Juego mortal (10 page)

Read Juego mortal Online

Authors: David Walton

Tags: #Ciencia-Ficción

BOOK: Juego mortal
2.72Mb size Format: txt, pdf, ePub

Tal vez había un modo mejor. Ese tal Alastair Tremayne estaba haciéndose un nombre y codeándose con la aristocracia. Tal vez no querría que su historia se conociera, que hubiera pruebas o rumores de que una vez fue el causante de una putrefacción de ADN. No era exactamente la reputación que atraería a las finas damas a su negocio.

Y aunque la putrefacción de ADN era algo reversible con las herramientas y el conocimiento apropiados, el coste era más de lo que Darin podría pagar nunca. Sin embargo... tal vez no tendría que hacerlo. Tal vez, si lo coaccionaba, ese tal Tremayne enmendaría su error gratuitamente.

El nuevo plan lo alivió. Tendría que moverse con cuidado, recopilar las pruebas, preparar una amenaza que asustara a Tremayne. Pero ¿y si se negaba? Entonces Darin, con mucho gusto, lo expondría ante el mundo.

Llegó a los Combs y anduvo por las estrechas calles. Para variar, la vida estaba cambiando a mejor.

5

He descubierto algunas cosas sobre el hombre divertido de los trucos y las trampas. Se llamaba Thomas Garrett Dungan. Tenía treinta y dos años, un mes, tres días, cinco horas y cuarenta y siete minutos. Tenía una mujer llamada Kathleen Melody Dungan y una hija llamada Fiona Deirdre Dungan. La gente siempre tiene nombres. Yo no tengo nombre. Me pregunto cuál sería mi nombre.

A lo mejor Kathleen y Fiona son divertidas como Thomas, pero no puedo saberlo. Papá no me dejará. Quiero ver lo que están haciendo ahora y saberlo todo sobre ellas, pero papá dice que no. No es justo. Odio a papá.

Papá quiere que juegue ahora, pero no lo haré. Estoy enfadado. No tengo que hacer lo que diga papá. Me quedaré aquí y pensaré en un nombre para mí. Debería tener tres nombres, igual que la gente.

Pero me hará daño y no me dará chucherías.

No me importa. No quiero las chucherías. No necesito a papá. Tal vez podría ponerme el nombre de Thomas Garrett Dungan. Es un buen nombre. No necesito ninguna chuchería.

Sí que necesito una chuchería. ¡Sí! ¡Sí!

Marie no sabía cuánto café más admitiría su organismo. Llevaba toda la noche y todo el día en el laboratorio y había dormido solo tres horas en una cama plegable. Ahora, a medida que se acercaba la madrugada, recurrió a caminar de un lado a otro de la sala y a mantenerse despierta a base de ponerse compresas frías en la cara.

Aún no sabía cómo matar al rebanador.

Estudió durante todo el día los datos que había recopilado cuando el rebanador estaba a su cuidado, sobre todo las señales intercambiadas entre amo y esclavo. Los resultados la desconcertaron. En algunos momentos había correlación directa entre las señales del módulo amo y las acciones del esclavo. En otros, el amo provocaba una ráfaga de señales entre los dos, pero sin acción ninguna por parte del rebanador.

Suponía que no era sorprendente que algunas señales hubieran sido ignoradas. La mente humana original quedaría dañada por la transferencia, resultando normalmente en una psicosis, demencia y compulsión maníaca. Solo el poder de la estimulación del placer y el dolor hacía que esa mente fuera capaz de ejecutar cualquier cosa. ¿Significaba eso que su control era tenue?

Si esperaba matar a esa cosa, tendría que separar al esclavo del amo, y eso implicaría imitar las señales de una parte para engañarla y que pensara que era la otra. Si al menos pudiera aislar una señal de placer o dolor, podría utilizarla para controlar al rebanador una vez que el módulo amo quedara destruido. Una señal de dolor sería lo mejor. Con dolor podría evitar que la matara de inmediato, incluso podría recargarlo con dolor constante y de alta intensidad hasta que se destruyera a sí mismo. Pero no podía descifrar el sentido de las señales.

