Juego de Tronos (98 page)

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Authors: George R.R. Martin

Tags: #Fantástico

BOOK: Juego de Tronos
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»Y en cuanto a vuestra hermana, es igual o peor. Fue... hace un año, no más, Jon Arryn era todavía la Mano del Rey, y fui a la ciudad para ver a mis hijos en el torneo. Stevron y Jared ya son viejos para las justas, pero Danwell y Hosteen cabalgaron, y Perwyn también, y un par de bastardos míos participaron en el combate cuerpo a cuerpo. Si hubiera sabido cómo iban a avergonzarme, ni me hubiera molestado en ir. Hice todo el viaje para ver cómo ese mocoso Tyrell descabalgaba a Hosteen, y eso que tenía la mitad de años que él, y lo llaman Ser Margarita, o algo así. ¡Y a Danwell lo desmontó un caballero sin rango! A veces me pregunto si de verdad son hijos míos. Mi tercera esposa era una Crakehall, y todas las mujeres de esa familia son unas putas. Bueno, qué más da, murió antes de que vos nacierais, ¿a vos qué os importa?

»Estaba hablando de vuestra hermana. Propuse a Lord y Lady Arryn que tomaran a dos de mis nietos como pupilos, y a cambio yo acogería a su hijo en Los Gemelos. ¿Acaso mis nietos son indignos de pisar la corte del rey? Son buenos chicos, tranquilos y educados. Walder es hijo de Merrett, le puso mi nombre, y el otro... je, pues no me acuerdo... pudo haber sido otro Walder; siempre les ponen mi nombre, a ver si los favorezco, pero su padre... ¿quién era su padre? —Su rostro se llenó de arrugas—. Bueno, qué más da, el caso es que Lord Arryn no quiso acoger a ninguno de los dos, y seguro que la culpa la tuvo vuestra hermana. Puso la misma cara que si le hubiera propuesto vender su hijo a una compañía de comediantes o convertirlo en eunuco, y cuando Lord Arryn dijo que iba a enviar al chico a Rocadragón como pupilo de Stannis Baratheon se puso hecha una fiera. Lo único que pudo darme la Mano fueron disculpas. ¿Y para qué quiero yo disculpas, eh? ¿Eh?

—Tenía entendido que el hijo de Lysa iba a ser pupilo de Lord Tywin, en Roca Casterly —dijo Catelyn con el ceño fruncido, inquieta.

—No, se lo iba a llevar Lord Stannis —replicó Walder Frey, irritado—. ¿Acaso pensáis que no distingo a Lord Stannis de Lord Tywin? Los dos son un montón de mierda, se creen demasiado nobles para pagar, pero eso no importa, el caso es que los distingo. ¿O pensáis que estoy tan viejo que no recuerdo nada? Tengo noventa años y lo recuerdo todo muy bien. También recuerdo qué se hace con una mujer. El año que viene para estas fechas mi esposa me habrá dado un hijo, seguro. O una hija, es inevitable. Chico o chica, qué más da, será una cosa enrojecida, arrugada y llorona, y seguro que lo quiere llamar Walder o Walda.

—¿Estáis seguro de que Jon Arryn iba a enviar a su hijo como pupilo con Lord Stannis? —El nombre que pusiera Lady Frey a su bebé no era cuestión que interesara a Catelyn.

—Sí, sí, sí —replicó el anciano—. Pero murió, así que ya no importa. Bueno, entonces queréis cruzar el río, ¿verdad?

—Sí.

—¡Pues no! —exclamó Lord Walder, crispado—. ¡No cruzaréis el río sin mi permiso! ¿Por qué os lo voy a permitir? Los Tully y los Stark no han sido nunca amigos míos. —Se recostó en el trono, cruzó los brazos y sonrió, a la espera de su respuesta.

El resto fue cuestión de regateo.

El sol rojizo empezaba a ponerse tras las colinas del oeste cuando las puertas del castillo se abrieron de nuevo. El puente levadizo descendió, el rastrillo fue izado, y Lady Catelyn Stark salió a caballo para reunirse con su hijo y sus señores vasallos. Tras ella iban Ser Jared Frey, Ser Hosteen Frey, Ser Danwell Frey, y el hijo bastardo de Lord Walder, Ronel Ríos, al mando de una columna de hombres armados con picas, todos con cotas de mallas de acero azul y capas color gris plateado.

