«¡Con qué pasión se entregan los jóvenes a la mujer madura!», pensaba de vez en cuando, recordando aquellas cartas ardientes y las visitas fugaces que le regalaba el chico, enamorado hasta lo más profundo de ella y de su desprecio.
Pero aquel caso había sido muy diferente, puesto que el pobre Richard de la nariz aguileña y los anteojos no representaba ningún peligro ni para ella ni para nadie y, en cambio, Domenico, tan irresistible como era, podía hacer tambalearse hasta a la mujer más virtuosa del mundo a poco que se lo propusiera. De modo que Sydney se prometió a sí misma que jamás volvería a encontrarse a solas con la tentación que vivía enfrente.
Sin embargo, a pesar de que también se había obligado a olvidar aquella escena de su desnudez en la ventana, no pudo evitar que las imágenes de aquella noche, la expresión de la cara del chico y el color azul de sus ojos regresaran una y otra vez a su cabeza. Hasta que, en una de las ocasiones en las que Sydney rememoró por enésima vez aquella noche, cayó en la cuenta de algo que casi había olvidado: «Había una mujer».
No lo había recordado hasta entonces porque había pesado más el apuro de su desnudez que el resto de los elementos que la rodearon, pero ahora que se le había pasado el susto inicial, estaba segura de que junto a Domenico, aquella noche, había visto la inconfundible silueta de una mujer de espaldas.
Y se dijo que ninguna mujer que no estuviera loca de amor por un hombre se arriesgaría a pasar con él la hora peligrosa del amanecer, cuando afloran los instintos animales de los varones.
«¿Por qué una cita clandestina entre la noche y el día en un rincón escondido del jardín?», se preguntó Glorvina. ¿Era aquél, tal vez, un amor prohibido? ¿Ella una mujer casada, o una campesina sin fortuna, o la hija de un enemigo mortal de la familia? Y, sobre todo, ¿por qué sentía ella, una feliz recién casada y enamorada de su esposo, una punzada de celos cuando pensaba en la amante de Fontana?
El candil se balanceaba con el subir y el bajar de las olitas. Era difícil leer y remar al tiempo. Por eso Francesca, que era algo más mayor y mucho más fuerte, se encargaba de llevar la barca mientras Claudia, en la proa, sujetaba la luz con una mano y el libro con la otra. El equilibrio era precario. En varias ocasiones temió Francesca que la torpe de su hermana se cayera al agua con libro y vela.
—La cosa se complica —dijo Claudia, abandonando la lectura de
Historia romántica de Lario, un estudio
—. De momento, yo encuentro, no sé tú, al menos dos sospechosos: Charles y Domenico.
—Y la chica. No te olvides de la chica.
—Eso si hablamos de un crimen pasional —añadió Claudia—. Un triángulo amoroso con Sydney Morgan en un vértice y cada uno de los hombres en los otros dos.
—Y la chica, Claudia, olvidas a la chica —se empeñó Francesca.
—¡Qué pesada, Franchie! La chica pertenece a otro triángulo: el de Domenico y Sydney.
—Vale, pero no la olvides.
Francesca se detuvo. La barca, por inercia, continuó deslizándose sobre las aguas negras. Notaba los brazos doloridos y la espalda tensa. Todavía la orilla quedaba lejos.
—Bien —concedió Claudia a regañadientes—, dos triángulos amorosos si, como te digo, se trató de un crimen pasional.
—¿Qué otro motivo podría haber? —replicó Francesca.
—Hay tantos móviles en un asesinato como estrellas en el cielo —dijo Claudia levantando la vista sobre la cabeza de su hermana—. Cualquiera de las emociones humanas confluyen tanto en el amor como en el odio. ¡Qué difícil es a veces distinguir uno del otro! La envidia, la avaricia, el miedo, la superstición… A mi, personalmente, la vieja Abbondia no me gusta nada. Parece una bruja.
—¿Y qué me dices de Calderara? Un vampiro de tomo y lomo. ¿Y de los fantasmas de Villa Sommariva o de las aguane de los fondos?
Francesca se inclinó hacia un lado para asomarse al agua. La noche lo envolvía todo con su sombra quieta.
—Déjame el candil un momento, Claudia —dijo—. Creo que he visto algo moviéndose ahí abajo.
Iluminó el agua con la llamita oscilante. Del negro cambió al verde y del verde al amarillo.
—¡Mira!
Juntaron las cabezas, la luz en medio, y vieron pasar una criatura con cuerpo de niña por debajo de la barca. Se fijaron en su ropa blanca, de domingo, sus botines de charol, sus calcetinitos de ganchillo, su pelo negro, muy negro, y sus manitas crispadas, como de muerta, que de pronto extendió hacia ellas. Tenía branquias en el cuello y membranas entre los dedos. Burbujas de aire en los lacrimales. Los dientes picudos.
Entró por estribor, sacudió el suelo de la barca y volvió a salir por babor, pataleando con los botines blancos, para desaparecer después en lo más tenebroso de las profundidades sin dejar rastro.
