Juego de damas (19 page)

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Authors: Mamen Sánchez

Tags: #narrativa, policiaca, romantica, thriller

BOOK: Juego de damas
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—No te habrás creído el cuento de que estoy muerta, ¿verdad? —dijo sin levantar la vista de las páginas de seda.

—Pues, la verdad, Claudia —respondió Francesca—, ya no sé qué pensar.

Era extraño, muy extraño, que unos días Claudia tuviera cinco años, trenzas y botines, y otros fuera ya una vieja con telarañas entre los dedos. Esa cara de porcelana, esos ojos de cristal, esa piel de trapo igualita a la de las demás muñecas puestas en hilera sobre la cama, a veces le hacían dudar de la verdadera naturaleza de la niña. «Pareces de juguete», le decía cuando, al agitarla, Claudia no daba señales de vida.

Sin embargo, la presencia de su hermana, siempre vigilante, siempre al acecho, había sido una constante en su día a día. Claudia llevaba dieciséis años deambulando por este mundo; los cinco primeros libre como una mariposa bonita y efímera; los once siguientes agazapada detrás de los muebles, escondida entre las cortinas y los visillos, invisible para todos excepto para ella. «Yo soy sólo tuya. No hablo con nadie. Nadie me dirige la palabra. Te pertenezco a ti en exclusiva».

—Volverás a ver al doctor Musatti.

—Eso creo.

—Sabes lo que dirá, ¿verdad?

—Sí, Claudia, que tú no existes más que en mi imaginación.

—¿Te acuerdas de lo que tienes que responderle?

—Que tiene toda la razón.

—Muy bien.

Ya había pasado por esto una vez. Cuando tenía nueve o diez años, Paola y Stefano se preocuparon seriamente por aquella amiga invisible con la que jugaba Francesca a escondidas, a la que hablaba en susurros, a la que llamaba Claudia sin comprender que aquel nombre les hacía un daño atroz y pidieron ayuda a un médico ilustre, el doctor Musatti, quien les explicó que un trauma como el vivido por su hija no se cura con sopas calientes. La terapia resultó demoledora para todos. ¿Cómo aceptar que Claudia, su niña con mellas en los dientes, se hubiera ido para siempre? ¿Cómo descargar a Francesca de aquella culpa que la carcomía por dentro? ¿Cómo convencerla de que la muerte de Claudia fue un accidente, inevitable y atroz?

Las tardes de flores y rezos ante la tumba de Claudia en el cementerio de Laglio no las entendía ni el mismísimo vigilante. «Ven, Franchie, dile adiós a tu hermana. Se va para siempre. Está muerta, ¿lo ves? Esta es su tumba. Aquí está su cuerpo. Ya no la verás más, ya no podrás hablar con ella». Y la niña saltaba de lápida en lápida, como en una rayuela macabra, mientras su madre, Paola, se deslizaba por la pendiente del desánimo.

—¿Por qué sigues leyendo el libro, Claudia? —le preguntó para cambiar de tema—. Este crimen se ha terminado. Ha salido mal. Margherita sigue viva, mírala, revolcándose de dolor sobre la hierba, pero viva. Ya no tiene sentido continuar con la historia de lady Morgan.

—¿Y si la asesinó su marido? —respondió cortante Claudia clavándole los ojos por primera vez—. Piénsalo, Franchie, podría ser una solución. Charles Morgan descubre que su mujer se ha enamorado del joven Domenico Fontana y, presa de un ataque de celos, la golpea violentamente hasta dejarla inconsciente. Entonces, atemorizado por las consecuencias de su comportamiento, la sube a una barca de remos a escondidas y la ahoga en el lago. Regresa a nado a la orilla y recorre el resto del camino a pie. Hasta bien entrada la noche no da la voz de alarma. ¿Dónde está Sydney? ¿Alguien sabe adonde ha ido?

—Podría ser —le concedió Francesca—. Los crímenes pasionales están a la orden del día. Aunque yo no me imagino a papá asesinando a nadie. Y menos a Margherita.