Robb se adelantó al galope para recibirla.
Viento Gris
corría al lado de su semental.

—Ya está —le dijo Catelyn a su hijo—. Lord Walder te da permiso para cruzar. Sus espadas están a tus órdenes, a excepción de cuatrocientos hombres que se quedarán aquí para defender Los Gemelos. Te sugiero que dejes tú también a cuatrocientos hombres, entre arqueros y espadachines. No creo que ponga objeciones... pero asegúrate de que das el mando a alguien en quien confíes. Puede que haga falta que ayude a Lord Walder a conservar la fe.

—Como tú digas, madre —respondió Robb al tiempo que miraba a los hombres armados con picas—. ¿Qué te parece... Ser Helman Tallhart?

—Buena elección.

—¿Qué... qué quiere él de nosotros?

—Si puedes prescindir de unas cuantas espadas, necesito que algunos hombres escolten a dos de los nietos de Lord Frey hasta Invernalia —respondió—. He accedido a acogerlos como pupilos. Son niños pequeños, uno de ocho años y otro de siete. Por lo visto los dos se llaman Walder. Así tu hermano Bran tendrá muchachos de su edad que le hagan compañía.

—¿Nada más? ¿Dos pupilos? Es un precio bajo para...

—El hijo de Lord Frey, Olyvar, vendrá con nosotros —siguió—. Será tu escudero personal. Su padre desea que, cuando llegue el momento, sea nombrado caballero.

—Un escudero. —Se encogió de hombros—. Bien, muy bien, si es...

—Además, si tu hermana Arya vuelve sana y salva tendrá que casarse con el hijo más joven de Lord Walder, Elmar, en cuanto los dos alcancen la mayoría de edad.

—A Arya no le va a hacer la menor gracia. —Robb se había quedado perplejo.

—Y cuando acabe la batalla, tú tendrás que casarte con una de sus hijas —terminó Catelyn—. Ha accedido generosamente a que elijas tú mismo a la que más te guste. Tiene muchas.

—Ya veo. —Robb ni siquiera parpadeó.

—¿Accedes?

—¿Puedo negarme?

—Si quieres cruzar, no.

—Entonces, accedo —respondió Robb con solemnidad.

Nunca le había parecido tan mayor como en aquel momento. Un niño podía jugar con espadas, pero hacía falta ser un auténtico señor para acceder a un matrimonio de conveniencia, con todo lo que ello significaba.

Cruzaron el puente al anochecer, bajo una luna creciente que parecía flotar sobre el río. La doble columna atravesó la puerta de la torre este como una gran serpiente de acero, desapareció en el interior, atravesó el puente, y salió de nuevo a la noche tras pasar por la torre oeste.

Catelyn iba a la cabeza de la serpiente, con su hijo, su tío Ser Brynden, y Ser Stevron Frey. Los seguían nueve décimas partes de los hombres a caballo, entre caballeros, lanceros, arqueros y jinetes libres. Tardaron horas en cruzar. Catelyn no olvidaría nunca el retumbar de los cascos de los animales contra el puente levadizo, la imagen de Lord Walder Frey, que los observaba desde su litera, ni el brillo de los ojos que los miraban desde las troneras.

La mayor parte del ejército norteño, hombres armados con picas, arqueros y guerreros a pie, permaneció en la orilla este bajo el mando de Roose Bolton. Robb le había ordenado que siguiera avanzando hacia el sur, para enfrentarse al poderoso ejército Lannister que avanzaba hacia el norte bajo el mando de Lord Tywin.

Para bien o para mal, su hijo había tirado los dados.

JON (8)

—¿Te encuentras bien, Nieve? —preguntó Lord Mormont con el ceño fruncido.


Bien
—graznó el cuervo—.
Bien.

—Sí, mi señor —mintió Jon en voz muy alta, como si así lo hiciera más cierto—. ¿Y vos?

