—Me he enamorado —le dijo a Claudia sin notar que le resbalaba un poco la lengua por haber bebido demasiado champán.
Y su hermana hizo como que no la había oído.
—¡Que me he enamorado, Claudia! ¿Estás sorda? —repitió.
—¡A mí qué me importa que estés o no estés enamorada! —le replicó la otra, furiosa—. Investigamos un crimen. Encontramos nuevas pistas. Sales en busca de una carta que probablemente contenga la clave del asesinato de lady Morgan. Vuelves dando tumbos y lo único que se te ocurre decirme es que estás enamorada.
—¡Anda, la carta! —Francesca se llevó la mano a la frente. Dio un respingo.
—Eso, idiota, la carta. Lo más importante de todo, vas y te olvidas. —Claudia regresó al libro que permanecía abierto sobre sus piernas huesudas—. ¿Cómo vamos a deshacernos de Margherita si no sabemos lo que le sucedió a Sydney?
Se hizo el silencio.
Así que era eso. Claudia seguía empeñada en matar a la bruja. Francesca, en cambio, hacía tiempo que se había rendido ante la evidencia del intento fallido. Había dado por hecho que, una vez descubiertas sus intenciones con el fiasco del golpe en el cráneo, era imposible cometer el crimen sin resultar sospechosa. Con respecto a lady Morgan, continuaba sintiendo una curiosidad malsana, pero era únicamente eso, la curiosidad, lo que la movía. El riesgo, el peligro habían dejado de interesarle desde que aterrizó en Nueva York y se propuso recomenzar su historia desde cero.
La miró de reojo. Qué más le daba a Claudia. Ella ya arrastraba su pesada bola de fantasma y sus cadenas. Ni siquiera parpadeaba mientras leía o inventaba esa historia romántica de Lario en la que ella, Francesca, irremediablemente acabaría atrapada como en una telaraña.
Historia romántica de Lario, un estudio
LADY MORGAN, SUCESOS Y CORRESPONDENCIA
Dante la fiesta de despedida de las tropas, tal y como estaba planeado, Domenico Fontana se las apañó para desaparecer sin ser visto por algún rincón del jardín de Villa Garrovo y entró sigiloso en el despacho de Pino, que estaba vacío. A tientas, iluminado únicamente por el cielo estrellado del lago, se hizo con los documentos secretos. Estaban a buen recaudo: exactamente en el cajón donde él mismo los había guardado por la mañana y bajo la misma llave que, como por descuido, había deslizado en su bolsillo en lugar de devolverla al de su dueño.
Los leyó, les extrajo todo el jugo, los resumió con eficacia de escriba en un papel en blanco y los devolvió a su escondite. Después, colocó la llave en el suelo, junto al escritorio, para que Pino creyera que se le había caído sin darse cuenta.
Cuando regresó a la fiesta, ya los fuegos artificiales chisporroteaban en lo alto, ya la tropa estaba borracha, ya las damas sofocadas, ya los condes agotados y ya pronto llegó el momento de regresar a casa.
Domenico, el único sobrio de la barcaza, tomó el mando de la expedición. En pie, en la proa, dirigió a los
barcaiuoli
esquivando las corrientes hasta el embarcadero musgoso de Villa Fontana. Saltó a tierra, tendió amarras, tensó cabos y ayudó gentil a los inquilinos de sus padres, los Morgan, a desembarcar sanos y salvos sin más asideros que sus brazos firmes.
Fue entonces cuando reparó por primera vez en la belleza indiscutible de Sydney Morgan.
A la luz del día Domenico era menos observador que de noche. No se había percatado de la suavidad y la palidez de la piel de la irlandesa. No había notado el olor a violetas y jazmines que la envolvía, ni el brillo de sus rizos, ni la elegancia de sus andares, ni el ímpetu de sus caderas al caminar. Aquella noche, excitado como estaba con su misión de espionaje, aún tuvo tiempo de descubrir estas cosas, a pesar de la quemazón de los papeles en su pecho, el persistente latido de su corazón y la falta de aire.
Pero no le dio importancia entonces a este hecho —al del atractivo de Sydney Morgan— y siguió el trazado previsto para acometer sus planes. Aguardó hasta que los Morgan entraron en casa y después avanzó sigiloso hacia el rincón en sombras bajo el farol que dejaba su madre encendido en su ausencia y que luego él, ayudado por un palo largo terminado en un capuchón de hierro, se encargaba de apagar al volver a casa. Esperó un instante, escuchó pisadas sobre la arenilla, atisbo entre los arbustos y lo que vio le llenó de espanto.
En lugar de un ser humano, se encontró cara a cara con un espectro procedente del mismo fondo de sus pesadillas. Traía el rostro oculto tras una máscara grotesca: blanca, dorada, púrpura, emplumada. El cuerpo envuelto en una capa negra, larga hasta el suelo, y la cabeza cubierta con una capucha de fraile.
La criatura alargó una mano delgada, enguantada y temblorosa y Domenico no pudo evitar estremecerse. Dio un paso atrás, arrancó los documentos de su pecho y se los dio al monstruo en un rápido movimiento.
