—Y tú, ¿qué pides cuando rezas, Ser Jorah? —le preguntó.
—Un hogar —dijo, con la voz ronca por la nostalgia.
—Yo también querría un hogar —dijo ella con sinceridad.
—Mirad a vuestro alrededor,
khaleesi
. —Ser Jorah se echó a reír.
Pero Dany no estaba pensando en las llanuras. Pensaba en Desembarco del Rey y en la gran Fortaleza Roja que había construido Aegon
el Conquistador
. Pensaba en Rocadragón, donde había nacido. En su imaginación, ambos lugares brillaban con un millar de luces, había una chimenea tras cada ventana. En su imaginación todas las puertas eran rojas.
—Mi hermano no recuperará jamás los Siete Reinos —dijo Dany.
Se dio cuenta de que hacía mucho tiempo que lo sabía. Toda su vida. Sólo que no se había permitido formular las palabras, ni siquiera en un susurro. Pero en aquel momento las decía en voz alta, para que las oyera Jorah Mormont, para que las oyera todo el mundo.
—¿Eso creéis? —preguntó Ser Jorah mientras la miraba calibrándola.
—No sabría dirigir un ejército ni aunque mi señor esposo se lo diera —dijo la chica—. No tiene dinero, y el único caballero que lo sigue lo considera menos que una serpiente. Los dothrakis se burlan de su debilidad. Jamás nos llevará a casa.
—Sois sabia, niña —sonrió el caballero.
—No soy ninguna niña —replicó ella, furiosa.
Espoleó a su montura hasta poner a plata al galope. Cabalgó cada vez más deprisa, dejó muy atrás a Jorah, a Irri y a los otros; el viento cálido le agitaba el pelo y el sol poniente le bañaba el rostro con luz rojiza. Cuando llegó al
khalasar
, había anochecido.
Los esclavos le habían plantado la tienda a la orilla de una charca alimentada por el agua de un riachuelo. Oyó voces roncas procedentes del palacio de hierba entrelazada, en la colina. Pronto habría risas, eso significaría que los hombres de su
khas
estarían contando la historia de lo sucedido aquel día entre la hierba. Cuando Viserys llegara cojeando, todo hombre, mujer y niño del campamento sabría que era un caminante. En el
khalasar
no había secretos.
Dany dejó a plata al cuidado de los esclavos, y entró en la tienda. Las sedas la hacían fresca y umbría. Justo cuando dejaba caer a sus espaldas la tela que hacía las veces de puerta, vio un dedo de luz roja que parecía tocar sus huevos de dragón, al fondo de la tienda. Durante un momento fue como si un millar de gotas de fuego escarlata le revolotearan ante los ojos. Parpadeó, y desaparecieron.
«Piedra —se dijo—. No son más que piedra, hasta Illyrio me lo dijo, todos los dragones han muerto.»
Acarició el huevo negro con la palma de la mano, recorrió con los dedos la curva de la cáscara. La piedra estaba tibia. Casi caliente.
—El sol —susurró Dany—. Los ha calentado el sol por el camino.
Ordenó a sus doncellas que le preparasen la bañera. Doreah encendió una hoguera junto a la tienda, mientras Irri y Jhiqui cogían la gran bañera de cobre (otro de los regalos de boda) de los caballos de carga y acarreaban agua de la charca. Cuando el baño estuvo a punto, Irri la ayudó a entrar y se metió en el agua con ella.
—¿Habéis visto alguna vez un dragón? —preguntó mientras Irri le enjabonaba la espalda y Jhiqui le quitaba arena del pelo.
Había oído decir que los primeros dragones llegaron procedentes de oriente, de las Tierras Sombrías más allá de Asshai y las islas del mar de Jade. Quizá allí vivieran todavía, en reinos extraños y salvajes.
—Ya no quedan dragones,
khaleesi
—dijo Irri.