La sirena de una ambulancia procedente de Como hizo su aparición en escena. Verdaderamente, estaba resultando ser una mañana complicada para los servicios de emergencias: primero el accidente del hidroavión y ahora este otro accidente. «Una caída desafortunada, una mujer embarazada, un traumatismo craneal, una contusión cerebral con pérdida de conocimiento. Nada grave, gracias a Dios, con un poco de hielo y vigilando bien que no aparezcan síntomas de inestabilidad, ni vómitos, ni visión doble, volverá a la normalidad en unas horas. El bebé está perfectamente, no se preocupen ustedes que la naturaleza es muy sabia para estas cosas. Miren, escuchen con qué fuerza late su corazón, pónganse el estetoscopio, así, muy bien. ¿Lo oyen? Todo está bien. Aquí no ha pasado nada».

—Me están entrando unas ganas de vomitar… —dijo Francesca, asomada al balcón, observando cómo los médicos levantaban con delicadeza a Margherita del suelo y cómo la abrazaba Stefano, empapado en lágrimas.

—Tienes que aprender a ver más allá —le recriminó Claudia—. Por mirarlos a ellos te estás perdiendo esa barca de remos que se adentra en el lago con dos personas a bordo. Son Domenico Fontana y Sydney Morgan. Van a esconderse en un recodo de la orilla, muy cerca de Villa Pliniana, donde nadie pueda ser testigo de su amor prohibido. Ella se ha adornado el pelo con lavanda, él lleva puesta la camisa del uniforme, los botones abiertos dejando a la vista su pecho tostado, y no pueden apartar la vista el uno del otro. Están hechizados, hambrientos y sedientos. Míralos, ya se acarician, ya se besan, ya no les importa nada ni nadie. Se dejan arrastrar por la corriente.

XVIII

Historia romántica de Lario, un estudio

LADY MORGAN, SUCESOS Y CORRESPONDENCIA

La tea ardiendo que había sido la pasión de Charles Morgan para el cuerpo inflamable de su esposa se apagó en cuanto Sydney se volvió de hielo. Tensa y fría, un témpano árido y cortante, compartía su cama con él porque no le quedaba otro remedio, pero no le permitía tocarla. Pasaban las noches cada cual en su lado del colchón, como Rusia y Francia, enemigos en pie de guerra.

Al principio, Charles había albergado la esperanza de que Sydney, si no era capaz de perdonarle, al menos pudiera llegar a comprenderle. Tampoco para él había sido plato de gusto recoger del suelo los restos del aborto, encontrar en el charco de sangre el muñequito arrugado que era su hijo y conservarlo en un frasco, como otro más de sus ensayos de laboratorio. Lo había llorado con inmenso dolor de padre, había besado el recipiente de cristal como si fuera la urna de sus cenizas y lo había velado durante horas antes de tomar la decisión tremenda de analizarlo.

Pero la mente científica es así, capaz de ir más allá, de dejar a un lado los sentimientos humanos. ¿Acaso no había experimentado el doctor Jenner con su propio hijo enfermo? ¿No le había estudiado después de muerto para entender los motivos de su fallecimiento? ¿Y no le había permitido su esposa que buscara el remedio para ese mal en lo más profundo de aquel cuerpo tan amado, con la es esperanza de que ninguna otra madre del mundo tuviera que soportar jamás el sufrimiento que la desgarraba a ella?

Todo esto le repetía a su mujer una y otra vez, hasta que comprendió que Sydney era incapaz de compartir sus razonamientos. Que le repugnaba hasta el sonido de su voz, no digamos el tacto de su piel o su pretensión de acariciarla. Si se acercaba más de la cuenta, ella se hacía un ovillo, las rodillas encogidas, la espalda curvada, y entonces a Charles le venía a la mente la imagen del cuerpecillo blanquecino flotando sin vida en el frasco de cristal.

