—Que no te engañen sus alas —le susurró Abbondia al oído—. Recuerda que las mariposas jamás vuelan de noche.
—Las mariposas jamás vuelan de noche —repitió Francesca en voz alta.
Había escogido un vestido plisado por debajo de la rodilla, de cuello
halter
y color celeste claro, una chaqueta de punto, unos zapatos de charol, un collar de perlas y un perfume de rosas. Con respecto al peinado, tenía sus dudas: la melena caoba suelta sobre los hombros era una buena opción, pero tal vez un recogido, como ella había sugerido a la peluquera, resultaría más apropiado para presentarse ante su futura suegra.
—¿A qué crees que se refería Abbondia con eso de las mariposas?
—No sé —contestó Claudia—. Tal vez la vieja tenía un sexto sentido para las desgracias e intuía que les acechaba algún peligro. Piensa que ésa fue la última vez que se vio con vida a Domenico Fontana y a Sydney Morgan. Después de la tormenta, Charles encontró el cuerpo de su esposa flotando sin vida en la orilla del lago y del joven soldado nunca más se supo.
—Dime la verdad, Claudia. ¿Tú qué crees que pasó?
—Yo creo que Charles Morgan los asesinó a los dos. Eso es lo que creo —afirmó cerrando el libro—. Veo con toda claridad la escena del rescate. El apuesto muchacho llega al galope hasta Villa Pliniana y desde la balaustrada, bajo los rayos y los truenos, las nieblas, las olas, la lluvia torrencial y un viento endemoniado, distingue la silueta del balandrito a punto de zozobrar. Entonces se despoja de su ropa, al menos de la camisa y las calzas, y se lanza de cabeza al agua, más de veinte metros de caída libre, dispuesto a arriesgar su vida por salvar la de ella. Consigue llegar a nado hasta donde Sydney se debate con las aguane, que ya han rodeado el barquito y trepado por sus bordas y están desestabilizando el rumbo, tratando de llevar a la dama hacia el remolino de hojas y troncos que la engullirá sin remedio. Pero Domenico logra alcanzarla a tiempo, desenvaina su sable, lucha como un valiente, arrebata el cuerpo de Sydney a la misma muerte y la conduce sana y salva a tierra firme. Entonces se funden ambos en un abrazo de metal derretido. Él la besa con una pasión indescriptible, piel contra piel. Recuerda que se había quitado la camisa.
—¿Y la ropa de ella?
—Hecha jirones. No hay ropa, Franchie, sólo carne. Húmeda y cálida, latente y viva. Sólo hay boca, lengua, manos, saliva… Así los encuentra Charles Morgan, amalgamados en un solo cuerpo de cuatro brazos y cuatro piernas.
—Y los mata.
—Exacto. Con el sable de Domenico. Le basta con clavarlo una vez para ensartar los dos corazones. De todos modos, ya latían ambos al unísono. Ya eran una sola máquina. Ya no podían existir el uno sin el otro. Luego se deshace del cadáver del chico. Le ata un peso alrededor del cuello y lo empuja al agua. Coge el cuerpo de su mujer en brazos y lo sube a lomos del caballo en el que llegó hasta Villa Pliniana.
—¿Cómo supo el doctor Morgan dónde podía encontrar a Sydney?
—Se lo dijo Abbondia, tonta, ¿no recuerdas que la vieja le contaba al doctor todo lo que hacía su mujer?
—¿Y qué pasó con ella, con Abbondia?
—Pues se moriría de vieja, yo qué sé, no creo que tenga ninguna importancia en esta historia. Tal vez volvió a Villa Fontana a pedir ayuda cuando el chico saltó al vacío y dio la voz de alarma. De todas formas, no pudo hacer nada para evitar lo inevitable. Hay crímenes, Francesca, que no se pueden impedir. Hay que dejar que sucedan para que el universo recupere su equilibrio.
Francesca recapacitó un instante. Asintió con la cabeza. Después tomó aire y preguntó en voz alta:
—¿Crees que también murió Elisabeth King?
—Estoy convencida de ello. Recuerda lo hostil que es la civilización para un hada de los bosques. Si no la mató la viruela, sería el humo, el frío o la tristeza.
—¡Qué pena!
—De todas formas —añadió Claudia—, aún nos queda por saber qué misterio esconde la carta de lady Clarke. La que guarda Greta Bouvier con tanto celo. ¿Crees que Olivia descubrió alguna cosa en Londres? ¿Tal vez algo relacionado con Elisabeth King?
Al mencionar de nuevo su hermana la existencia de la carta, Francesca dio un respingo. Recordó de pronto la razón de su atuendo de niña buena y supuso que Tom debía de estar esperándola en el coche desde hacía rato. Típico de Claudia, pensó, entretenerla con sus historias y sus enredos para conseguir que llegara tarde a la cita.
