—Me pide que sea yo la primera en someterse al tratamiento para que vean ustedes que carece de riesgos.
Charles hundió la aguja de la jeringa en la ubre de la vaca y extrajo un líquido amarillento que acto seguido inyectó en el brazo de su esposa.
Abbondia comenzó entonces a escupir frases incomprensibles en su lengua materna al tiempo que se santiguaba violentamente arrodillada en el suelo. De entre la mezcla de palabras amalgamadas procedentes de su boca, Sydney sólo captó aquellas que se referían al demonio: Satanás, Belcebú, Lucifer… nombres que la vieja pronunciaba al tiempo que señalaba a Charles con sus dedos huesudos.
Los niños se alborotaron. Comenzaron a llorar a gritos y quisieron escapar de aquel ritual de pesadilla. Pero entonces la
signora
Fontana se puso en pie y, remangándose la camisa, le mostró al doctor el brazo desnudo.
—Sé cómo la ama —le dijo en su dialecto a sabiendas de que el médico no comprendería una sola palabra—, los veo salir de la casa cada mañana tomados del brazo. Los veo mirarse a los ojos.
—Que Dios la bendiga —pronunció lord Morgan en perfecto italiano.
Y, sin más ceremonia, vacunó a todos y cada uno de los habitantes de aquella villa, incluida Abbondia, a pesar de sus protestas.
Después vinieron los días interminables de la cuarentena encerrados todos en el recinto de la villa sin poder disfrutar del lago más que a través de las rejas y temiendo día sí día también por la vida del joven Domenico, que gemía de dolor en aquella cama empapada, y por la del resto de la familia. Alarmados por culpa de cualquier tos, estornudo o dolor de cabeza. Sin otra ocupación que la de rezar, comer o dormitar en las sombras y esperar a que el tiempo pasara sin causar estragos.
Con estas medidas confiaba el buen doctor en ser capaz de contener la propagación de la epidemia. Y hubiera conseguido dormir más o menos tranquilo de no haber existido el fleco inquietante de la misteriosa joven sobre la que Sydney no tuvo más remedio que hablarle.
—Esa mujer que viste es una amenaza para la salud de todos —afirmó Charles llevándose la mano a la barbilla, como solía hacer cuando se encontraba ante un problema insalvable—. Es necesario advertirla y vacunarla cuanto antes, aunque lo más probable es que lleguemos tarde. A estas horas, sobre todo si hubo algún contacto entre ellos, y bastaría con un solo beso, la pobre chica debe de estar ya enferma. Deberíamos saber quién es y aislarla del resto de los humanos antes de que incube el virus y se convierta en un peligro mortal.
—Pero no sabemos nada de ella…
—Domenico Fontana nos dará su nombre en cuanto recobre la consciencia.
«O tal vez no», pensó Sydney para sus adentros.
Había anochecido ya cuando se decidieron a entrar en el dormitorio del enfermo con una palmatoria en la mano y las bocas cubiertas por una máscara casera hecha con retales de seda y cordones atados a la nuca. Lo encontraron retorciéndose de dolor, empapado y tiritando en aquella cama. A su lado, en una mecedora, estaba la vieja, atenta a su cometido de aplicar cataplasmas y pasar las cuentas del rosario, sin otra protección visible contra la viruela que una ristra de ajos colgando del cuello.
—Domenico, ¿me oye? —dijo Morgan mientras le tomaba el pulso presionando el cuello con el dedo índice.
El chico murmuró una frase incoherente en un idioma extraño.
—Mi esposa me ha contado que hace tres noches se encontró usted con una mujer en el jardín.
Domenico abrió los ojos de repente y escudriñó en la oscuridad hasta que se topó con la mirada alarmada de Sydney.
—No se altere —le recomendó el doctor, que había notado claramente cómo se le disparaban las pulsaciones al muchacho—. Mi curiosidad es meramente médica. Su amiga podría haberse contagiado de la viruela y, de ser así, supondría un peligro grave de propagación para todos. Necesitamos saber quién es para advertirla.
La expresión del joven Fontana era la de un animalillo acorralado. Movió la cabeza de lado a lado negando con rotundidad. Era evidente que, a pesar de la fiebre, sus facultades mentales estaban intactas y que había tomado la decisión de callar.
—Por favor, Domenico, no confunda la caballerosidad con la estupidez —le suplicó Sydney, que seguía convencida de que el encuentro del que había sido testigo por casualidad era de los amorosos, clandestinos y prohibidos—. Es cierto que un hombre no ha de comprometer jamás la honra de una dama y que, si lo hace, debe guardarle al menos el secreto de su indiscreción. Pero en este caso tan extremo debería usted poner en la balanza los dos males y quedarse con el más ligero. Es la vida de esa dama la que está en juego y eso es mucho más importante que el honor.