—Ahí las tienes —dijo Claudia sin inmutarse—. Tus amigas, las aguane. Si por casualidad encuentran flotando un solo mechón de tu pelo, se agarrarán a él y te arrastrarán al fondo. Te enredarán con las algas, te arrancarán los ojos.
—¡Cállate, Claudia! —gritó Francesca—. ¡Me estás asustando! Yo sólo he visto un pez enorme. Podría ser una ballena. Cuanto antes lleguemos a la orilla, mejor.
Volvió a tomar los remos. Ordenó a Claudia que continuara leyendo. Su voz de muñequita tonta la acunaba, la tranquilizaba. Era como un bálsamo. A veces, Francesca no sabía qué era peor, si oírla o no oírla, diciendo todas esas tonterías en el interior de su cabeza.
Claudia obedeció.
La mañana después del incidente del balcón, Charles y Sydney se despertaron sacudidos por un griterío atroz en el dialecto incomprensible procedente del otro lado de la casa. La mujer que siempre vestía de negro se llevaba las manos a la cabeza, se lanzaba de rodillas al suelo y arrancaba la hierba con las manos. La señora Fontana trataba de tranquilizarla, pero su semblante era también la imagen de la angustia y los niños lloraban, contemplando la escena desde un rincón. Evidentemente, una tragedia de dimensiones desmesuradas acababa de sacudir a la familia.
Charles se vistió a toda prisa y bajó las escaleras de la villa saltando los escalones de tres en tres. Sydney lo siguió al rato, envuelta en su bata de seda, sin tiempo para calzarse los botines de día. Cuando atravesó la puerta, Charles salió a su encuentro —la boca tapada con un pañuelo húmedo— y la empujó con fuerza hacia dentro.
—Viruela —le dijo, aterrado—. Los síntomas son muy claros.
La acompañó de vuelta al dormitorio y le pidió que permaneciera encerrada en la casa hasta que él consiguiera unas vacunas.
—Me temo que en esta zona de Italia te será difícil, Charles —se lamentó Sydney—. Ésta es una tierra sembrada de supersticiones y ya sabes lo que piensan algunos de la medicina moderna.
El hallazgo de la recién descubierta vacuna se debía al doctor Edward Jenner, con quien Charles Morgan mantenía una rica correspondencia. Este médico de Berkeley había luchado hasta la extenuación contra dos enemigos tan feroces como crueles: la epidemia de viruela que se extendía por Europa y la insufrible superstición de la gente, que dificultaba hasta límites insospechados la erradicación de la enfermedad. Él mantenía que había dado con la respuesta a sus oraciones por pura casualidad. Contaba que, en una visita médica a una pequeña granja de Gloucester, una joven le habló de una enfermedad molesta pero leve que atacaba a las personas que cuidaban de las vacas, y que producía fiebre, escalofríos, temblores y picores, pesadillas y sudores fríos, pero que sanaba sola, sin medicamentos de ninguna clase, transcurridos algunos días desde el contagio. Las víctimas de esta viruela, llamada «vacuna», quedaban inmunizadas contra la viruela humana.
Jenner regresó a toda prisa a su laboratorio, cogió varias jeringas y volvió a la granja. Buscó entonces a un mozo enfermo de la viruela vacuna y extrajo el líquido infesto de sus pústulas. Después, inyectó el veneno en el cuerpo sano de un muchacho de su comunidad y lo expuso, una vez superada la enfermedad vacuna, al virus maligno de la viruela humana.
El chico no se contagió.
Jenner aún experimentó varias veces más, una de ellas utilizando a su propio hijo como sujeto del estudio, y recogió sus conclusiones en un amplio tratado que presentó ante la Asociación Médica de Londres.
Escandalizados, muchos de los pensadores y doctores de su tiempo declararon a Jenner «loco peligroso» y lo expulsaron del colegio de médicos, alegando que los efectos desconocidos de inocular una enfermedad procedente de las vacas a los seres humanos podría tener consecuencias nefastas, como la posibilidad de desarrollar características bovinas, tales como pelo, cuernos o rabo.
Pero el doctor no se rindió. Continuó con su investigación y logró convencer a algunos médicos, entre ellos a sir Charles Morgan, con quien mantuvo largas discusiones durante toda su vida.
Hasta que el reconocimiento le llegó finalmente en 1805, cuando el general Napoleón Bonaparte ordenó vacunar a toda su tropa.
—Iré a ver a Pino —le anunció Charles a su asustada esposa— y le pediré que me consiga algunas vacunas del ejército francés. Necesitamos al menos una dosis para cada miembro de la familia Fontana y para el servicio de la casa. También te vacunaré a ti, amor mío. A ti la primera.
—¿Y quién de ellos ha enfermado? —preguntó Sydney.
—Domenico —respondió Charles antes de marcharse a Villa Garrobo.
Sydney sintió que todo su cuerpo temblaba como una hoja. Domenico estaba enfermo y podía haber contagiado a cualquiera. Todos los invitados de Pino estaban en peligro; los barqueros, los camareros, las doncellas… Y, sin duda alguna, también la misteriosa mujer con la que el galán se había encontrado la noche anterior en el jardín.