Evidentemente, la niña mimada estaba doblemente celosa de ella. Por una parte, envidiaba, sin duda, la felicidad de saberse amada por el hombre más atractivo de la Tierra. Sólo había que ver cómo le mutaban el color y la expresión de la cara cuando Francesca, con picardía, le contaba alguna de las mil emociones que le provocaba la cercanía de Tom, el sabor de sus besos o el calor de su aliento. Y por otra, estaba claro que sentía unos celos enfermizos por el simple hecho de haber perdido su lugar preeminente en el universo unipersonal de su hermana. Si antes ella era el sol alrededor del cual giraba Francesca como una mula de tiro en la órbita de una noria, ahora Tom se había convertido en el astro rey y Claudia no era más que un satélite parásito que alumbraba sin luz propia. No era extraño, pues, que la niña detestara al novio con una rabia de muelas y dientes. Había sido así toda la vida. Desde que nació y le arrebató el trono a su hermana mayor, Claudia había sido una mimada, una caprichosa y una consentida.
De repente, Francesca se descubrió dueña de un tremendo sentimiento de rencor hacia la muerta y enseguida lo identificó con el desasosiego que llevaba rondándole el alma mucho tiempo. Once años, para ser exactos.
Al dar con este hallazgo de tanto odio enquistado, concluyó que, si no se hubiera ahogado aquella atolondrada de Claudia, ninguna de las desgracias posteriores de su existencia habrían tenido lugar. Intuyó que si lograba desprenderse de ella, de aquel delirio de su mente que formaba parte también de su corazón y de su espíritu, hallaría por fin la paz y entonces decidió que de ese momento en adelante y para siempre soltaría el lastre, aprendería a volar.
Volvió a atusarse la melena, se abrochó dos botones de la chaqueta, se miró una vez más al espejo de pie de su habitación.
—Te prometo —le dijo a su hermana en un tono solemne— que esta misma noche tendrás la respuesta. Te traeré la carta. La robaré para ti si es necesario. Como los nísperos, Claudia, como los libros de la biblioteca. Pero quiero que me prometas una cosa.
—¿Qué cosa?
—Que cuando sepas de una vez lo que ocurrió, me dejes en paz. Que no me persigas más, que no me digas lo que sabes que haré, que no leas en las palmas de mis manos, que no escuches las voces de mi cabeza. Que me devuelvas la libertad.
Claudia se puso en pie. Abrió los ojos como platos. Comenzó a temblar.
—Pero tú eres una asesina muy torpe, Franchie, y me necesitas para guiar tus pasos. Si me interesa lo que pasó con Sydney es sólo porque quiero saber cómo hemos de actuar con respecto a Margherita. Cómo haremos para convencer al mundo de tu inocencia.
—Es que, Claudia —se atrevió a replicar Francesca sin tener en cuenta las consecuencias de sus palabras—, sinceramente, lo que pase con Margherita a estas alturas me da lo mismo. Voy a casarme con Tom Bouvier. Eso es lo único que me importa.
Giró sobre sus talones y salió de la
suite
dando un portazo, sin volverse a mirar a su hermana, que poco a poco se fue desvaneciendo en el aire como una nube de polvo, aún con los ojos fuera de sus cuencas y la boca seca.
Amparado por la noche de Manhattan, Tom Bouvier estaba esperando a Francesca en un deportivo descapotable que había aparcado junto a la puerta de atrás del Pierre y, mientras la aguardaba, sentía que las yemas de los dedos se le entumecían de pura angustia. Su madre acababa de regresar de Europa y en su ausencia había dispuesto que a su retorno se celebrara una cena informal para conocer a la nueva conquista de su hijo querido. La batalla estaba a punto de dar comienzo y Tom sabía que irremediablemente iba a quedar atrapado entre dos fuegos.
Apareció Francesca vestida para triunfar. No había nada en su aspecto que delatara su auténtica personalidad apasionada. Parecía una colegiala dócil, no la pantera salvaje a la que Tom llevaba meses tratando de domar sin el menor éxito.
Al contrario de lo que venía siendo una costumbre en sus encuentros y despedidas, esta vez, en lugar de lanzarse a sus brazos y enredarse en su lengua casi por sorpresa, Francesca saludó a Tom con un suave beso en la mejilla. Carraspearon ambos. Se dedicaron una sonrisa nerviosa.
—¿Crees que le gustaré? —preguntó ella con ansiedad.
—Lo importante es que me gustes a mí —replicó él—. ¿No crees?
Condujeron en silencio durante el corto trecho que los separaba de la mansión Bouvier. Cuando atravesaron la puerta de la finca, Norberto salió a recibirlos vestido con la librea de las grandes ocasiones y se hizo cargo del coche. Hacía rato que había caído la noche, pero la iluminación del porche, los farolillos que colgaban de las ramas de los árboles y, sobre todo, la luminosidad que, procedente del interior de la casa, se derramaba por las ventanas convertían la mansión en un palacio de cuento de hadas.
La puerta se abrió con delicadeza y Rosa Fe madre, el ama de llaves, en un impecable uniforme gris con cofia y delantal de hilo, les hizo pasar.