—¿Usted cree, lady Morgan? —respondió Domenico clavando los ojos en la palidez de Sydney.
Ella se echó para atrás con el mismo ímpetu con el que hubiera recibido un golpe. Notó que la sangre se le subía a la cabeza y le palpitaba en las sienes. Se ruborizó hasta el límite al entender, aterrada, que el joven se estaba refiriendo a su desnudez en el balcón; la piel blanca iluminada por la luna y la melena negra enredándose en el viento.
Temió que si Charles llegaba a enterarse de que su cuerpo había sido contemplado en todo su esplendor por otro hombre e imaginaba los efectos de semejante visión en la naturaleza de aquél, en sus pensamientos, en sus deseos presentes y futuros y hasta en la respuesta física de semejante organismo masculino, sufriría una reacción nerviosa de tal calibre que la quemazón de los celos le produciría úlceras estomacales. O cosas peores.
—Déjalo, Charles —le rogó en inglés para evitar males mayores—. Dudo mucho que nos responda. Marchémonos cuanto antes.
Todavía le insistió un poco más el buen doctor al muchacho sin conseguir absolutamente nada. Cuando se convenció de que todos sus esfuerzos eran inútiles ante la terca negativa del chico, los Morgan regresaron a su pabellón y cerraron las puertas a cal y canto.
—Sydney, tú viste a la dama —le dijo Charles muy serio.
—Sólo de espaldas.
—De todos modos, sería posible que si volvieras a verla, pudieras reconocerla. ¿No crees?
—Es posible.
—Pues entonces procura no olvidar lo que viste. Cuando pase la cuarentena, comenzaremos la búsqueda.
—Cuando termine esta cuarentena, querido, esa mujer será un cadáver —respondió pensativa.
Charles se encogió de hombros y se retiró a su laboratorio. Había recogido muestras de sangre de todos los habitantes de la casa y quería analizarlas antes de acostarse. Sydney se encerró en su despacho con la pluma bien cargada de tinta. Quería escribir una carta desde hacía días y por fin había llegado el momento de ponerse manos a la obra.
CARTA DE LADY MORGAN A LA CONDESA VITTORIA PINO
Lago de Como, Villa Fontana, 23 de julio de 1812
Queridísima amiga:
No creas ni por un momento que he olvidado tu invitación y mi promesa. Mi intención sigue siendo la de acudir a Villa Garrovo para intentar distraerte con mis pobres facultades artísticas de la dolorosa ausencia del general Pino. Durante estos días, he aprendido de memoria algunos pasajes de las obras The Natural Son, escrita por un buen amigo de mi padre, Richard Cumberland, y The School for Scandal, de Sheridan, ambas muy ingeniosas, con el propósito de hacerte reír un poco, aunque, después del esfuerzo de memorización, reconozco que casi no me quedan ánimos ni para levantarme de la butaca. ¡Qué sacrificada es la vida del comediante y qué poco valorada está! Cuanto más lo pienso, más admiro a mi padre, con sus quebraderos de cabeza, sus bancarrotas periódicas, sus noches en vela repitiendo frases, versos y entonaciones… y más lo añoro.
Pero, de momento, no puedo visitarte, Pelusina. El motivo no es otro que la insufrible cuarentena a la que nos ha sometido Charles tras declararse el caso de viruela que tú ya conoces. Si en lugar de cuarenta días fueran cuarenta y uno los de este encierro, creo que no podría soportarlo. Cuarenta es el límite y, gracias a Dios, ya hemos superado más de la mitad de la penitencia. Si pudiera escaparme, créeme que saltaría la verja, robaría una barca y acudiría remando a tu lado. Pero eso sería ponerte en peligro y la amenaza de la enfermedad es más convincente para esta salvaje irlandesa que cualquier fortaleza, por muy inexpugnable que sea. Bien cierto es que mi adorado doctor nos vacunó a todos y que, de momento, no se ha producido ningún contagio, pero creo que debemos tener cuidado para no lamentarnos después por nuestra imprudencia. ¿No lo crees así, mi querida Pelusina?
Ten paciencia y espérame otros quince días. Te prometo que para entonces me sabré de memoria los versos más inmorales escritos por lord Byron en toda su vida y no tendremos más remedio que morirnos juntas de risa, que siempre es más agradable que sucumbir por culpa de la viruela. Y más estético también, sin pústulas purulentas, vómitos y esputos de sangre.
Si vieras al pobre Domenico Fontana no podrías creer la decrepitud en la que se encuentra. Tiene la piel completamente cubierta de llagas y se ha quedado flaco como un perro abandonado. Está triste. Terriblemente débil y, a veces, me mira con ojos de reo de muerte.