Siguiendo las recomendaciones de su esposo se encerró en su habitación durante horas interminables. De vez en cuando, los lamentos de la vieja llegaban hasta su balcón desde el otro lado de la casa y la hacían estremecerse. Aquella mujer era dueña de una voz ronca que igual le servía para regañar a los niños que para rezar avemarías. Tenía una edad indefinida que Sydney calculaba cercana a los ochenta años, unas manos flacas, un pellejo arrugado y un cabello blanco oculto siempre bajo una redecilla negra de tul. Sólo le faltaba la escoba voladora para ser una auténtica bruja.
Había logrado descifrar que se llamaba Abbondia; el femenino del patrono de Como, un nombre muy corriente entre los
paesi
o labradores de la tierra y esta circunstancia, unida a la piel ajada, los gritos incontrolados, la tendencia a santiguarse tan a menudo como si de un tic nervioso se tratara y la manía de escupir a la espalda de la gente que franqueaba el umbral de su puerta, de esconder cebollas crudas bajo las camas, de espantar duendes invisibles armada con un plumero y de ofrecer los objetos más variopintos a los santos de su oratorio —desde mantelillos bordados hasta cruces de palo o vísceras de conejo— había convencido a Sydney de que su vínculo con la familia Fontana no era el del parentesco, ya que las diferencias sociales eran evidentes, sino más bien el de la necesidad mutua.
Abbondia había servido con lealtad a aquella casa desde los primeros tiempos del matrimonio; había sido partera, niñera, abuela usurpadora de cariños ajenos, enfermera, centinela y ángel de la guarda; todo ello armada con un manojo de llaves que asomaban por debajo del mantón. Todo lo fisgaba, todo lo aireaba o lo callaba, según le pareciera, y espantaba a los extraños con una mirada torva que helaba la sangre.
Cultivaba en el huerto de atrás un montón de plantas medicinales que utilizaba como tisana hirviéndolas en un puchero al fuego. Siempre olía a una mezcla de orégano, cebolla y aceite frito, siempre se levantaba antes del alba, siempre mascaba hierbas, siempre murmuraba palabras extrañas. Nunca descansaba.
La recién desenmascarada enfermedad de Domenico la estaba volviendo más loca que de costumbre. Nerviosa como estaba, su actividad era frenética: en dos horas trepidantes preparó polenta, cataplasmas e infusiones. Lavó ropas, manteles y suelos con el primitivo método de lanzar cubos de agua por todas partes, se arrancó mechones enteros de pelo blanco, se sonó los mocos en el delantal y se clavó las uñas en la carne hasta hacerse sangre.
Sydney nunca había visto nada igual. No una energía tan fabulosa procedente de una octogenaria.
A las cuatro de la tarde, en medio de un calor infernal, Charles regresó a pie, sin la vacuna, pero acompañado por un mozo que tiraba de un cordel a cuyo extremo venía amarrada una vaca lechera muy flaca, toda huesos y pellejo, de cuyos cuartos traseros colgaba una ubre inflamada que se bamboleaba de lado a lado.
El general Pino había partido a primera hora de la mañana junto al resto de su tropa. Habían formado solemnemente en la plaza después de la misa mayor y hasta habían disparado una salva de pólvora al aire antes de ponerse en marcha. Vittoria Peluso se lo contó a Charles con lágrimas en los ojos y él no quiso amargarle la dulce melancolía con el espanto de la viruela. De cualquier modo, el doctor confiaba en que la enfermedad no se hubiera propagado más allá de la verja de Villa Fontana. En los primeros estadios de la infección, antes de aparecer las pústulas, no solía resultar tan contagiosa como más adelante, cuando la infeliz víctima contaminaba con sólo mirarla. Antes de llegar a este extremo, era imperiosa la necesidad de inyectar la vacuna a todas las personas de su entorno y poner la casa en cuarentena; al menos, hasta que las costras se hubieran secado y el enfermo, si había sobrevivido, hubiera recuperado las fuerzas y el juicio.
Lord Morgan reunió a la familia en el jardín. El lago tenía aquel día un aspecto tenebroso, o al menos ésa fue la impresión que tuvieron todos al reparar en sus aguas negras. Un fuerte olor a quemado flotaba en el aire, lo mismo que los sollozos de Abbondia bajo la pañoleta negra. La vaca estaba atada a una estaca que habían clavado en la hierba.
—Signor
y
signora
Fontana —tradujo torpemente Sydney en el italiano rudimentario que había aprendido durante sus paseos por los soportales de Milán—. Mi esposo conoce el modo de evitar el contagio de esta terrible enfermedad. Les ruega que confíen en su método. Tiene fundamento científico, aunque a primera vista pueda parecerles cosa de locos.
Los Fontana atendieron atónitos a estas explicaciones; los ceños fruncidos y las cabezas ladeadas, las bocas cubiertas por pañuelos húmedos y los niños con roderas de lágrimas en las mejillas.