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Authors: David Walton

Tags: #Ciencia-Ficción

Juego mortal

BOOK: Juego mortal
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En un mundo futuro, lleno de milagros tecnológicos, donde los edificios son construidos en horas y el cuerpo humano se puede modelar sin límites, dos amigos cometen un terrible error. Mark McGovern, el hijo de un acaudalado político, y Darin Kinsley, de la parte pobre de la ciudad, lanzan un sofisticado virus informático llamado «rebanador». Ese virus, terriblemente destructivo, se encuentra localizado en la mente de un niño.

El chico, que solo es consciente de su existencia virtual, se convierte en un arma codiciada por todos, ya sea para ser utilizado con fines letales o para ser aniquilado por el bien de la humanidad. Mientras tanto, su madre, que contempla con horror las dos terribles amenazas que se ciernen sobre la vida del niño, tratará de hacer todo lo que esté en su mano para salvarlo.

David Walton

Juego Mortal

ePUB v1.0

OZN
19.07.12

Título original:
Terminal Mind

David Walton, 2008.

Traducción: Ester Mendía Picazo

Ilustraciones: Jean-Yves Kervevan via Agentur Schlück GmbH

Diseño/retoque portada: OZN

Editor original: OZN (v1.0)

ePub base v2.0

Para Lydia, que llegó al mundo cuando lo hizo este libro

Agradecimientos

La historia de uno no le pertenece solo a él. En mi caso, estoy en deuda con mi mujer, Karen, sin cuya sabiduría sería menos persona y, por tanto, menos escritor.

También debo dar las gracias a muchos otros. Primero, a Mike Shultz y a Nancy Fulda, cuyos inestimables consejos han dado forma a mi manera de escribir. A Helena Bell, Ian Creasey y Elaine Isaak, cuyas críticas de mi primer borrador mejoraron este libro inconmensurablemente. A Dan y Jackie Gamber y a Meadowhawk Press, por esta oportunidad y por vuestra fe en mi trabajo. Y, por último, a Ruth, Miriam, Naomi, Caleb y Lydia, cuyas vidas son un logro mucho mayor del que podría suponer cualquier obra de ficción.

Gracias a todos. Espero que disfrutéis con el resultado.

1

Papá me ha enviado un mensaje. Me ha encargado un trabajo, pero me ha dicho que no lo haga todavía. Me ha dicho simplemente que me despierte y esté preparado. Estoy despierto, pero no tengo nada que hacer. Me ha dejado en la oscuridad. Ha dicho que vendría, pero de eso ya hace segundos y segundos. Puedo hacerlo, papá, de verdad que sí. Déjame intentarlo. ¿Dónde estás, papá?

Mark McGovern habría renunciado a su herencia a cambio de escapar de esa fiesta. Cualquier evento político implicaba vistosas modis y banales cotilleos, pero ese parecía peor que la mayoría. Ahí fuera, en el balcón, encontró un alivio momentáneo: el aire de la noche le refrescaba la cara y la puerta corredera de cristal amortiguaba los sonidos de la fiesta que se celebraba dentro. Debajo, el cráter de Filadelfia resplandecía como un cuenco de diamantes.

Desde esa altura podía ver con claridad la presa Franklin, la gran media luna de hormigón que producía gran parte de la energía de la ciudad y que evitaba que el río Delaware la inundara. Mark cambió sus ojos a un modo de aumento mayor y vio faros persiguiéndose unos a otros a lo largo de la calle Broad.

La puerta se abrió.

—Tenny, aquí estás —dijo su padre.

Mark hizo una mueca de disgusto. Tennessee, su nombre real, sonaba pretencioso, pero «Tenny», el apodo que utilizaba su familia, era aún peor.

—Tenny —repitió su padre—. Me gustaría que conocieras a alguien.

—Sí, ven aquí, querido —dijo Diane, la última adquisición de su padre, una mujer con menos derecho a llamarlo «querido» que su mayordomo. Mark los siguió hasta dentro.

Damas enjoyadas y caballeros ataviados con esmoquin atestaban la sala, sinterizados en un mosaico viviente de modificaciones biológicas de clase alta. Como pudo, se abrió paso entre una mujer con los lóbulos moldeados en forma de pendientes que le colgaban sobre los hombros, un hombre con la piel violeta y una mujer que se había cambiado el pelo por musgo fresco coronado con diminutas flores blancas. Todos sostenían sus copas de vino con las muñecas en el mismo ángulo. Todos lo miraban.

Mark esbozó la sonrisa de rigor. Odiaba esa pantomima, los perpetuos juegos de ambición y falsedad. Ninguna de esas personas tenía interés alguno en él más allá de la atención que ellos mismos se pudieran granjear. Vio a su bisabuelo en la zona del bar, rodeando con el brazo a una mujer cubierta por lo que parecía un chal de plástico de diseño. El bisabuelo ya había pasado de los cien años, pero con tratamientos modi regulares parecía envejecer a la inversa. Sus preferencias en cuestión de mujeres también habían rejuvenecido, aunque, según creía Mark, esa ramera envasada al vacío podía tener unos sesenta.

Jack McGovern, el padre de Mark, dominaba la sala; un gigante de hombros anchos con una feroz sonrisa. Él era la razón por la que Mark estaba allí. Su padre le había dicho que era algo que la prensa esperaba: el futuro heredero de la fortuna McGovern debía aparecer en público cada cierto tiempo.