—Murieron todos —corroboró Jhiqui—. Hace ya mucho, mucho tiempo.
Viserys le había dicho que los últimos dragones targaryanos habían muerto hacía un siglo y medio, durante el reinado de Aegon III, al que llamaban el Veneno de Dragón. A Dany no le parecía tanto tiempo.
—¿En todas partes? —preguntó decepcionada—. ¿Incluso en oriente?
La magia había muerto en occidente cuando cayó la Maldición sobre Valyria y las Tierras del Largo Verano, y ni el acero fraguado con hechizos, ni los bardos de tormentas, ni los dragones pudieron recuperarla, pero Dany siempre había oído decir que en oriente las cosas eran de otra manera. Según las leyendas, en las islas del mar de Jade había mantícoras, los basiliscos infestaban las selvas de Yi Ti, y los recitadores de hechizos, los brujos y los aeromantes practicaban sus artes abiertamente en Asshai, mientras que en lo más oscuro de la noche los portadores de sombras y los magos de sangre ejecutaban conjuros horripilantes. ¿Por qué no podía haber también dragones?
—No hay dragones —insistió Irri—. Los hombres valientes los matan, porque son bestias espantosas. Lo sabe todo el mundo.
—Lo sabe todo el mundo —corroboró Jhiqui.
—Una vez, un mercader de Quarth me dijo que los dragones venían de la luna —comentó la rubia Doreah mientras calentaba una toalla ante el fuego.
Irri y Jhiqui tenían más o menos la edad de Dany, eran chicas dothrakis tomadas como esclavas cuando Drogo destruyó el
khalasar
de su padre. Doreah era mayor, de casi veinte años. El magíster Illyrio la había encontrado en un lupanar de Lys.
—¿De la luna? —Dany volvió la cabeza con curiosidad, y los mechones húmedos, blancos como la plata, le cayeron sobre los ojos.
—Me dijo que la luna era un huevo,
khaleesi
—asintió la joven lysena—. Antes había dos lunas en el cielo, pero una se acercó demasiado al sol, y con el calor se cascó. De ella salieron mil millares de dragones, y bebieron el fuego del sol. Por eso los dragones respiran llamas. Algún día la otra luna también besará el sol, se romperá, y volverán los dragones.
Las dos chicas dothrakis se echaron a reír.
—Eres una esclava tonta con pelo de paja —dijo Irri—. La luna no es ningún huevo. La luna es una diosa, la esposa del sol. Lo sabe todo el mundo.
—Lo sabe todo el mundo —corroboró Jhiqui.
Dany tenía la piel enrojecida y brillante al salir de la bañera. Jhiqui la tendió de bruces para untarle el cuerpo de aceite y sacarle el polvo de los poros. Después Irri la salpicó con florespecia y canela. Mientras Doreah le cepillaba el pelo hasta que tuvo el brillo de hebras de plata, pensó en la luna, en huevos y en fantasmas.
La cena consistió sencillamente en fruta y queso con pan frito, todo acompañado por una jarra de vino mezclado con miel.
—Quédate a comer conmigo, Doreah —ordenó Dany y despidió a las otras doncellas. La chica lysena tenía el pelo color miel, y ojos como el cielo en verano. Cuando estuvieron a solas, clavó aquellos ojos en el suelo.
—Me honráis,
khaleesi
—dijo.
Pero no se trataba de un honor, sino de un servicio. Mucho después de que la luna brillara en el cielo ellas seguían sentadas, hablando.
Aquella noche, cuando Khal Drogo entró en la tienda, Dany lo aguardaba. El hombre se detuvo en la entrada y la miró sorprendido. Ella se levantó muy despacio y dejó caer al suelo las prendas de seda con que dormía.
—Esta noche debemos salir afuera, mi señor —le dijo, porque los dothrakis creían que todo hecho importante en la vida de un hombre debe tener lugar bajo el cielo abierto.