Dice Charles que se recuperará pronto. Y yo me pregunto si recobrará el cuerpo de David marmóreo que poseía antes o, por el contrario, permanecerán para siempre en su rostro las huellas de esta enfermedad tan cruel. No sé qué es peor para nosotras y para el resto de las mujeres de Italia, si la tentación o la añoranza de su cuerpo.
Ya veremos.
Cuento los días que quedan para visitarte. Se me hacen interminables.
Hasta muy pronto, querida amiga.
Te añora,
Glorvina
NOTA DE LA CONDESA VITTORIA PINO A LADY MORGAN
Lago de Como, Villa Garrovo, 24 de julio de 1812
Querida Glorvina:
¡Corramos el riesgo!
A mí me vacunó Pino antes de irse.
Te espera,
Pelusina
CARTA DE LADY MORGAN A LADY CLARKE
Lago de Como, Villa Fontana, 26 de julio de 1812
Querida Olivia:
He sido una chica muy mala. Pero no me arrepiento de nada. Ésa es la diferencia fundamental entre católicos y protestantes, entre Irlanda e Inglaterra: la culpa, la conciencia de pecado. Pues bien, querida hermana, no te asustes si te confieso que por esta vez me quedo con la fe de Charles y renuncio a la nuestra.
Deberías probarlo al menos una vez en la vida: caer en la tentación y disfrutarlo, sin pensar en lo que venga después, ya sea la condenación eterna, las habladurías humanas o la propagación de la viruela, que es el caso que nos ocupa. Porque ésa ha sido mi falta: la de poner en peligro a toda Italia burlando la cuarentena impuesta por mi adorado doctor, escaparme de esta prisión de oro, mezclarme con malas compañías, arriesgar mi vida y la de otras personas y mentirle a mi esposo, si por mentir entendemos no contarle toda la verdad, sino sólo una pequeña parte de ésta. Cuando me preguntó qué había estado haciendo durante todo el día, le respondí que soñar despierta, y él se quedó conforme con la explicación. Charles no indagó más y yo no dije esta boca es mía.
Pero, ¡ay!, Livy, me estoy dando cuenta de que una aventura como la mía si no se comparte no se saborea. Por eso te escribo esta carta: para hacerte cómplice de mi secreto. Tú verás qué haces luego con tu conciencia.
Pues bien, ya sabes que mi carácter salvaje me impide permanecer quieta durante más de cinco minutos seguidos. Acuérdate de cómo se desesperaba Molly cuando éramos niñas. Decía: «Sydney, pareces un rabo de lagartija», y te ponía a ti como ejemplo de comportamiento: tan formal, tan paciente, tan discreta…
El caso es que la cuarentena estaba pudiendo conmigo. Iba a matarme de aburrimiento. El remedio estaba siendo mucho peor que la enfermedad. Los días pasaban lentos y monótonos a este lado de la verja mientras la vida bullía a mi alrededor sin poder disfrutarla. Veía las barcazas ir y venir por el lago, animadas por los cánticos de los barcaiuoli, los chiquillos chapotear en la orilla, las lavanderas tender las velas al sol, los labriegos acudir al mercado, las campanas llamar a misa, los carruajes trasladar damas y caballeros de fiesta en fiesta y añoraba la música y los olores, y las voces alegres de los paesi…
Cuando recibí la nota de Vittoria Peluso, comprendí que mi amiga me enviaba la llave de esta jaula escondida dentro del sobre. Me salieron alas de repente —blancas, ligeras, suaves— y me eché a volar desde el balcón.
Entiéndeme, no me refiero a volar como un pájaro, sino como un ángel. Hacerme invisible a los ojos de los Fontana, desaparecer por una rendija abierta y echar a correr atravesando huertos y jardines, bosques, caminos y rocallas, hasta divisar a lo lejos la inconfundible silueta de Villa Garrovo, donde ya me esperaba la Pelusina disfrazada de Cordelia. Me dijo: «Ama y permanece en silencio», y yo me eché a reír con carcajadas de loca, como ríen las presas cuando salen a la luz y se deslumbran.
Entramos en el teatro vacío. Las butacas de terciopelo rojo, los palcos dorados, el escenario iluminado por un centenar de candelitas, el patio en penumbra y ni un alma que aplaudiera nuestra ópera prima.
Comenzamos por Romeo y Julieta, porque las dos conocemos los versos desde niñas. Ella recitaba en italiano y yo en inglés. A veces intercambiábamos los papeles, los pantalones, los bigotes, las dagas. Lloramos a mares.