Era una niña. Una pequeña Sydney Morgan que hubiera heredado la belleza de su madre, su imaginación y su voz de ángel. Y también, ¿por qué no?, la curiosidad del padre y su interés por la medicina. Habrían sido muy felices viviendo los tres en el cottage cercano a Baron's Court que los Abercorn habían puesto a su disposición, con sus rosales trepadores, su caminillo de piedras, su chimenea caldeando el salón y su cocina de leña. Pasarían las largas veladas de invierno confortablemente sentados alrededor del fuego, tomando té con pastas mientras Sydney les relataba viejas historias de hadas y duendes de la misteriosa Irlanda y Charles la acompañaba con las notas de su guitarra española.

La estampa irradiaba calor, y no el frío glaciar que los asediaba ahora. Casi no se dirigían la palabra, casi no se miraban a los ojos. Sydney pasaba horas y horas asomada a la ventana de su gabinete observando a los Fontana disfrutar del verano, de las noches estrelladas y de las mañanas de sol.

Los chicos solían salir a pescar al alba en la barca de remos. Unos días los acompañaba el padre; otros sólo iban Domenico y su hermano León, ambos con las camisas abiertas, los pantalones remangados, las cañas y las redes, la piel tostada y el sudor.

Las niñas se ocupaban de las flores y de la huerta; los delantales bordados y los vestidos blancos. Daban largos paseos en la calesa abierta, con las sombrillas desplegadas y los rizos al viento, visitaban el mercado, asistían a misa y recorrían el corso de extremo a extremo, agarradas del brazo, las dos mayores tan rubias, tan alegres, tan llenas de vida, mientras la signora Fontana preparaba pannacotta ayudada por su hija menor, Luciana.

Daba la sensación de que Sydney había renunciado a su propia felicidad y sólo aspiraba a mendigar las sobras de la suya a aquellas personas desconocidas. Detrás de los visillos espiaba los movimientos de cada miembro de la familia y sólo abandonaba su observatorio cuando se acercaba el crepúsculo para bajar al embarcadero y esperar, candil en mano, el regreso de los pescadores. Los veía llegar a lo lejos y agitaba la luz, como un faro encendido, para mostrarles el camino de vuelta.

León se ocupaba de amarrar la barca y desenredar las redes. Domenico descargaba los cestos llenos de peces y jamás permitía a lady Morgan que lo ayudara.

—Señora, ni lo piense —le decía con un gesto muy pícaro—, no es trabajo para una dama mancharse las manos de pescado. —Y levantaba en alto la cesta para que Sydney admirara sus fuertes brazos—. No hay mejor recompensa que encontrarla aquí, esperándonos —le decía meloso—, como Penélope o Medea, o como cualquier diosa griega, bellísima, al final de la travesía. ¿Cuándo accederá a venir conmigo, los dos solos, a descubrir los secretos de este lago? Yo podría mostrarle los lugares más hermosos, los más apartados y misteriosos. Existen rincones en estas orillas que no conoce nadie; playas recónditas, bosques profundos, claros solitarios, donde podríamos ocultarnos de miradas curiosas y malas lenguas.

Entonces Sydney se sonrojaba y señalaba a León con la cabeza, pidiéndole sin palabras al galán: «Sé discreto, Domenico, ten piedad de mí».

—Mi hermano no entiende el inglés —continuaba él—, aunque sí se da cuenta de la fascinación que siento hacia usted. Esta fuerza no se puede dominar. Es ella la que me domina a mí.

—Calla.

—Me atrae como el imán al metal, me hace hervir como el fuego al agua.

—Calla, Domenico, por lo que más quieras.

—La deseo, señora, desde que la vi en la ventana. Sueño con su piel de oro, sus labios carnosos, su melena rizada, su cuerpo y su alma.

Estas cosas le decía Domenico con pequeñas variantes. La piel de oro era a veces de fuego, y los labios se podían morder, y el pelo era capaz de enredarse en sus dedos, pero el fondo era siempre el mismo: hablaba del cuerpo de Sydney como de un festín y, mientras lo hacía, sus músculos se tensaban, la carne se le ponía de gallina y la boca se le hacía agua.

Luego León pasaba entre ellos rompiendo el encantamiento y entonces Domenico y Sydney reparaban por primera vez en la presencia de la vieja Abbondia, santiguándose entre los arbustos.

—Lejos de sus maleficios —decía el galán.