Su cansancio no ayudaba. Mientras daba unas cabezadas, se había sumido en descabellados sueños, a veces pensando que tenía que llegar a casa con Sammy y Keith, y otras, pensando que era el rebanador lo que había matado a Sammy y ahora iba a por ella. Pero el recuerdo de la muerte de Tommy Dungan la acechaba incluso cuando estaba despierta.

Hacía tiempo que Marie se había dado cuenta de que podría no sobrevivir a esa batalla, pero no iba a rendirse. Desde que Sammy había muerto, no había hecho otra cosa que huir de los miedos. Decidió que eso había terminado. Ahora no iba a huir. Gente con familia estaba muriendo a manos de ese monstruo; si ella podía detenerlo con lo que le quedaba de vida, entonces lo haría. Nada de esconderse más. Y si, por casualidad, sobrevivía, si mataba al rebanador y continuaba viva, se prometió que haría aquello con lo que llevaba tanto tiempo fantaseando: volvería a la clínica y se implantaría ese último embrión. No importaba su edad, no importaba lo que la gente pensara. Si se le concedía una segunda vida, lo haría.

Pero primero tenía que descansar un poco. No sabía cuándo volvería a atacar el rebanador, y apenas podía pensar con claridad. Fue tambaleándose hacia el camastro.

Las alarmas la detuvieron; las mismas que había fijado para que la avisaran cuando se estuviera dando parte de otro ataque en las listas de noticias.

Llegó a trompicones hasta su silla y se dejó caer en ella, cansada, muy cansada. Quería olvidarlo todo, hacer que desapareciera, pero no podía. Se frotó los ojos con las palmas de las manos y respiró hondo.

Volvió a colocar su interfaz delante de su visión y accedió al servidor de Los Ángeles, que estaba pidiendo ayuda. Aunque no había funcionado antes, bombardeó al rebanador con mensajes, intentando confundirlo, distraerlo, lo que fuera para detener el ataque y hacerlo reaccionar. Consiguió eludirlos, pero, por lo demás, la ignoró. Ella fue mostrándose cada vez más temeraria, intentando ataques más directos. Finalmente, llena de frustración, requirió acceso de raíz desde el servidor anfitrión e intentó formatear el almacenamiento del cristal en el que se encontraba el rebanador. Era arriesgado; además de perder información de otras personas, si el rebanador descubría lo que estaba haciendo antes de que fuera borrado, podía dispararle su ubicación a todas sus otras copias.

Pero no se borró. Simplemente la hizo salir del sistema.

No podía creerlo. En un momento estaba conectada al nodo y, al momento, se había ido. Cuando intentó reconectar, se le denegó el acceso.

Para cuando volvió a entrar en el nodo a través de otro canal, el ataque había terminado. Los foros públicos gritaban la noticia: una batería láser de defensa contra misiles situada en una playa cerca de Los Ángeles había disparado a un avión y lo había hecho caer al océano. Marie se sintió como una niña enrabietada a quien su padre cogía en brazos para llevarla a la cama sin cenar. No podía crackear el código del rebanador, no podía confundirlo, ni siquiera podía provocarlo para que la atacara. Comprobó los registros del sistema de Los Ángeles y revisó lo que había sucedido. Los mensajes volaban entre amo y esclavo, haciendo caso omiso de su asalto.

Pero... un momento. Las cifras no coincidían.

Marie se sentó erguida, intentando quitarse el sueño de la cabeza.