—¡Vete de mi casa! —logró articular con un hilo de voz.
Pero el fantasma no se movió. Permaneció quieto y callado durante un lapso de tiempo que bien pudo ser un siglo —el tiempo detenido de golpe— hasta que de pronto se escuchó un ruido procedente del otro lado del jardín. Los goznes de una ventana mal engrasada.
Domenico levantó la vista por encima del encapuchado y se encontró, para su desdicha, con la visión del cuerpo desnudo de Sydney Morgan.
Entonces fue cuando el rayo mortal le atravesó el alma.
La corriente eléctrica le sacudió de dentro hacia fuera, le arrebató pedazos de sus entrañas, el aliento de sus pulmones, la sangre de sus venas y hasta la médula de sus huesos. Colapso.
Es difícil entender lo que significó aquella visión del cuerpo femenino para un espíritu incauto como el de Domenico.
Sydney resultó ser la primera mujer desnuda que veía el joven Fontana en su corta vida y su contemplación, en todo su esplendor, iluminada por la primera luz del día, tuvo sobre él, ni más ni menos, que el efecto deseado por Dios cuando decretó que hombres y mujeres debían asegurar la permanencia de su especie sobre la faz de la Tierra. El impulso carnal se apoderó de Domenico con la misma intensidad que se apodera de un pájaro la obsesión arquitectónica de construir un nido; de una oruga las ganas de convertirse en mariposa o de un lobo la inquietante necesidad de pasarse la noche aullándole a la luna.
Hasta la misma Elisabeth, bajo su máscara veneciana, notó las vibraciones cósmicas de aquel cuerpo que ardió y se consumió delante de sus narices. Entonces, pareció esfumarse de pronto, vista y no vista, la noche en calma, el farol prendido, la suerte echada y la maldición de las hadas perversas flotando amenazadora sobre sus cabezas.
Domenico no supo cuándo se disiparon las nieblas ni cuánto tiempo permaneció inmóvil, convertido en una estatua de mármol, el
David
de Miguel Ángel, ni a qué hora amaneció del todo, ni cómo lo rescató su madre, temblando de frío, y lo metió en esa cama empapada a la que vino a buscarlo la parca para retarlo a un duelo mortal y de la que no pudo levantarse en cuarenta días de espanto.
La guerra que se vio obligado a librar Domenico contra la muerte no fue sólo la lucha habitual de la naturaleza frente a la enfermedad. En ese terreno, las jaculatorias de Abbondia, sus sopas de hierbas, sus ungüentos de barro y pis, sus horas y horas de sueño interrumpido y sus negocios de años y años con las criaturas del inframundo, que a veces bailaban al son de su flauta sólo por el placer de recibir a cambio algún tesoro procedente del otro lado del telón, como el aliento de las doncellas de carne y hueso o las lágrimas de los bebés humanos, fueron logrando que poco a poco, ante los ojos maravillados del doctor Morgan, el muchacho recobrara plenamente la salud.
La verdadera batalla, la que casi se lo llevó derechito a la tumba, la entabló Domenico contra el impulso animal de levantarse de aquella cama y salir en busca de Sydney para adueñarse de su cuerpo, amasarlo y lamerlo, extraerle el jugo de la vida y derretirse con ella. O sea, la lucha contra la peligrosa cara de la muerte dulce, la que engaña a sus víctimas haciéndoles creer que la mejor manera de vencerla es caer en sus garras.
—Contra eso no hay antídoto, niño mío —se lamentaba la vieja.
Y Domenico daba vueltas y vueltas sobre las sábanas empapadas, deliraba, se sacudía y lloraba. Aullaba, construía nidos, tejía capullos y telarañas.
Así pasaron los veinte primeros días de su viruela; la que el doctor Morgan y su vademécum supieron diagnosticar. Los veinte siguientes, hasta completar la cuarentena, transcurrieron entre el desmayo y la asfixia.
Elisabeth King, la criatura de las alas de encaje, había desaparecido de su memoria igual que el cristal oscuro de los ojos de Kai, tal vez por intercesión de los brebajes de Abbondia, y Sydney Morgan había pasado a ocupar su espacio vacante en el universo de Domenico.
No es que la hubiera olvidado del todo. No olvidó, por ejemplo, su tierna indefensión, su asombrosa levedad o el juramento que se había hecho de protegerla hasta de las corrientes de aire. No olvidó su claro del bosque. No olvidó el azul de sus ojos ni el verde de su pelo. Pero sí reconoció en el centro de su naturaleza humana el fuego de un incendio que Lizzy jamás podría sofocar.
Lo llamó deseo.
Y fue, seguramente, ese deseo el que le arrebató a la muerte su trofeo de carne tierna. Contra la fiebre el calor del deseo, contra el picor la comezón del deseo, contra el delirio el desvarío del deseo. El deseo carnal la mejor medicina, lástima no poder comentárselo al doctor Morgan para que experimentara con el descubrimiento. La cuestión es que, poco a poco, Domenico Fontana, la cabeza caliente y el cuerpo sediento, se recuperó milagrosamente de la viruela y comenzó el asedio de la fortaleza llamada Sydney Morgan. Se las apañó para levantarse de la cama, para dar pequeños paseos alrededor de la casa, para recuperar el hambre, la sed, el sueño… para sobrevivir.