Luego Pelusina se sentó en primera fila y yo representé la leyenda de Deirdre, intercalando canciones y bailes entre los versos de papá. Ella aplaudía ahuecando las manos para multiplicar el efecto de la ovación y yo saludaba con profundas reverencias, recibiendo sus felicitaciones como si se tratara de flores. Después le llegó el turno a ella y, fueron tales sus piruetas, sus saltos mortales, fue tal su equilibrio, tan graciosos sus movimientos que comprendí al instante cuál es la naturaleza del encantamiento que hechizó a Calderara y a Pino.
«¡Eres una bruja!», le grité desde un rincón de la oscuridad.
Sólo abandonamos la escena cuando nuestros estómagos se quejaron del olvido después de tantas horas sin comer. Salimos al día y nos sentamos a una mesa cubierta de manjares: melón anaranjado y jamón de Parma, embutidos de la región y vino tinto, pasta de mil formas y colores, salsas sabrosas, queso de búfala, postres inverosímiles, frutas carnosas y dulces, pannacotta y miel.
Nos tumbamos a dormitar en la hierba, a la sombra del gran sicomoro que preside el jardín de Villa Garrovo y, entonces, como en un sueño raro, Vittoria me agarró de la mano y tiró de mí, convincente como es ella, hasta el embarcadero de piedra. Se quitó la ropa, pieza a pieza —vestido, enaguas, calzones y zapatos— y se lanzó de cabeza al agua.
—¡Aprendí a nadar yo sola! —me gritó—. Y es lo más maravilloso del mundo, Glorvina. ¡Tienes que probarlo!
—Me ahogaré sin remedio —respondí yo mientras me desabrochaba el vestido.
—Las mujeres somos peces que perdieron las escamas por vanidad hace muchos siglos. Pero aún conservamos en nuestra naturaleza femenina la agilidad de las criaturas acuáticas. ¿Has oído hablar de las aguane? Son hadas que pueblan los fondos de los lagos y matan a los hombres de amor.
—Seamos aguane —le contesté.
Y me lancé al cálido azul de las aguas, que me abrazaron instantáneamente con sus manos líquidas. Noté que las aguane se introducían en mi cuerpo por todos los orificios que encontraron abiertos —oídos, boca, ojos…— y me empujaban hacia el fondo con una fuerza irresistible. Menos mal que el pelo se resistió al hundimiento y se quedó flotando como si se tratara de hojarasca, porque así pudo Vittoria agarrarme de la melena y sacar mi cabeza a la superficie.
—Estás loca, Glorvina —me advirtió, pálida como una muerta—. Somos peces que también se olvidaron de nadar.
Volvimos al embarcadero. Nos sentamos en la escalinata de piedra hasta que recuperamos el resuello. Entonces la Pelusina me enseñó a nadar.
Sus instrucciones fueron sencillas: contener la respiración, mantener la cabeza a flote y mover brazos y piernas imitando los movimientos de las ranas.
Aprendí primero a flotar y después a sumergirme, expulsando el aire por los orificios de la nariz, impulsándome con las extremidades como si fueran remos. Logré emerger con la fuerza de un delfín. Sí, Livy, me convertí en un delfín. Recobré las aletas, la capacidad de respirar bajo el agua, el hambre de pescado, el miedo a los humanos. Vittoria era más bien un tiburón: tenía dos filas de dientes y agallas en los costados.
Nadie nos vio. Nadie asistió a nuestra transformación. Es un secreto de siglos. Somos criaturas acuáticas. Somos sirenas.
Después de este descubrimiento —el de la capacidad de toda hembra para dominar las aguas— y tras despedirme de Pelusina con la promesa de escaparme muy pronto de nuevo, regresé a Villa Fontana sin tocar el suelo con los pies. En lo más profundo de mi naturaleza seguía sumergida en el lago, envuelta en líquido igual que un bebé en el seno materno. Charles aún estaba encerrado en su laboratorio experimentando con la sangre de Domenico Fontana. Parece ser que el tratamiento va por buen camino y que muy pronto habrá recuperado las fuerzas suficientes para abandonar la cama. Todas las tardes, sin faltar una, mi marido se encierra con él en ese cuarto asfixiante y le pregunta por la dama misteriosa. Pero Domenico guarda un silencio sepulcral. La vieja, que no se mueve de su lado, se balancea en la mecedora con los ojos entornados y los mira a los dos sin disimulo, como si en ella residiera la sabiduría del mundo. Tanto es así que un día Charles se enfrentó a ella y le exigió que le revelara el nombre de la chica. Abbondia le escupió en los pies y su saliva era negra como el betún.
No les cuentes estas cosas a los niños, Olivia, si no quieres que te despierten a medianoche llorando de miedo. Diles que su tía Sydney les manda muchos besos, que en unos días les enviaré unos cuentos que estoy escribiendo para ellos y que sean buenos con su abuelo.
Escríbeme pronto y dame noticias de la civilización.
Te echo mucho de menos,
Sydney