Volvamos al bosque, bajo el castaño, a cubierto de otros ojos y otras lenguas. Yo te desnudaré, tal vez a mordiscos, tal vez a zarpazos, y aparecerá de nuevo tu piel ante mi vista, blanca, temblorosa, suave. Y esta vez no dudaré en probarla. Te treparé como la hiedra. Te cubriré como el agua del lago. Te retorcerás de placer y llorarás por la desgracia de no haber sentido nunca hasta ahora semejante delicia.
Y yo moriré después. Porque habré consumido mi vida entera entre tus brazos.
—¿Por qué te pones ese vestido tan rancio, Franchie? Francesca dio un respingo. Estaba totalmente sola. Sola y encerrada en el vestidor. Era imposible que Claudia supiera qué vestido llevaba puesto y, sin embargo, si quería ser justa, debía reconocer que el modelito era bastante ñoño. Se parecía a un dos piezas que se hizo famoso en tiempos de Jacqueline Kennedy: la falda recta, la rebequita de lana sobre los hombros y un chaquetón de piel a juego con los pendientes de perlas.
—Perlas. No me digas más —se burló su hermana desde el otro lado de la puerta.
Francesca buscó con afán la rendija indiscreta o el ojo de la cerradura por el que la espiaba la niña Claudia. No lo encontró.
De un tiempo a esta parte tenía la sensación de que todos y cada uno de sus actos era conocido con antelación, espiado y juzgado por su hermana, la cual, desde que había dado comienzo su romance con Tom Bouvier, no paraba de morderse las uñas. Ya no le quedaba ninguna. Tenía los dedos en carne viva. Había empezado a tirar de los pellejos hasta levantarse la piel y, a veces, cuando Francesca no miraba, se arrancaba las costras y se chupaba la sangre.
Al principio, parecía que disfrutaba con los detalles del noviazgo. Ponía cara de gusto cuando Francesca le contaba que Tom olía muy bien, que tenía la piel muy suave, que sus besos eran cálidos y húmedos, que sus manos expertas. Pero luego había dejado de interesarse por esas descripciones y había comenzado a hacer preguntas desagradables.
—¿Cuándo vas a conocer a su madre?
—Pronto.
—¿Por qué no te presenta a sus amigos?
—Porque dice que me quiere sólo para él.
—¿Y la carta?
—¿Qué carta?
Al final todo se reducía a la maldita carta. La que explicaba cómo había muerto Sydney Morgan y cuáles eran los pasos que debían seguir ellas para deshacerse de Margherita.
Un día, Francesca se atrevió a insinuarle a Claudia que se le estaban pasando las ganas de asesinar a nadie. Le dijo que ahora que conocía el amor verdadero empezaba a comprender lo infelices que habían sido sus padres durante tantos años.
—No es por fastidiarte, Claudia, pero la culpa de que su matrimonio fracasara la tuviste tú. Mamá no volvió a decirle cosas bonitas a papá y él abandonó su guitarra en un rincón. Se reprochaban el uno al otro el descuido de aquella tarde: «Si no te hubieras dormido», «si no te pasaras el día al teléfono», «si no fueras tan apático», «si no fueras tan caprichosa».
Claudia se lo tomó como algo personal. Se puso hecha una fiera. Le contestó que no había más responsable que ella, la niña tonta que había contemplado impasible cómo su hermana pequeña se ahogaba delante de sus narices y no había hecho nada para impedirlo.
—Podías haberme alcanzado un remo o haberte tirado al lago. Tú sí sabías nadar. Pero te quedaste pasmada, con la boca abierta como una idiota, hasta que vino papá a buscarnos. Tuvo que bucear y todo para sacarme del agua.
Después de aquello, Francesca prefirió guardarse sus dudas para sí misma y continuar gozando de la compañía de Tom sin dar explicaciones a nadie.
Tom Bouvier solía pasar a recogerla a eso de las ocho de la tarde. La esperaba en un deportivo negro aparcado en la puerta lateral del hotel Pierre. Venía directamente del despacho, aún vestido con el traje de chaqueta que correspondía a su posición al frente de THB, pero con la camisa recién planchada y sin corbata, oliendo a colonia y bien peinado.
Francesca lo hacía esperar un poco para disimular las ganas de verlo. Contaba hasta mil en voz alta mientras paseaba de arriba abajo por el corredor y se miraba en todos los espejos que le salían al encuentro. Luego llamaba al ascensor, bajaba a la calle, lo buscaba con la vista y, cuando por fin lo encontraba, tan guapo, allí parado, con el motor en marcha, sentía que sus piernas dejaban de sostenerla y su voluntad de obedecerla y su cuerpo de pertenecería.