Mientras tanto, en el pabellón derecho de Villa Fontana las cosas se habían puesto feas. Sydney acababa de sufrir un aborto y llevaba varios días en cama. Durante ese tiempo, las cortinas de su alcoba habían permanecido cerradas, la villa en silencio y la tristeza instalada entre sus paredes. El doctor Morgan había palidecido. Paseaba arriba y abajo del jardín, pensativo y tenso como si soportara sobre los hombros el peso de una conciencia desproporcionada mientras su esposa luchaba contra la debilidad primero, y luego contra la pena.
No es que Domenico se aprovechara intencionadamente de la desgracia de los Morgan para raptar a Sydney y llevarla al bosque. No era un mal chico. Lo que ocurrió fue una casualidad fatídica. Pasaba junto a la ventana del laboratorio cuando escuchó el grito ahogado de Sydney seguido del ruido que hizo su cuerpo al desvanecerse. Se asomó y la vio tendida en el suelo, pálida como una porcelana. Y temió que se hiciera añicos, toda esa belleza perdida para siempre, y quiso recomponerle el rostro, colocarle el vestido sobre la piel, trenzarle el pelo, insuflarle vida. La cogió en brazos, la sacó de la penumbra de aquella casa en duelo y la llevó a la sombra de un castaño del bosque.
Entonces ella se despertó, aturdida. Se encontró con la naturaleza en estado puro y necesitó probarla aunque fuera sólo con la punta de la lengua.
—¿No te ha dejado señales la viruela? —dijo Sydney para pedirle un beso.
Y él comprendió que todos los seres humanos son esclavos del animal que esconden debajo de la ropa. Al recibir el roce de aquella boca húmeda contra su carne, sintió que su corazón abandonaba para siempre su puesto de mando en el ala izquierda del pecho y caía rodando, como una roca por la pendiente de una montaña, hasta instalarse entre sus piernas. Al menos, los latidos —violentos y dolorosos— los notaba en ese lugar prohibido que, en contra de su voluntad, la señalaba directamente a ella.
Tuvo miedo. Estuvo a punto de devorarla. De arrancarle la ropa a mordiscos, de despellejarla, de saborear con placer hasta la última hebra de su carne.
Pero entre temblores y escalofríos, con un hilo de voz y un gruñido sordo, logró suplicarle:
—Volvamos a casa.
Lo malo es que ya había probado el veneno de la sangre y eso es algo que ningún depredador del mundo olvida en toda su vida.
CARTA DE DOMENICO FONTANA A SYDNEY MORGAN
Tú no eres feliz, Sydney. Una pared de hielo te separa de tu esposo. Ya no lo quieres. Lo noto en cómo me miras, en el ansia con la que me esperas en el embarcadero, la desaprobación fingida con la que recibes mis palabras.
Te digo
:
—¿Cuándo accederás a venir conmigo, los dos solos, a descubrir los secretos de este lago?
Y tú te sonrojas y te escudas en mi hermano para hacerme callar. Pero, en realidad, quieres que siga, que te diga que la fascinación que siento hacia ti es una fuerza que no se puede dominar. Que deseo arrancarte la piel a tiras, verte exhalar el aire que respiras, vaciarte de sólidos y líquidos, y quedármelos todos yo. Construirte una trampa al pie de los castaños para atraparte en ella y poder disfrutarte siempre que quiera.
Me dices:
—Déjame, Domenico, ten piedad de mí.
Pero al día siguiente vuelves a esperarme, como cada tarde, en el embarcadero. Hasta que no veo tu silueta, de pie, con el candil en la mano y la melena al viento, no le doy la orden a León de recoger las redes y poner rumbo a ti. Eres tú quien decide cuándo y cómo regresamos.
Si algún día no vinieras a buscarnos, temo que permaneceríamos flotando a la deriva para siempre, perdidos y olvidados, incapaces de encontrar una mísera razón para volver a casa.
CARTA DE DOMENICO FONTANA A SYDNEY MORGAN
Esta noche he soñado que tú y yo nos adentrábamos en el lago a bordo de una barca de remos, íbamos a escondernos en un recodo de la orilla, donde nadie pudiera ser testigo de nuestro juego prohibido. Tú te habías adornado el pelo con lavanda. Yo llevaba puesta la camisa del uniforme y no podíamos apartar la vista el uno del otro. Estábamos hechizados, hambrientos y sedientos. Nos acariciábamos, nos besábamos. Nos dejábamos llevar por la corriente.
Pero las aguas del lago tenían en mi sueño un color extraño, demasiado intenso, y a lo lejos había un barco que se movía sin velas ni remos, y vimos que unas niñas, asomadas ambas a un mismo balcón, nos señalaban con el dedo como si supieran que el nuestro es un amor secreto, irresistible, inevitable.
CARTA DE DOMENICO FONTANA A SYDNEY MORGAN