maestros de ideas, por lo menos de las ideas de moda. Lo que piensan y sienten hoy, será lo que pensarán y sentirán los demás el año que viene. Algunos son, de acuerdo con las normas del
Homo Sapiens
, pensadores de primera línea, o lo hubiesen sido en otras circunstancias. Atraen a los seres más sensibles y más inteligentes del país, y estas pobres moscas caen en una tela de araña, una sutil tela de convenciones (tan sutil que la mayoría no se da cuenta) y aletean y aletean imaginando que vuelan a grandes alturas. Tienen la reputación de ser la gente menos convencional del mundo, pero los maestros les imponen la convención de lo no convencional. Son audaces, pero dentro de ciertos límites. La similitud de gustos, morales e intelectuales, los hace fundamentalmente idénticos, a pesar de algunas diferencias superficiales y pintorescas. Y las convenciones no son siquiera convenciones sólidas. Consisten en ser «brillante», y «original» y tener «experiencias». Algunos
son
brillantes y originales de acuerdo con los cánones de la especie, y otros
saben
escoger sus experiencias. Pero, atrapados en esa tela de araña, todo se reduce a una mera agitación. No hay vuelos verdaderos. El brillo es sólo lustre; la originalidad, perversión, y las experiencias, experiencias crudas. No me refiero con esto a las experiencias sexuales, aunque su afán de romper con la tradición y escapar al sentimentalismo los hizo caer en una extravagancia vulgar y estéril. Me refiero a la crudeza de… bueno, de espíritu. Aunque a menudo son muy inteligentes, para su especie, se entiende, no han logrado captar los aspectos más finos de la experiencia. Y esto se debe en parte, me parece, a una total carencia de disciplina espiritual, y en parte a un miedo oscuro y casi inconsciente. Son todos muy sensibles al placer y al dolor; pero cuando tropezaron por vez primera con una experiencia fundamental les pareció aterradora. Evitaron desde entonces esas experiencias, y compensaron esa perpetua huida lanzándose a toda suerte de juegos menores y superficiales, aunque sensacionales, sin dejar de hablar solemnemente de la Experiencia, con E mayúscula.

Este análisis me incomodó, pues no se me escapaba que podía aplicárseme. Juan me adivinó sin duda el pensamiento, pues me sonrió y hasta se rebajó a guiñarme un ojo, de un modo perfectamente vulgar. Luego dijo:

—Al que le caiga el sayo… ¿no, viejo? No, no te preocupes. No estás preso en la tela de araña. El destino te ha salvado.

Una semana después de esta charla, el humor de Juan pareció cambiar. Hasta entonces había sido despreocupado, y hasta impúdico en sus comentarios e investigaciones. En sus épocas de mayor seriedad exhibía el interés amable, aunque distante, de un antropólogo que estudia una tribu primitiva. Hablaba voluntariamente de sus experiencias y defendía con pasión sus opiniones. Pero de pronto se hizo menos comunicativo, y cuando condescendía a hablar, sus discursos eran severos y concisos. La ironía y la burla desaparecieron. En su lugar desarrolló el hábito de demoler con frialdad y monotonía los argumentos ajenos. Esto pasó también, y su única reacción ante un comentario de interés general fue una mirada sombría y fija. Así contemplaría el hombre solitario al perrito que le hace fiestas cuando siente la necesidad de compañía humana. Si algún otro me hubiese tratado así, me habría sentido ofendido. Viniendo de Juan, me desconcertaba. Me daba una penosa conciencia de mí mismo y el irresistible deseo de volver los ojos y ocuparme de cualquier cosa.

Sólo una vez se expresó francamente. Yo había ido a su taller con el propósito de discutir uno de sus proyectos financieros. Juan estaba acostado en su litera, balanceando una pierna en el aire. Tenía las dos manos debajo de la cabeza. Me embarqué en el asunto, pero era evidente que Juan estaba distraído.

—Maldita sea, ¿no puedes escucharme? —dije—. ¿Estás inventando otro aparatito, o qué?

—Inventando, no —replicó—. Descubriendo.

Había tal solemnidad en su voz que sentí miedo.

—Oh, por favor, explícate. ¿Qué te ocurre estos días? ¿No puedes decírmelo?

