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Authors: Olaf Stapledon

Tags: #Ciencia Ficción

Juan Raro (11 page)

BOOK: Juan Raro
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Comencemos por el psiquiatra. El veredicto de Juan sobre el eminente manipulador de almas me reveló su desprecio por el
Homo Sapiens
y su comprensión de los seres no totalmente animales ni totalmente humanos.

Después de nuestra última visita al consultorio, aun antes que se cerrara la puerta, Juan se permitió una larga carcajada que me recordó el grito del guaco asustado.

—Pobre diablo —exclamó—. Aunque… ¿qué podría hacer? Tiene que parecer inteligente a toda costa, aunque no entienda nada. Está en un aprieto similar al de un
médium
con éxito. No es un mistificador: hay algo de verdadera ciencia en su trabajo. Puede resolver los casos claros, de orden mental más bien inferior, con problemas esencialmente primitivos. Pero ni aun entonces sabe qué está haciendo, ni cómo obtiene la curación. Por supuesto, tiene sus teorías, y le son muy útiles. Da a su desventurado paciente grandes dosis de charla, como un médico que administrase píldoras de azúcar, y el pobre tonto se lo cree todo, se siente animado y se las arregla para curarse a sí mismo. Pero cuando se le presenta otra especie de caso, situado en un nivel mental superior (seis pisos más arriba que el abrigado departamento de nuestro amigo, por así decirlo) el fracaso es inevitable. ¿Cómo podría una mente de su categoría comprender a otra mente sensible de veras a las cosas humanas? No me refiero a la sabiduría de los pedantes. Me refiero a los sutiles contactos humanos, a los contactos con el mundo. Es una especie de intelectual, con sus cuadros modernos, y sus libros acerca del inconsciente. Pero no es plenamente humano, ni siquiera para las normas del
Homo Sapiens
. No es de veras un adulto, y el pobre hombre se encuentra desorientado ante gente realmente adulta. Por ejemplo, a pesar de sus cuadros modernos, no entiende qué es el arte. Y sabe menos de filosofía que un avestruz del vuelo a gran altura. No se le puede culpar. Sus alas no podrían sostener esa mente pesada y pedestre. Pero no debería empeorar las cosas escondiendo la cabeza en la arena y diciéndose a sí mismo que está estudiando los cimientos de la naturaleza humana. Cuando se le presenta un caso con alas, con problemas provocados por su falta de ejercicio, nuestro amigo no entiende qué ocurre. Dirá por ejemplo: «¿Alas? ¿Qué alas? Tonterías. Mírenme a d. Atrófieselas enseguida y esconda la cabeza. Evitará así cualquier peligro». El paciente entra en una especie de coma espiritual. Si el pobre individuo aguanta, queda completamente curado, y completamente inútil. Con frecuencia aguanta, pues su psiquiatra es muy hábil. Podría convertir a un santo en un sátiro con un mero esfuerzo mental. ¡Pensar que esta civilización entrega la curación de las almas a motos como éste! No se lo puede censurar, desde luego: Dentro de sus límites, es un hombre decente, y hace lo que puede. Pero es absurdo esperar que un veterinario pueda curar a un ángel caído.

Juan criticaba la psiquiatría, pero no por eso respetaba las Iglesias. Si se interesó en las prácticas y doctrinas religiosas no fue sólo con el propósito de estudiar al
Homo Sapiens
. Su motivo era en parte (al menos así me dijo) la esperanza de poder arrojar alguna luz sobre ciertas experiencias nuevas y asombrosas que había realizado y que quizá podrían ser del tipo comúnmente denominado religioso. Regresaba de sus expediciones a iglesias y capillas en un estado de excitación que a veces se descargaba en bromas groseras sobre los ritos, y otras en una exasperación y una perplejidad casi histéricas. Al salir de uno de estos servicios observó:

—Noventa y nueve por ciento de fábula y uno por ciento de otra cosa, pero ¿qué?