Khal Drogo la siguió al exterior. Las campanillas de su pelo tintineaban con suavidad. A pocos metros de la tienda había una zona de hierba suave, y Dany lo hizo tenderse allí. Cuando él intentó que se diera la vuelta, le apoyó una mano en el pecho.
—No —dijo—. Esta noche quiero mirarte el rostro.
En el corazón del
khalasar
no hay intimidad. Dany sintió mil ojos clavados en ella mientras lo desnudaba, oyó los murmullos cuando hizo las cosas que Doreah le había dicho que hiciera. No le importaba. ¿Acaso no era la
khaleesi
? Los únicos ojos que importaban eran los de su esposo, y cuando lo montó vio en ellos algo que no había visto jamás. Lo cabalgó con tanta fiereza como a plata, y cuando a Khal Drogo le llegó el momento del placer, gritó su nombre.
Estaban al otro lado del mar dothraki cuando Jhiqui pasó los dedos por la suave prominencia que era el vientre de Dany.
—Lleváis un niño dentro,
khaleesi
—dijo.
—Lo sé —respondió Dany.
Era su decimocuarto día del nombre.
Abajo, en el patio, Rickon corría con los lobos.
Bran observaba la escena sentado junto a la ventana. Fuera adonde fuera el niño,
Viento Gris
llegaba antes de un salto para cortarle el paso, hasta que Rickon lo veía, gritaba de puro contento y echaba a correr en otra dirección.
Peludo
le pisaba los talones, pero se revolvía si los otros lobos se le acercaban demasiado. Se le había oscurecido el pelaje, que ahora era casi negro, y sus ojos eran fuego verde.
Verano
, el lobo de Bran, iba el último. Tenía el pelaje plateado y color humo, y ojos como oro amarillo. Era más pequeño que
Viento Gris
, y también más cauto. Bran creía que era el más listo de la camada. Oyó las risas despreocupadas de su hermano mientras corría por el suelo cubierto de tierra con sus piernecitas gordezuelas, casi de bebé.
Le escocían los ojos. Quería estar allí abajo, y reír y correr. Enfadado consigo mismo, Bran se secó las lágrimas con los nudillos antes de que brotaran. Ya había pasado su octavo día del nombre. Era casi un hombre adulto, no podía llorar.
—Era mentira —dijo con amargura al recordar al cuervo de su sueño—. No puedo volar. Ni siquiera puedo correr.
—Todos los cuervos son unos mentirosos —asintió la Vieja Tata, que estaba sentada con su labor de costura en las manos—. Me sé un cuento sobre un cuervo.
—Ya estoy harto de cuentos —replicó Bran, petulante. Antes le gustaban mucho los cuentos de la Vieja Tata. Pero las cosas habían cambiado. Se tenía que pasar el día con ella, era la que lo cuidaba y lo limpiaba y le hacía compañía. Y eso no servía más que para empeorar las cosas—. Odio tus estúpidos cuentos —insistió.
—¿Mis cuentos? —La anciana le dedicó una sonrisa desdentada—. No, mi pequeño señor, no son míos. Los cuentos son, a secas, antes de mí, y antes de ti también.
Bran, lleno de rencor, pensó que era una vieja muy fea. Encogida, arrugada, casi ciega, demasiado débil para subir escaleras, apenas le quedaban unos mechones de pelo blanco en el cuero cabelludo de un color rosa sucio. Nadie sabía a ciencia cierta cuántos años tenía, pero según su padre ya la llamaban Vieja Tata cuando él era niño. Era sin duda la persona más anciana de Invernalia, quizá la más anciana de los Siete Reinos. Tata había llegado al castillo como ama de cría de Brandon Stark, cuya madre había muerto en el parto. Brandon Stark había sido como un hermano mayor para Lord Rickard, el abuelo de Bran, o quizá un hermano pequeño, o hermano del padre de Lord Rickard. Tata cambiaba la historia cada vez que la contaba. En todas ellas, el bebé moría a los tres años de unas fiebres de verano, pero la Vieja Tata se quedaba en Invernalia con sus hijos. Ambos murieron en la guerra en la que el rey Robert subió al trono, y su nieto también cayó ante las murallas de Pyke durante la rebelión de Balon Greyjoy. También sus hijas se habían casado, se habían marchado y habían muerto mucho tiempo atrás. El único descendiente que le quedaba era Hodor, el gigantón retrasado mental que trabajaba en los establos. Y la Vieja Tata vivía, y vivía, y seguía viviendo, con sus labores de costura y sus cuentos.