Juan volvió su mirada del techo a mi cara. Me miró fijamente. Empecé a llenar mi pipa.

—Sí, te lo diré —contestó—. Si puedo, o todo lo que pueda. Hace algún tiempo me hice una pregunta. La situación actual del mundo ¿es un mero accidente, una enfermedad, que podría haberse evitado o curado? ¿O es algo inherente a la naturaleza misma de tu especie? Bueno, ésta es la respuesta. El
Homo Sapiens
es una araña que trata de escapar de una bañera. Cuanto más sube, más empinada es la pared, y tarde o temprano caerá. Puede moverse sin dificultades mientras está en el fondo, pero apenas empieza a trepar, resbala. Y cuanto más sube, más cae. No importa qué dirección tome. Puede iniciar, sucesivamente, varias civilizaciones, pero antes de alcanzar la cima, ¡abajo!

Protesté contra la seguridad de Juan.

—Quizás sea así —dije—, pero ¿cómo puedes saberlo? El
Homo Sapiens
es un ser ingenioso. ¿Y si la araña logra que sus patas se adhieran a las paredes de la bañera? O supongamos que no sea una araña, sino un escarabajo. Los escarabajos tienen alas. A menudo no las usan; pero ¿no hay acaso signos de que la actual ascensión del
Homo Sapiens
difiere de todas las anteriores? El poder mecánico da seguridad a sus patas y yo diría que sus alas también se mueven.

Juan me miró silenciosamente, y respondió como desde muy lejos:

—No tiene alas, no tiene alas. —Y luego dijo, con una voz más normal—: En cuanto al poder mecánico, podría serle útil, pero no sabe qué hacer con él. Para cada tipo de criatura hay un límite
posible
de desarrollo, un límite inherente al plano de su organización. El
Homo Sapiens
alcanzó ese límite hace un millón de años y ahora ha iniciado un juego peligroso. Para dominar la situación actual se necesita un ser de mayor capacidad que el hombre. Por supuesto,
puede
ser que no caiga justo en este momento.
Puede
salir de esta crisis particular de la historia. Pero si lo logra, lo atacará la parálisis. Nunca podrá volar. El poder mecánico es vitalmente necesario para el espíritu humano, pero mortal para el espíritu subhumano.

—¿Cómo puedes saberlo? ¿No confías demasiado en tu propio juicio?

Los labios de Juan se apretaron, esbozando una torcida sonrisa.

—Tienes razón —dijo—. Hay otra posibilidad. Si por inspiración divina, toda la especie, o por lo menos la mayor parte de ella, se hiciese de pronto verdaderamente humana, sería diferente.

Lo tomé como una ironía, pero él prosiguió:

—No, no, hablo muy en serio. No es imposible. Debes interpretar mi expresión «por inspiración divina» como redimida de su pequeñez, de su propia naturaleza espiritual rudimentaria, por medio de un aporte súbito y espontáneo de fuerza. A muchos hombres les ocurre algo semejante. Eso fue, por ejemplo, el advenimiento del cristianismo. Pero los redimidos fueron pocos y el filón se extinguió. Si el milagro no se repite, con mayor extensión y poder, no hay esperanzas. Los primitivos cristianos, los primitivos budistas, y todos los otros, no llegaron a ser verdaderamente humanos. En cuanto a la inteligencia estaban como antes, y en cuanto a la voluntad, el cambio era profundo, pero poco firme. No lograron integrar su ser en un orden distinto y armonioso. O, dicho de otra manera, conseguían convertirse en santos, pero rara vez en ángeles. Lo subhumano y lo humano no se conciliaban. Obsesionados por la idea del pecado y la salvación del alma, no fueron capaces de vivir una nueva vida con alegría y espontaneidad creadoras.

Callamos unos instantes. Volví a encender mi pipa, y Juan dijo:

—El fósforo número nueve.

Era cierto, conté los restos de ocho fósforos aunque yo no recordaba haberlos encendido. Juan, desde la cama, no podía ver el cenicero. Por más abstraído que estuviera, notaba siempre todo lo que ocurría a su alrededor.

Enseguida empezó a hablar otra vez. Me miraba continuamente, pero yo sentía que se dirigía sobre todo a sí mismo.