Había en la voz de Juan una tensión que me obligó a mirarlo. Vi asombrado que tenía los ojos llenos de lágrimas. Ahora bien, Juan dominaba normalmente sus reflejos lagrimales. Desde su infancia no lo había visto llorar sino deliberadamente. Sin embargo, éstas eran en apariencia lágrimas espontáneas, de las que no parecía tener conciencia. De pronto se rió y dijo:

—¡La salvación de almas! Si uno fuera Dios, ¿no se reiría? ¿Qué importa si se salvan o no? El deseo de salvarse es casi una blasfemia. Pero ¿qué es eso que cuenta realmente y pasa a través de las fábulas como la luz a través de un vidrio sucio?

El Día del Armisticio acompañé a Juan a los servicios de la Catedral Apostólica Romana. El enorme edificio estaba atestado. La solemnidad de la ocasión ocultaba el artificio y la insinceridad. La liturgia era perturbadora, aun para un agnóstico como yo. Uno sentía espanto, casi, ante el poder que el culto tradicional podía tener sobre una masa de creyentes impresionables. Juan había entrado en la catedral con su acostumbrado interés desdeñoso por las pasiones del hombre, pero a medida que se desarrollaba el servicio, parecía más y más absorto. Miraba a su alrededor con su inescrutable mirada de águila, aunque no se fijaba aparentemente en los feligreses, el coro o los sacerdotes, sino en la totalidad de la situación. Su rostro tenía una expresión que yo no conocía, una expresión con la que me familiaricé más tarde, pero que todavía hoy no puedo interpretar satisfactoriamente. Sugería sorpresa, asombro, una especie de éxtasis incrédulo, y aun cierta diversión levemente marga. Supuse, como es natural, que Juan se divertía con la locura y la solemnidad de nuestra especie, pero cuando dejábamos la iglesia me sorprendió diciendo:

—Todo esto sería quizá espléndido si no tratasen por todos los medios de humanizar a Dios. —Advirtió sin duda mi asombro, pues se rió y dijo—: Oh, ya sé que no vale nada. ¡Ese sacerdote! Basta ver cómo se inclina ante el altar. Todo es falso, intelectual y emocionalmente; pero… bueno, ¿no percibes el eco de, o mejor, de alguna antigua y valiosa experiencia vivieron quizá Jesús y sus amigos? Y algo remotamente parecido sentían esos fieles, uno de cada ¿No te diste cuenta? Pero, naturalmente, cuando trataban de ajustarlo a las doctrinas eclesiásticas, lo arruinaban todo.

Sugerí a Juan que su excitación y la de los otros eran producto de la solemnidad. Claro, «proyectábamos» nuestras sensaciones, y creíamos encontrarnos algo sobrehumano.

Juan me miró rápidamente y estalló en una alegre carcajada.

—Querido hombre —dijo, y creo que fue la primera vez que usó esa expresión tan devastadora—, tú no adviertes ninguna diferencia entre esa excitación y otro, pero yo sí. Y me parece que muchos de tu especie también la advierten. Por lo menos mientras no hayan caído en manos de los «psicólogos».

Le pedí que fuera más explícito, pero sólo me dijo:

—Soy demasiado joven y todo esto es nuevo para mí. Ni siquiera Jesús pudo explicar sus experiencias. En realidad no trató de hacerlo. Se refirió sobre todo a los cambios que pueden traer esas experiencias, y es posible que no hayan trascripto fielmente sus palabras. Soy todavía muy joven.

Una entrevista con un dignatario de la Iglesia Anglicana dejó a Juan en un estado de ánimo muy distinto. Este dignatario era muy conocido en ese entonces por sus intentos de renovar la Iglesia dando nueva vida a los antiguos dogmas. Juan se ausentó algunos días. Cuando regresó parecía menos interesado en el dignatario eclesiástico que en un comunista con quien se había encontrado anteriormente. Luego de oír su disquisición sobre el marxismo le pregunté:

—¿Y qué me dices del Reverendo?