Entonces viajaban juntos a través del tiempo, hasta algún local lleno de gánsteres donde él la defendía de los malos con una metralleta de tambor, o a través del espacio, hasta la prohibida Cuba de los mojitos dulces y los timbales y las maracas. Otras noches se quedaban en el presente y se mezclaban con la multitud que perdía la cabeza en el viejo teatro de la calle 54, mimetizados con la fauna de artistas, transgresores y excéntricos que poblaba aquella jungla psicodélica. A veces atravesaban el puente de Brooklyn como dos borrachos vagabundos, con una botella de whisky escondida en una bolsa de papel, mitones y calcetines agujereados. La mayoría de esas noches allanaban Central Park colándose por alguna rendija y terminaban rodando por la hierba, las bocas secas, las manos perdidas, y se les hacía de día, y los encontraba el guardia de seguridad aún riéndose de nada y los echaba de allí confundiéndolos con un par de delincuentes sin hogar.
—Invítame a tu casa —le rogaba Tom todas las madrugadas.
—No puedo. Ya te he dicho que vivo con mi hermana —respondía ella—. Llévame tú a la tuya.
—Yo no tengo casa —se lamentaba él, melodramático—. La mansión Bouvier es de mi madre. Ella es quien ordena y manda.
—Pues preséntamela, Tom, déjame conocerla.
—Ni en sueños,
sole mio.
Así que se despedían con un beso frente al ascensor y la promesa de volver a intentarlo al día siguiente, volver a escaparse del tiempo, del espacio, de las garras de Greta, de las de Claudia, de sus propios miedos y de sus inseguridades.
—¿Te ha llevado a su casa? —le preguntaba Claudia, qué cruel, cada vez que su hermana volvía oliendo a besos a su habitación del Pierre.
Y Francesca se tapaba los oídos con las manos para no escuchar la voz de la niñita que retumbaba dentro de su cabeza, despiadada, con sus preguntas incómodas.
—¿Has conocido a Greta Bouvier? ¿Sabes ya dónde guarda la carta?
Esta insistencia de Claudia iba minando la paciencia de Francesca igual que una gota de agua que si persiste en su empeño termina por taladrar un agujero en la roca. Al final, de tanto machacarla, a Francesca le había dado por pensar que Tom se avergonzaba de ella.
Porque era cierto que fuera de sus citas nocturnas no recordaba ni una sola ocasión en la que el galán se hubiera atrevido a retarla a plena luz del día. Se escudaba en su trabajo, tan exigente, que lo obligaba a pasar horas interminables encerrado en su despacho del piso veinticinco de la torre Bouvier o a viajar de un extremo a otro del continente en vuelos relámpago o a asistir a aburridas reuniones de negocios que lo mantenían ocupado durante días. Le aseguraba que absolutamente todo su tiempo libre lo compartía con ella, su
sole
, pero Francesca no le creía.
Buscaba su nombre en los periódicos, perseguía su sombra en los chismes de la calle, sufría pensando que quizá Claudia tuviera razón: que en el algodonoso mundo de Tom Bouvier no había lugar para una mujer como ella.
—No creo que a semejante partidazo le interese seriamente una modelo italiana, no llores, tonta, sólo piénsalo —le decía—. Como diversión, para pasar un buen rato, no estás mal, Franchie, pero para que alguien de la categoría de Tom quisiera casarse contigo te haría falta mucho pedigrí, mucho caché, mucho de todo y tú, cariño, eres más bien poquita cosa.
Por eso le tenía muy bien aleccionada para que evitara en lo posible el paso definitivo y total hacia el desastre: lo que ella llamaba «el desliz».
—No se te ocurra permitirle llegar hasta el final, tú ya me entiendes. El día en que tu novio consiga lo que quiere, que no es más que acostarse contigo, siento tener que ser tan sincera, Franchie, ese día será el último.
Al cabo de unos meses Francesca se había convertido en una compradora compulsiva de revistas de sociedad en su afán de emular a las jóvenes casaderas que revoloteaban por Park Lane como inocentes abejitas en busca de un jugoso panal. Nada de excesos, nada de locuras, la risa contenida, la bebida escasa, los tacones bajos y los escotes discretos. A ver si conseguía engañarlos a todos con sus nuevos aires de jovencita decente y bien educada.
No logró su objetivo de hacerse invitar a la mansión Bouvier hasta el día del vestido recatado y las perlas, cuando por fin se enfrentó a los despiadados comentarios de Claudia con tanta violencia que llegó al coche de Tom con un ojo morado.
—¿Qué te ha pasado,
sole mio
? —se asustó el galán.
—Que me he peleado con mi hermana —respondió ella con la mandíbula apretada—. Por tu culpa —añadió.
—¿Por mi culpa?
—Claudia es una envidiosa. Es una niña mimada. Siempre ha sido la preferida de mis padres. Tan graciosa, tan simpática, tan alegre… Todo lo mejor ha sido siempre para Claudia. Es una egoísta —le explicó—. Verás, desde que tú y yo estamos enamorados, ella está insoportable. Dice que no me quieres. Dice que te avergüenzas de mí y que por eso no me presentas a tu madre. Dice que te cansarás pronto de este jueguecito, así lo llama, «jueguecito», y que me dejarás tirada como una colilla.
—Pero eso no es cierto, ¿lo sabes, verdad?
—Dice que eres un cobarde. Que tienes otras mujeres a las que llevas a los bailes y a las fiestas. Que a mí sólo me quieres para divertirte.