—En una época —dijo— pensé que debía hacerme cargo del mundo y ayudar al
Homo Sapiens
a rehacerse, sobre una base más humana. Pero veo ahora que sólo eso que los hombres llaman «Dios» podría lograr algo. O si no un ejército de seres superiores venidos de otro planeta u otra dimensión. Pero me pregunto si se tomarían la molestia. Los terráqueos serían probablemente para ellos cabezas de ganado, posibles colecciones de museo, animalitos domésticos, o quizá sólo unos bichos repugnantes. De todos modos si quisiesen mejorar al
Homo Sapiens
, me parece que lo conseguirían. Pero yo no puedo. Creo que, si me lo propusiera, podría apoderarme del poder, encargarme de la especie normal, y hacer del mundo algo más satisfactorio y feliz; pero tendría que aceptar en última instancia las limitaciones de la especie. Tratar de que superasen sus capacidades, sería como querer civilizar un grupo de monos. El caos sería extraordinario. Se unirían contra mí, y a la larga o a la corta me destruirían. Tendría que aceptarlos como son, y eso sería desperdiciar mis mejores poderes. Más vale que dedique mi vida a criar pollos.

—Hablas con demasiada arrogancia —exclamé—. No podemos ser tan malos como crees.

—¿No? Claro, tú eres uno de ellos —dijo Juan—. Óyeme. Mis investigaciones en Europa me llevaron mucho tiempo. ¿Y qué descubrí? Creía ingenuamente que las personas más prominentes, los mejores pensadores, los jefes, en el verdadero sentido de la palabra, serían casi seres humanos. Racionales, eficientes, desprendidos, íntegros. Nada de eso. En su mayoría están por debajo del nivel común. La posición misma los ha echado a perder. Piensa en el viejo Z. (Nombró a un Ministro del Gabinete). Si lo vieses como lo vi yo, te sorprenderías. No siente nada fuera de las cosas que atañen a su pueril autoestimación. Todo llega a él a través de una capa de nociones preconcebidas,
clichés
, frases diplomáticas. Una mosca que vuela sobre un río tiene más idea de los peces que él de la política. Recurre, por supuesto, al ardid de repetir una serie de frases que
podrían
significar algo, pero no para él. Frases que son piezas en el rompecabezas de la política. No
vive
para las cosas reales. Toma otro caso: el de Y, magnate del periodismo. Es una rata del arroyo, de escasa inteligencia, que ha encontrado una receta para hacer dinero. Le hablas de la realidad y no sabe a qué te refieres. Pero no sólo en la gente de esta clase se da esa combinación de poder e insustancialidad. Hay verdaderos conductores, como el joven X, cuyas ideas revolucionarias van a afectar enormemente el pensamiento social. X es hombre inteligente, y de carácter. Pero nadie, ni él mismo, conoce sus
verdaderos
motivos. Pasó miserias hace algún tiempo, y ahora desea vengarse. Dejémosle, y ojalá tenga suerte. Pero piensa en lo que es tener esa meta, aun inconscientemente. Le ha permitido trabajar con eficacia, pero también lo ha estropeado, pobre hombre. O toma el caso del filósofo W, que tanto ha hecho por destruir la confianza simplista de la vieja escuela en las palabras. Su problema es similar al de X. Lo conozco muy bien a ese bicharraco. La raíz de todos sus esfuerzos es la idea que tiene de sí mismo: hombre que no se inclina ante otros hombres ni ante Dios, exento de prejuicios y sentimentalismos, fiel a la razón, pero no su ciego esclavo. Todo esto que podría ser admirable, lo obsesiona de tal modo que pierde la cabeza. No se puede ser un verdadero filósofo si se tiene una obsesión. ¿Y V? Los electrones o las galaxias carecen de secretos para él, y ha tenido ciertas experiencias de tipo espiritual. Y bien, ¿cómo funciona esta vez el mecanismo? Es una criatura amable y simpática. Le gusta pensar que el Universo es irreprochable, desde el punto de vista humano. De ahí sus investigaciones y especulaciones. Por otra parte su experiencia espiritual le indica que la ciencia es insuficiente. Muy bien, otra vez; pero como su experiencia espiritual no es muy profunda y se mezcla con su bondad, ésta le hace decir cosas acerca del Universo que son meras invenciones.

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