—Sí, por supuesto, estuve también con el Reverendo. Un hombre simpático y comprensivo. El comunista no era tan simpático, ni comprensivo. Pero, evidentemente, el
Homo Sapiens
no puede ser simpático cuando se apasiona. Es curioso. Los miembros de tu especie, cuando vislumbran una verdad inicial, como en el caso del comunismo, parecen enloquecer. Y cuánto de religioso hay en realidad en este comunista. Lo ignora, por supuesto, y odia esa palabra. Dice que los hombres deben preocuparse por el Hombre, y por nada más. El comunismo es para él una especie de refugio moral, lleno de
deberes
. Reniega de la moral y luego maldice a los otros por no ser santos comunistas. Si no aplaudimos la guerra de clases, somos tontos, o esclavos, y perdemos el tiempo. Nos dirá, naturalmente, que sólo la guerra de clases puede emancipar a los obreros. Pero no es ésa la raíz de su conducta. El fuego interior que lo consume es, aunque lo ignore, la pasión por el materialismo dialéctico, la dialéctica de la historia. Sólo desea ser un instrumento de la dialéctica y, misteriosamente, lo que en el fondo de su corazón quiere decir con eso es lo mismo que la ley de Dios para los cristianos. Es raro. Dice que el elemento válido del cristianismo es el amor al prójimo. Pero él no ama realmente al prójimo. Mataría a cualquiera si pensará que así conviene a la dialéctica histórica. Lo que verdaderamente comparte con los cristianos es una oscura pero activa conciencia de algo super-individual. Desde luego, cree que ese algo es la masa de los individuos, el grupo. Pero no es el grupo lo que inflama su entusiasmo. Es la justicia, el derecho y toda la música espiritual que el grupo expresa. Por supuesto, sé que no todos los comunistas son religiosos. Pero éste lo es. Y quizá también lo era Lenin. No basta con decir que su móvil inicial fue el deseo de vengar a su hermano. En cierto sentido, eso es verdad; pero es posible sentir detrás de casi todas sus palabras el propósito de convertirse en el instrumento elegido por el destino, por la dialéctica, por algo que casi podría llamarse Dios.

—¿Y el Reverendo? —pregunté.

—El Reverendo. Ah, sí. Bueno, es religioso así como la luz del fuego es luz solar. Alguna vez los árboles petrificados del carbonífero crecieron al sol, y ahora en la chimenea, arrojan un fulgor tembloroso que entibia agradablemente la habitación mientras nadie las cortinas y no dejen entrar la noche. Afuera los hombres tropiezan en la oscuridad, pero todo lo que el Reverendo puede hacer es encender un buen fuego y decirles que se sienten a su alrededor. Algunos se le meten en la sala, manchan de barro la alfombra y escupen en el fuego. El Reverendo se entristece, pero los soporta noblemente porque, aunque no sabe lo que es amor, trata de amar al prójimo. Claro que si la gente se porta realmente mal, llamará por teléfono a la Policía.

Citaré ahora algunas de las críticas de Juan a los comunistas.

—El comunista se cree noble y desgraciado. Por supuesto es desgraciado, terriblemente desgraciado. La culpa la tiene tanto la sociedad como él mismo. Esta pobre criatura se pasa la vida odiando la sociedad o los poderes que rigen la sociedad. Es un saco de odio. Pero su odio no es realmente profundo. Es algo así como una autodefensa, una autojustificación, que no se parece al odio que aplastó al Zar, se hizo fecundo y creó a Rusia. La situación no es por ahora tan mala en Inglaterra. Todo lo que pueden hacer actualmente es expresar su odio y dar a los demás una hermosa excusa para reprimir el comunismo. Mucha gente rica, o que puede serlo, siente subconscientemente vergüenza de sí misma, y odio también. Necesitan un chivo emisario en quien volcar ese odio, y hombres como éste son para ellos un regalo de los dioses.