Lo aplastó rodeándolo con un solo brazo y sacudió los dedos para saludar a quienes tenía más cerca.

—Tenny, ya conoces al concejal Marsh y a su esposa Georgette; y ella es Vivian DuChamp, del
Panache;
pero... no creo que conozcas a nuestro nuevo artista, el doctor Alastair Tremayne. Este hombre es un genio... con las modis, claro, aunque también ha impresionado a unos cuantos con algunos de sus inventos. Ha patentado un proceso para aplicar modificaciones de red a un feto, ¿te lo puedes creer? Enseña a tu bebé aún no nacido a leer, le muestra fotografías de su familia, monitoriza su estado de salud y esas cosas. Es todo un éxito entre los sectores más maternales. Vaya, lo siento, doctor Tremayne, le presento a mi hijo, Tennessee.

Con casi dos metros de alto y un pelo canoso que resplandecía como el espumillón navideño, Tremayne parecía nerviosísimo; no dejaba de balancearse sobre las plantas de sus pies. Pero a Mark no le impresionó. Tremayne sería como todos los nuevos descubrimientos de su padre: una moda pasajera que después quedaría olvidada. Se fijó en su hermana pequeña, Carolina, que le dedicaba a Tremayne una mirada insinuante. Otra moda pasajera para su hermana también.

Mark se preocupaba por Carolina. A sus diecisiete años, tenía una figura perfecta, una piel transparente, un cabello dorado que se arreglaba solo en cualquier clima y el último grito en ojos. Sus ojos resplandecían, como si estuvieran constantemente empañados de emoción, y su color, oro, brillaba con un intenso lustre, como la madera pulida. Pero esa clase de modis atraía a hombres a los que solo les interesaba su aspecto. O su dinero.

¿Quién era ese doctor Alastair Tremayne? Era imposible adivinar su edad. Parecía que tenía veinticinco, pero bien podría tener setenta si era bueno en su oficio.

—¡Concejal McGovern! —Tres hombres apartaron a Mark y rodearon a su padre. Una nube de cámaras volantes, pequeñas como abejorros, pendía sobre cada hombro, identificándolos como periodistas—. Señor McGovern, hemos oído que va a hablar sobre una nueva revelación, una síntesis de modificación y tecnología fabrique.

El padre de Mark esbozó una amplia sonrisa.

—No me sacarán ningún secreto. Vengan a la demostración del viernes en la zona de construcción de South Hills.

Mark miró a Carolina, le sonrió y miró a Tremayne. Ella se encogió de hombros.

¿No es una monada?,
le envió ella. Las palabras pasaron de su visor implantado al de él, permitiéndole oírlas en su mente.

¿Cuántos años tiene?,
le contestó Mark.

¿Qué más da?

No quiero ver como tratan mal a mi hermana. Hay cosas más importantes que el hecho de que sea una monada.

Carolina fingió estar a punto de romper a llorar:

Eres un rollazo. Deja de jugar a ser el hermano mayor.

Mark le lanzó un beso, como si todo fuera una broma, pero se dijo que debía recordar descubrir algo más sobre el doctor Tremayne. Quería a Carolina, aunque eso no significaba que se fiara de su buen juicio.

—Una impresionante filigrana fractal —estaba diciendo el padre de Mark—. Despreocupada y, aun así, sincera. ¿No te parece, Tennessee?

Mark miró a su alrededor bruscamente, como intentando averiguar qué era eso en lo que tenía que estar de acuerdo. Todo el mundo estaba mirando a Diane, así que él también lo hizo. Y entonces fue cuando vio su piel. Parecía tener vida. Al fijarse más, vio que el pigmento de su piel estaba cambiando sutilmente en patrones espirales alternantes. Jamás había visto nada igual. ¿Cómo se hacía? ¿Una bacteria? No pudo mirarla demasiado rato; las figuras hacían que le bailara la vista.

—Muy bonito —dijo.

—¿Muy bonito? ¡Es una proeza sin par del neoplasticismo!

Mark pensó que seguramente su padre había llevado esas palabras pensadas y practicadas para quedar bien ante la reportera del
Panache.
Tenía que alejarse de ese circo.

—¡Vamos, Tenny! Seguro que puedes decir algo mejor que «muy bonito». —La perilla de su padre se había vuelto negra. Mark vio cómo pasaba del marrón al gris y de vuelta al rubio a modo de caleidoscopio. El humor de su padre cambió de manera acorde y se rió a carcajadas para la multitud.

—Bueno, bueno, no todos podemos tener buen gusto.

—La tuya sí que es una buena modi —se aventuró a decir Mark asintiendo hacia la perilla que pasó al color azul formando una onda.

—Es obra de Tremayne. Han hecho falta dos litros de celgel. Seguro que ahora es más lista que yo. —Risas de admiración. Se dirigió a Mark—: ¿Qué me dices?

Mark miró a la pandilla de expertos y a sus aduladores, dirigió la mirada de nuevo hacia su padre y se dijo con actitud decidida:
¿Por qué no?
Tenía veinticuatro años; podía decir lo que le apeteciera.

—Creo que la unidad de urgencias del hospital Metropolitano le habría dado un mejor uso.

La perilla ennegreció y, por primera vez, que Mark pudiera recordar, su padre abrió la boca y de ella no salió nada.

El doctor Tremayne fue quien habló.

—El idealismo resulta algo encantador en los jóvenes.

Carolina dijo:

—Papá, déjalo, no le hagas caso. Ya sabes que tiene ese amigo comber.

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