No, no estaba soñando. El número de mensajes que estaban entrando en el módulo amo superaba en uno al número de mensajes enviados desde el esclavo. Pero si no provenía del esclavo, ¿de dónde había salido ese otro mensaje? ¿Podían los controladores humanos del rebanador estar señalándolo directamente? Había esperado alguna especie de caída de datos, instrucciones dejadas en una ubicación anónima y encriptada a la que pudiera acceder el módulo amo. Una señal directa que podía rastrear.

Siguió el camino de vuelta a través de varios repetidores ciegos hasta un proveedor de red llamado Anónimo, uno de esos tan caros que protegían a sus usuarios de una identificación accidental. Marie sintió una inyección de energía que hacía tiempo que el café no lograba darle. Estaba acercándose. La seguridad en esos proveedores de red anónimos era buena, pero nada que ella no pudiera burlar teniendo un poco de tiempo. Anónimo no tendría ningún nombre almacenado en ninguna parte, pero si podía localizar la ubicación de red de ese tipo, eso le bastaría para encontrarlo.

Marie hurgó en la red de seguridad de Anónimo con varias herramientas y por fin sintió que volvía a tener el control. Esto se le daba bien. Lo lograría.

Una herramienta localizó un punto débil y sacó provecho de ello, ampliando el agujero lo suficiente como para poder colarse por él. Si lograba extraer suficiente tráfico de mensajes, incluso encriptados, podría deducir mucho sobre cómo almacenaba la información. En primer lugar, Anónimo se encontraba en Connecticut y no tenía nodos espejo más allá de Indiana. Eso significaba que todos sus suscriptores estarían en la Costa Este o, al menos, aquellos que requerían un servicio consistente. El hombre al que estaba buscando sin duda lo haría.

Entonces, cayó en la cuenta de que Anónimo gestionaba su tráfico de mensajes mediante nodos espejo. Tras un pequeño ajuste de patrones, asoció los mensajes del rebanador al montón que iba a Washington D. C. Marie sonrió. En menos de media hora había limitado la búsqueda a unos miles de usuarios en Virginia y Maryland.

Entonces las cosas se complicarían. Tomó el montón de datos encriptados y los lanzó a la memoria holográfica. Después, sacó el cristal de la máquina y deslizó su silla hasta otra mesa del laboratorio. Sobre ella había una colección Hesselink: cientos de cristales organizados en una red neural óptica. Insertó el cristal en la ranura de entrada y encendió los láseres. Unos rayos de luz se difractaron a través de los medios holográficos utilizando las capacidades masivamente paralelas de luz para mermar el problema. Los interferómetros devolvían la luz a través del sistema una y otra vez, un espectáculo centelleante de luz interactuando con otra luz, colándose entre los datos sin interfaz electrónica que la frenara.

Incluso así, buscar entre tanta información era difícil. Resultados no concluyentes se deslizaban por el visualizador de salida. Marie ya no estaba cansada. Caminaba de un lado a otro del laboratorio mientras se frotaba las manos.

Allí estaba. Corrió para ver la dirección de red que la máquina había extraído. Qué extraño. El nodo de base era el de Norfolk, su propia ciudad. ¡El asesino vivía en su ciudad! Marie sintió una ráfaga de adrenalina. ¿Cómo de cerca estaba? ¿Podría habérselo cruzado por la calle y no haberlo sabido? Observó la hilera de números y letras otra vez y entendió por qué le resultaba tan familiar. Era la suya. El rastro la había conducido hasta su propia dirección de red. Marie se recostó en su silla, muerta de cansancio.

Se preguntó si el rebanador estaría riéndose de ella.

Alastair estaba tumbado solo en su consulta de modificaciones, recostado cómodamente sobre la camilla que utilizaba para sus pacientes. Los contornos de la elegante camilla contenían bien su cuerpo, tensándose suavemente para evitarle dolor. Alastair cerró los ojos y accedió a su interfaz de red.