Dije que el odio de los pobres se justificaba más que el de los ricos. Esta observación arrancó a Juan un discurso analítico y profético que el tiempo ha justificado.

—Hablas —dijo— como si el odio fuese siempre racional, o justo. Si quieres comprender la Europa moderna y el mundo, debes tener en cuenta distintos factores, algo relacionados entre sí.

»Primero, la necesidad casi universal de odiar algo, con razón o sin ella, descargar en él nuestro propio mal, y luego destruirlo. Los espíritus enfermizos necesitan de ese odio. Odian así a sus vecinos, sus mujeres, sus maridos, sus hijos, o sus padres. Pero se exaltan sobre todo odiando a los extranjeros. Al fin y al cabo, una nación es, principalmente, una sociedad fundada para odiar a los extranjeros, una especie de club del odio.

»El segundo factor es el evidente desorden de la economía. Los poderosos tratan de gobernar el mundo para su propio beneficio. Hasta no hace mucho lo consiguieron, pero ahora la situación se les está escapando de las manos. El caos en que vivimos tiene esa raíz. Los pobres, naturalmente, odian a los ricos que han creado este caos y no pueden salir de él. Los ricos tienen miedo, y por el mismo motivo odian a los pobres. La gente no entiende que si el odio no fuese una necesidad profunda, el problema social sería, por lo menos, enfrentado con inteligencia.

»Y por último, la idea, cada vez más difundida, de que la cultura científica es un error. No quiero decir que la gente dude del valor de la ciencia. Es algo más profundo. Sienten que la vida moderna es decepcionante. Hay algo de muerto en ella, algo estéril. Este horror a la cultura moderna, la ciencia, la mecanización y la estandarización es más reciente que las doctrinas bolcheviques.

»Los comunistas e izquierdistas en general echan la culpa de todo al capitalismo, pero aceptan en su esencia la nueva cultura. Son racionalistas, mecanicistas. Otros en cambio se rebelan. No saben por qué, pero sienten que esa cultura es deficiente. Algunos vuelven a las iglesias, especialmente al catolicismo. Pero ha pasado mucha agua bajo los puentes. Aquellos que no pueden tragar la droga cristiana buscan desesperadamente otra cosa, aunque no saben qué. Y esta profunda necesidad, a veces inconsciente, se confunde con el odio, y si el hombre pertenece a la clase media, con su temor a la revolución social, cualquier truhán, cualquier ambicioso puede utilizar rápidamente esta mezcla de temor y odio. Así ocurrió en Italia, y así ocurrirá en otras partes. Apuesto a que dentro de pocos años habrá en Europa todo un movimiento contra la izquierda, inspirado parcialmente en el temor y el odio, y en la vaga sospecha de que algo anda mal en la cultura científica. Es más que una sospecha intelectual. Es una certeza que viene de las entrañas, una especie de hambre real brutal y ciega. ¿No la sentiste en Alemania el año pasado? Una profunda repugnancia, todavía inconsciente, a la máquina, la razón, la democracia y la cordura. Un confuso deseo de enloquecer, de convertirse de algún modo en un poseído. Poco costará a los enriquecidos cultores del odio utilizar esas tendencias, basadas en una confusa mezcla de búsqueda de sí mismo, odio, y esa hambre del alma, tan valiosa, pero tan fácilmente inclinada a la crueldad. ¡Si el cristianismo pudiera absorber y disciplinar ese apetito! Pero el cristianismo ha muerto. Estos hombres inventarán probablemente alguna espantosa religión privada. Su dios será el del club del odio, la nación. Los nuevos mesías (uno para cada tribu) no triunfarán por la bondad, el amor, sino por la execración y la brutalidad. Pues eso es lo que todos vosotros deseáis realmente, lo que duerme en lo hondo de vuestras entrañas y mentes enfermas.

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