Charles Morgan también observaba la escena, disimulando detrás de un libro abierto, desde la ventana del laboratorio. Sydney lo sabía, pero no le importaba lo más mínimo. «Sufre», pensaba, y eso le proporcionaba a ella una satisfacción malsana, dulce y ácida al mismo tiempo, que hacía más excitante si cabe el cortejo.

—Siempre ha sido una coqueta incorregible —le había advertido la dulce Olivia al doctor Morgan el día en que se conocieron—, pero no debes mortificarte. También ha mantenido a todos sus pretendientes a raya dándoles una de cal y otra de arena, y parándoles los pies cuando ha sido necesario. Puedo asegurarte que ninguno de ellos ha logrado jamás rozarle la piel, besarle otra cosa que no sea la mano o pasearle la vista más allá del tobillo. Creo que en eso consiste su éxito. En preservar su virtud y ser inalcanzable.

Pero poco consuelo encontraba ahora Charles en aquellas palabras, cuando ya la virtud de Sydney le pertenecía a él, no a ella, y, apesadumbrado, presentía que no sería capaz de conservarla durante mucho tiempo. Para su desgracia, Domenico Fontana era tremendamente atractivo, hablaba inglés con un seductor acento italiano, era más joven que él, más alto, más fuerte, más tentador y, además, estaba prohibido. Lo único que podía hacer el pobre Charles era arrastrarse como un gusano ante Sydney y permitirle que lo pisoteara mientras la felicidad se le escurría como el agua entre los dedos.

Y así se habría sentido indefinidamente si no se le hubiera ocurrido la idea más peregrina de su intachable historia. Fue una iluminación malvada que al principio descartó por despreciable, pero que, desesperado, una de esas tardes en las que su esposa había acudido a recibir a Domenico, se decidió a poner en práctica. Salió de casa sin hacer ruido, se ocultó entre los arbustos, se asomó al mirador, recorrió algunos metros a escondidas y, cuando la tuvo a tiro, agarró a Abbondia por la cintura, le tapó la boca con la mano y la sujetó muy bien mientras Domenico y Sydney cruzaban el jardín por el caminillo de piedra alumbrándose con un único candil. En cuanto las dos sombras desaparecieron de su vista liberó a la vieja, que ya lo estaba mordiendo y arañando como una fiera.

—¿Entiende el italiano? —le dijo, chapurreando aquel endiablado idioma.

Ella asintió, enfadada.

—Tengo un trabajo, un laboro, para usted —le dijo al tiempo que se llevaba la mano al bolsillo y sacaba unos billetes—. Es muy simple. Quiero que vigile a mi esposa, ¿entiende lo que le digo? Vi-gi-lar —repitió haciendo la señal universal de llevarse el dedo al párpado inferior y tirar de él hacia abajo— a mi esposa.

Abbondia sonrió. Tenía los dientes negros. Era una auténtica bruja.

—Y decirme dónde está en cada momento, dove si trova, y con quién.

—Su esposa es un demonio —respondió Abbondia escupiendo al suelo—. Va a por mi niño. Mi Domenico. Lo ha hechizado.

Charles reconoció sólo tres o cuatro palabras, pero le bastaron para entender que Abbondia aceptaba el trato.

—Pero no quiero su dinero —replicó ella—. Quiero que se marchen de aquí y no vuelvan más. Llévense sus frascos, sus ancas de rana, sus brujerías. Que Dios los castigue lejos de mi casa. Que cuando caiga el rayo que los parta en dos mis niños estén a salvo. Estoy cansada de exorcizar la villa, de salpicar las paredes con agua bendita, de ofrecer sacrificios a San Abbondio, de caminar descalza, de quemarme la punta de los dedos con teas encendidas para mortificarme. Que he rodeado su casa con cenizas de hierbabuena para no permitir a los malos espíritus atravesar el jardín, que he colocado crucifijos bajo las camas, que he puesto ristras de ajos en las ventanas y muérdago sobre las puertas. Que detrás de cada tapiz hay una escoba escondida, boca arriba, para que se marchen y que en la olla mezclo vino con sangre de rata para que no vuelvan. Demonios. Hijos de Belcebú.

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