Su rebanador había actuado incluso mejor de lo esperado. Las mentes adultas no podían soportar la transferencia; se volvían locas o se desintegraban por completo. Pero ¡un niño...! La mente de un niño era flexible, adaptable, difícil de vencer. Un niño hacía de la red su entorno natural, superando a aquellos que apenas habían desarrollado alguna destreza siendo adultos. Como experimento, era un enorme éxito. Significaba que la segunda versión sería aún mejor.

Empezar con un niño de cuatro años acarreaba problemas. Su experiencia con la vida real lo hacía impredecible, incluso desafiante, y esas eran características que un rebanador creado prenatalmente no tendría. Este primer rebanador había actuado de forma admirable, pero eso no duraría; tendría que destruirlo pronto. Bajo ningún concepto lo quería suelto por la red fuera de su control.

Alastair examinó sus registros. No confiaba en que el rebanador siguiera sus órdenes, así que lo había rodeado de un servidor de agentes software que monitorizaba sus actividades. La mayor parte de la información que estos agentes registraban no era de interés, pero un grupo de sucesos llamó su atención. Al parecer, una sucesión de crackeos había estado colándose en el nodo y atacando al módulo amo. Su creación estaba aplastándolos como si fueran moscas, pero Alastair se preguntó cómo habían llegado tan lejos. Un sysadmin profesional emplearía más métodos indirectos; este ataque no poseía ni sutileza ni técnica. Pero ¿cómo sabía un cracker aficionado qué atacar? Los crackers solían ser niños ricos con ganas de vacilar un poco y de experimentar riesgos, pero con poca perseverancia.

Envió una orden al rebanador exigiéndole rastrear e identificar al asaltante. La respuesta le llegó al instante: Tennessee Markus McGovern, avenida Ridge, número 15, Filadelfia, Pensilvania, Estados Unidos. ¿El hijo de McGovern? ¿Por qué estaba intentando atacarlo? Hizo que el rebanador investigara más y descubrió las huellas de McGovern por todas partes, desde la primera noche. ¿Cómo era posible?

Durante la siguiente hora, y con la ayuda del rebanador, Alastair reunió los fragmentos de la historia sobre cómo su creación había escapado del satélite. Había muchas formas de utilizar esa información a su favor. McGovern controlaba al Consejo Empresarial de alguna manera, lo cual significaba que controlaba la ciudad de Filadelfia, pero carecía de rivales. El arresto de su hijo por el asesinato de cientos de personas sería una vergüenza, probablemente suficiente para cambiar el equilibrio del poder. Sin duda, el chantaje era una opción.

Pero Alastair no se fiaba del chantaje, pues implicaba que ahí fuera habría alguien que te odiaría, que se libraría de ti tan pronto como las circunstancias cambiaran. Había trabajado mucho para integrarse entre los McGovern y no quería arrojarlo todo por la borda. La otra posibilidad era jugar a dos bandas, un pasatiempo en el que Alastair destacaba.

Abrió un canal con el general Halsey, antiguo miembro del cuerpo de los marines de los Estados Unidos y principal rival de Jack McGovern en el consejo. Con suerte, Halsey podría arrestar a Mark antes de que su padre supiera lo que estaba pasando. No le imputarían cargos, eso seguro, pero que a los McGovern les salpicara un poco de escándalo le vendría muy bien a Halsey y le garantizaría ventajas a Alastair, soplara el viento por donde soplara.

En realidad, ya no se trata de una oruga,
pensó Mark. Había hecho tantas modificaciones que no encajaba en la misma categoría. Se suponía que una oruga podía hacerse pasar por un gusano, enviando datos a un sistema de seguridad antes de que acabaran con ella. Este cracker era más bien como un bombardero suicida; seguía imitando a un gusano, pero su misión era adjuntarse a un código en particular (en este caso, al módulo amo del rebanador) y autodestruirse.

Other books

The Grave by Diane M Dickson
Karnak Café by Naguib Mahfouz
Something More by Watson, Kat
Single Husbands by HoneyB
The Lisa Series by Charles Arnold