—Ha intentado asesinarme un hombre muerto —replicó Mormont con mala cara—. ¿Cómo voy a estar bien? —Se rascó la barbilla. El fuego le había chamuscado la barba gris, y se la había afeitado. La sombra del nuevo bigote lo hacía parecer viejo, indigno, gruñón—. No tienes buen aspecto. ¿Qué tal va esa mano?

—Se me está curando. —Jon flexionó los dedos vendados para demostrárselo. Al coger las cortinas en llamas se había hecho quemaduras más graves de lo que creía, y tenía la mano derecha envuelta en sedas hasta el codo. En un primer momento no notó nada; el dolor comenzó más tarde. La piel roja empezó a supurar, y le aparecieron entre los dedos ampollas del tamaño de cucarachas—. El maestre dice que me quedarán cicatrices, pero que podré usar la mano como antes.

—Una mano con cicatrices no importa. En el Muro vas a llevar guantes casi siempre.

—Así es, mi señor. —No eran las cicatrices lo que le preocupaba, sino todo lo demás.

El maestre Aemon le había dado la leche de la amapola, pero aun así el dolor había llegado a ser espantoso. Al principio le parecía que todavía le ardía la mano, día y noche. Apenas conseguía cierto alivio si la metía en un barreño de nieve y hielo picado. Gracias a los dioses, sólo
Fantasma
lo había visto tendido en la cama, sollozando de dolor. Y cuando conseguía dormirse, soñaba, lo que era aún peor. En el sueño el cadáver con el que había peleado tenía los ojos azules, las manos negras y el rostro de su padre. Eso no se atrevió a contárselo a Mormont.

—Dywen y Hake volvieron anoche —dijo el Viejo Oso—. No encontraron ni rastro de tu tío. Igual que los demás.

—Lo sé. —Jon había conseguido llegar a la sala común para comer con sus amigos, y la búsqueda fallida de los exploradores era el tema de conversación.

—Lo sabes —gruñó Mormont—. ¿Cómo es que aquí todo el mundo lo sabe todo? —No parecía esperar una respuesta—. Por lo visto sólo había dos de esas... de esas criaturas, fueran lo que fueran, no pienso decir que eran hombres. Gracias a los dioses. Unas pocas más y... bueno, más vale no pensar en ello. Pero seguro que hay más. Me lo dicen mis viejos huesos, y el maestre Aemon está de acuerdo. Los vientos soplan cada vez más fríos. El verano toca a su fin, y se acerca un invierno como el mundo jamás ha visto.

«Se acerca el Invierno.» El lema de los Stark jamás le había parecido a Jon tan sombrío y ominoso.

—Mi señor —preguntó, titubeante—, se comenta que anoche llegó un pájaro...

—Sí. ¿Y qué?

—Pensaba que tal vez trajera noticias de mi padre.


Padre
—se burló el viejo cuervo, que paseaba de un hombro de Mormont al otro—.
Padre.

El Lord Comandante alzó la mano para cerrarle el pico, pero el cuervo saltó sobre su cabeza, sacudió las alas y voló por la sala para ir a posarse sobre la ventana.

—Ruido y dolor —gruñó Mormont—. Es lo único que traen los cuervos. No sé por qué aguanto a ese pajarraco. Si fueran noticias de Lord Eddard, ¿no crees que te habría hecho llamar? Bastardo o no, eres sangre de su sangre. El mensaje era sobre Ser Barristan Selmy. Por lo visto lo han echado de la Guardia Real. Ahora ocupa su lugar ese perro negro de Clegane, y se busca a Selmy por traición. Al parecer, los muy imbéciles enviaron a dos hombres a detenerlo, pero los mató a ambos y escapó. —Mormont soltó un bufido que dejaba bien clara su opinión sobre alguien tan estúpido como para enviar a unos capas doradas contra un caballero renombrado como Barristan
el Bravo
—. En los bosques hay sombras blancas, los muertos recorren nuestras habitaciones, y ahora hay un niño en el Trono de Hierro —añadió, asqueado.


Niño, niño, niño, niño
—graznó el cuervo.