—A mí qué me importa de quién son los cuentos —dijo Bran—. Los odio.
No quería cuentos, y no quería a la Vieja Tata. Quería a su madre y a su padre. Quería ir a correr con
Verano
. Quería trepar por la pared de la torre rota y dar de comer a los cuervos. Quería volver a montar en el poni con sus hermanos. Quería que las cosas fueran como habían sido.
—Me sé un cuento sobre un niño que odiaba los cuentos —dijo la Vieja Tata con su sonrisa estúpida, mientras movía la aguja sin cesar,
clic
,
clic
,
clic
, hasta que a Bran le entraron ganas de gritar.
Sabía que las cosas nunca volverían a ser como antes. El cuervo lo engañó para que volara, pero cuando despertó estaba inválido y el mundo había cambiado. Todos lo habían abandonado: su padre, su madre, sus hermanas... hasta su hermano bastardo, Jon. Su padre le había prometido que cabalgaría en un caballo de verdad hasta Desembarco del Rey, y en vez de eso se habían marchado sin él. El maestre Luwin había enviado a Lord Eddard un pájaro con un mensaje, y otro a su madre, y otro al Muro; pero no llegó ninguna respuesta.
—A veces los pájaros se pierden, hijo —le explicó el maestre—. De aquí a Desembarco del Rey hay mucha distancia y muchos halcones; puede que el mensaje no les haya llegado.
Pero, para Bran, era como si todos hubieran muerto mientras dormía... o quizá era él quien había muerto, y los demás lo habían olvidado. Jory, Ser Rodrik y Vayon Poole se habían marchado también, así como Hullen, y Harwin, y Tom
el Gordo
, y una cuarta parte de la guardia.
Los únicos que quedaban eran Robb y el pequeño Rickon, y Robb había cambiado. Ahora era Robb el Señor, o al menos lo intentaba. Llevaba una espada de verdad y no sonreía nunca. Se pasaba el día ejercitando con la guardia y entrenándose en el manejo de la espada, con lo que en el patio resonaba constantemente el choque de metal contra metal mientras Bran miraba desconsolado desde la ventana. Por las noches se encerraba con el maestre Luwin para hablar o repasar libros de cuentas. En ocasiones se iba a caballo con Hallis Mollen, y estaba ausente varios días, visitando los fortines cercanos. Siempre que se iba durante más de un día, Rickon lloraba y no paraba de preguntar a Bran si Robb iba a volver. Pero, incluso cuando estaba en Invernalia, tenía más tiempo para Hallis Mollen y para Theon Greyjoy que para sus hermanos.
—Te puedo contar la historia de Brandon
el Constructor
—dijo la Vieja Tata—. Siempre ha sido tu favorita.
Hacía ya milenios, Brandon
el Constructor
había edificado Invernalia, y según algunas leyendas también el propio Muro. Bran conocía la historia, pero nunca había sido su favorita. Quizá fuera la favorita de algún otro Brandon. A veces Tata le hablaba como si fuera su Brandon, el bebé al que había dado el pecho hacía ya tantos años, y en otras lo confundía con su tío Brandon, el que había muerto a manos del Rey Loco antes incluso del nacimiento de Bran. Su madre le había dicho una vez que Tata había vivido tanto tiempo que, para ella, todos los Brandon Stark eran uno solo.