—No, Francesca…
—Y que parezco una puta. Eso me dijo. —Francesca rompió a llorar—. Así que le pegué una torta. Flojita, no te creas, y ella, la muy bestia, me lanzó un jarrón a la cara.
Tom no se avergonzaba de Francesca y tampoco salía con otras mujeres. Sencillamente, le aterraba enfrentarse al escrutinio cruel de su madre, la cual era capaz de echar a perder un cortejo de meses en una sola noche. Le bastaba con airear tres o cuatro trapos sucios para desarmar a la pobre infeliz que venía del brazo de Tom creyendo que la futura suegra sería fácil de conquistar. Luego, cuando la muchacha salía huyendo despavorida de aquella casa, decía algo como: «Menos mal que le pregunté por su hermano. Me habían contado lo de su afición al juego, pero no creí que fuera para tanto…».
A veces Tom tenía la sensación de estar examinándose de alguna asignatura imposible de aprobar. Por muy bien aprendida que llevara la lección, su madre siempre se las arreglaba para encontrar el punto débil de sus relaciones; exprimirlas, desecarlas, enlatarlas y echarlas a perder.
Temía que esta vez ocurriera lo mismo. Que Greta espantara a Francesca de su lado de un plumazo con un «menos mal» y un suspiro de alivio.
—No llores, Franchie —la consoló Tom como buenamente pudo. Aunque no era la primera vez que una mujer se venía abajo delante de sus narices, siempre le había horrorizado la escena del rimel corrido y los mocos colgando—. ¿Has bebido,
amore
? —añadió luego, cuando el torrente de lágrimas empezaba a hacer peligrar el cuero del asiento.
—Un poquito —respondió ella—. Porque estaba muy disgustada.
—No deberías beber para ahogar tus penas —la regañó—. Así empiezan a destruirse las personas buenas. —Tom seguía añorando al mejor amigo de su padre, Emilio Rivera, que terminó sus días vagabundeando con la sangre envenenada de whisky barato—. No sabes el daño que puede llegar a hacer la bebida.
Le tendió un pañuelo muy blanco, muy limpio y muy bien planchado y quién sabe si por compasión, por temeridad o porque se rindió ante el arma infalible de las mujeres —el derramamiento de lágrimas—, pronunció las siete palabras que Francesca estaba deseando oír desde hacía meses: «Mañana iremos a conocer a mi madre» y la octava, que le arrebataba el alma: «
Sole
».
Aquella noche regresaron al hotel algo más temprano de lo habitual. Francesca quería dormir mucho, levantarse temprano y acicalarse bien para presentarse ante la juez de su futuro con los deberes hechos. Se despidió de Tom con un beso al aire y entró en el Pierre por la puerta giratoria.
Allí la estaba esperando el director del hotel con cara de pocos amigos para advertirle que, si persistía en su actitud destructiva se vería obligado a informar al señor Versace, que, al fin y al cabo, era quien pagaba la cuenta, de todos los estragos que estaba causando en su
suite
. Al parecer, el jarrón de cristal que tan alegremente había lanzado contra el mueble bar era una pieza de gran valor, lo mismo que el reloj de mesa con el que la semana anterior había roto el espejo, por cierto, del siglo XIX, y que no iba a tolerar más insultos al personal de servicio ni más escenas desagradables que involucraran a otros clientes del hotel. Que el ascensor era de uso público, no de su propiedad, y, sobre todo, que o bajaba el volumen de su televisor, como ya le habían avisado en multitud de ocasiones, o se vería obligado a retirarlo de su habitación.
Francesca se disculpó escudándose en el mal carácter de su hermana Claudia, que era una niña mimada, y después, cuando la puerta del ascensor se cerró ante las narices del director, le sacó la lengua a su sombra.
—¡Y no más besos en público! —la amenazó él desde el otro lado del mundo.
Claudia estaba despierta, leyendo a oscuras. Tenía sangre reseca en la frente. La pelea había sido de las gordas.
—Hoy no me preguntas cuándo voy a conocer a Greta, ¿verdad? —le recriminó Francesca nada más entrar.
—No —respondió la niña—. Porque ya lo sé. —Levantó la vista del libro y añadió—: Yo lo sé todo. Lo que sucede y lo que no. Sé que mañana irás a la mansión Bouvier y sé lo que ocurrirá allí. Por eso es urgente que te sientes a leer conmigo. Nos estamos acercando al final de la historia de Sydney Morgan. Estamos a punto de descubrir quién la mató y cómo lo hizo. No sé tú, pero yo empiezo a sospechar de Domenico Fontana; el deseo incontrolable que siente por ella es muy peligroso. Podría tratarse de un crimen pasional. ¿No sería maravilloso? ¿Qué será lo que descubrió Olivia Clarke? ¿Qué la impulsaría a escribir esa carta que lleva escondida más de ciento cincuenta años y continúa siendo un misterio? ¿Y no te intriga saber qué fue de Elisabeth King? ¿Crees que al final se la llevó el viento?