Jon recordó que el Viejo Oso había puesto sus esperanzas en Ser Barristan. Si el anciano había caído en desgracia, ¿qué esperanza había de que se prestara atención a su carta? Apretó el puño. El dolor le azotó los dedos quemados como un latigazo.

—¿Se sabe algo de mis hermanas?

—En el mensaje no se mencionaba a Lord Eddard ni a las niñas. —Se encogió de hombros, irritado—. Puede que no recibieran mi carta. Aemon envió dos copias, con sus mejores pájaros, pero, ¿quién sabe? Lo más probable es que Pycelle no se haya molestado en contestar. No sería la primera vez, ni la última. Me temo que en Desembarco del Rey no nos conceden mucha importancia. Sólo nos dicen lo que quieren que sepamos, o sea, bien poca cosa.

«Y vos me decís sólo lo que queréis que sepa, o sea, todavía menos», pensó Jon con resentimiento. Su hermano Robb había convocado a los vasallos e iba rumbo al sur, en pie de guerra, pero nadie le había dicho ni palabra... sólo Samwell Tarly, que le leyó la carta al maestre Aemon y aquella misma noche se lo contó todo a Jon, sin dejar de protestar porque no debía hacerlo. Sin duda pensaban que lo que hiciera su hermano no era asunto suyo. Aquello lo preocupaba hasta límites indecibles. Robb marchaba hacia el sur, y él no. Por mucho que se repitiera que ahora su lugar estaba en el Muro, con sus nuevos hermanos, seguía sintiéndose un cobarde.


Maíz
—graznaba el cuervo—.
Maíz, maíz.

—Cállate de una vez —le dijo el Viejo Oso—. Nieve, ¿cuándo te ha dicho el maestre Aemon que podrás volver a usar la mano?

—Pronto —respondió Jon.

—Bien. —Lord Mormont puso sobre la mesa, entre ellos, una gran espada, metida en una vaina de metal negro con incrustaciones de plata—. Entonces, estarás preparado para esto. —El cuervo se posó sobre la mesa, curioso. Jon titubeó. No sabía qué significaba aquello.

—¿Mi señor?

—El fuego fundió la plata del pomo, y quemó la cruz y la empuñadura. Cuero seco y madera vieja, qué otra cosa podía pasar. En cambio, la hoja... haría falta un fuego cien veces más caliente para dañar la hoja. —Mormont empujó la vaina en dirección a Jon—. Ordené que te hicieran nuevo el resto. Cógela.


Cógela
—repitió el cuervo—.
Cógela, cógela.

Jon cogió la espada con la mano izquierda; la derecha la tenía envuelta en vendas, y la sentía demasiado torpe. Con cuidado, sacó el arma de la vaina, y se la puso al nivel de los ojos.

El pomo era un trozo de piedra blanca, rellena de plomo para equilibrarla con la larga hoja. Estaba tallado en forma de cabeza de lobo con las fauces abiertas, y los ojos eran esquirlas de granate. La empuñadura era de cuero virgen, suave y negro, aún no tenía manchas de sudor ni de sangre. La hoja era un palmo más larga que la de las espadas a las que Jon estaba acostumbrado, apta tanto para las estocadas como para los tajos, con tres canales profundos para aligerarla.
Hielo
era un mandoble auténtico, para manejarlo con las dos manos, mientras que aquélla se esgrimía con una o con dos, y algunos la llamaban «espada bastarda». Pese a su tamaño, resultaba más ligera que las que había esgrimido en el pasado. Jon giró la hoja; vio las ondulaciones en el acero oscuro, allí donde el metal había sido plegado sobre sí mismo una y otra vez.

—Es acero valyrio, mi señor —dijo, intrigado.

Su padre le había dejado manejar a
Hielo
a menudo, así que reconocía el aspecto y el tacto.

—Así es —asintió el Viejo Oso—. Era la espada de mi padre, y también fue la de mi abuelo. Lleva cinco siglos en poder de los Mormont. Yo también la esgrimí en mis tiempos, y se la entregué a mi hijo cuando vestí el negro.

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