Francesca se fijó en la enorme escalera de madera que subía a las habitaciones de la planta superior. Partía del
hall
y se perdía en lo alto. Cuántas veces le había hablado Tom de esa escalera. Era, en su memoria, lo más parecido al palco de un teatro, la vida pasando por debajo y él, todavía un niño inocente, contemplándola a través de los barrotes de la barandilla.
Todo era tal y como Francesca había imaginado. A la izquierda, la biblioteca; a la derecha, el corredor donde estaba expuesta la colección de pinturas; al final, la puerta del salón que se abría a medias dejando entrever en el fondo las llamas de un fuego muy vivo, y allí, apoyada como por descuido en el marco de la chimenea, debajo de su propio retrato, la dama Greta, recién cumplidos los cincuenta años, elegante, imponente, con su porte de reina, sus rasgos germánicos, su belleza regia y su mirada firme.
No sonreía. Tampoco mostraba ninguna emoción concreta. Parecía una fría escultura de mármol, bella, pétrea, dura. Un motivo más de la decoración de aquella casa.
Francesa temió desentonar en el conjunto. Se agarró al brazo de Tom como si creyera que de este modo se haría invisible a aquellos ojos de águila. Se echó a temblar.
De pronto, al pronunciar Tom la palabra «madre», el hechizo se deshizo como por arte de magia. Greta Bouvier volvió a la vida y sus movimientos resultaron tan elegantes y su rostro tan dulce que Francesca, asombrada, se preguntó si la impresión de antes había sido tan sólo producto de su imaginación.
—Así que tú eres la famosa Francesca que le ha robado el corazón a mi hijo —dijo la alemana con una sonrisa muy blanca.
Y, para su sorpresa, Francesca constató que había articulado aquella frase de bienvenida en un perfecto italiano. Con el acento y la entonación cantarina de la gente de Lombardia y con el mismo gesto de bienvenida, los brazos abiertos en señal de acogida, con el que la hubiera recibido cualquier oriundo de Lario.
—Habla usted mi idioma —se asombró Francesca.
—Por supuesto —respondió Greta—. Nací en Baviera y amo profundamente aquella tierra. Poseo una villa en Lugano donde suelo buscar refugio cuando me asedian las preocupaciones. Ya ves, compartimos escondite tú y yo.
Entró Rosa Fe hija con el champán. Brindaron por aquel encuentro. Bebieron y conversaron como viejas amigas.
Durante todo el tiempo que duró su charla, Tom permaneció en pie, tenso, incómodo. Su italiano no era tan correcto como el de su madre y no estaba a gusto siendo el blanco de las miradas y los comentarios de las dos mujeres. Sintió un gran alivio cuando se sentaron a la mesa. La conversación siguió fluyendo de una manera tan natural entre las dos que por un instante llegó a pensar que, por un asombroso capricho del destino, la alocada italiana y la calculadora alemana habían encontrado la una en la otra su alma gemela.
Pero aquella felicidad duró poco. Antes del postre, casi por descuido, sin pensar lo que hacía, posó su mano sobre la de Francesca. Greta dio un respingo en su silla, imperceptible para la pobre chica, pero muy alarmante para él. Notó que su madre le clavaba los ojos igual que garras de rapaz, e inmediatamente apartó la mano de allí como si quemara.
«Está fingiendo», pensó aterrado para sus adentros.
Con esta certeza, asistió al brindis —Greta declamando en italiano un conocido pasaje de
La Traviata
, Francesca respondiéndole entre risas—, y a la charla de café y coñac que vino a continuación.
Con tanta cordialidad de ida y vuelta, y después de dos o tres copas, la joven empezó a perder la compostura. Su risa se volvió ruidosa, sus chistes picantes, sus coqueteos con Tom de lo más impropios. La auténtica italiana hizo su aparición por detrás de aquellos diques de contención que su pobre sentido común y los consejos de Gianni habían construido con paciencia de albañil, para espanto de Tom y deleite de Greta, que con su sonrisa helada y sus parpadeos de incredulidad soportó a duras penas el parloteo, las carcajadas y los despropósitos de la última conquista de su hijo.
Tom se vio en la obligación de intervenir para atajar aquello. Rebuscó en su memoria algún tema de interés que pudiera llevar la conversación por otros derroteros y súbitamente se acordó de la historia de lady Morgan.
Recordó que en los primeros tiempos de su relación, cuando Francesca aún trataba de hacerse la interesante con él —antes de comprender cuáles eran sus verdaderos intereses—, la chica le había comentado que llevaba varios meses estudiando en profundidad la vida y la muerte —en circunstancias cuanto menos sospechosas— de una escritora irlandesa del siglo XIX llamada lady Morgan.
Por supuesto, a Tom no le había sonado de nada aquel nombre hasta que Francesca le había preguntado muy enigmática:
—¿A que no sabes cómo se llamaba la hermana de lady Morgan?
Entonces, al responderle que lady Clarke, Tom había comprendido al instante de quién se trataba. La carta que su madre guardaba con celo enfermizo en uno de los cajoncitos del secreter estaba rubricada con la firma de aquella misteriosa mujer decimonónica.