—¿Tiene cita?
Alastair la ignoró. Pasó por delante de su escritorio, rechazando con un gesto de la mano sus azoradas protestas, entró en el despacho y cerró la puerta.
Jack McGovern estaba solo. Levantó la mirada de su escritorio, sorprendido por la inesperada intrusión.
—Creo que es hora de que me incluya entre su personal —dijo Alastair.
—¿Y eso por qué?
—Tengo habilidades muy útiles.
Sacó un cristal de su bolsillo y lo insertó en la pantalla holográfica del concejal. El visor salió de la pared y mostró miles de miniaturas de imágenes tridimensionales.
—La Corporación de Ejecutores de la Seguridad es buena para el control de las masas —dijo Alastair—, pero sus detectives son incompetentes.
Las holografías rotaban, todas iban saltando hacia delante y volviendo hacia atrás a una velocidad mareante. Cada una de ellas mostraba un rostro humano cuyas imágenes estaban tomadas desde una gran variedad de ángulos y distancias.
—El número de imágenes que se transmite y almacena en la red es abrumador, pero si uno sabe cómo mirar...
El océano de miniaturas iba mermando mientras él hablaba, y cada vez se mostraba menos y menos del despliegue total. Sin parecerlo, Alastair prestaba cuidadosa atención a su progreso; estaba intentando cronometrar el final de su frase para darle un efecto máximo.
—Se puede encontrar prácticamente lo que sea.
Y, justo en ese momento, el torrente de fotografías se detuvo y una única cara ocupó el visor. Alastair sonrió. Un cronometraje perfecto.
El rostro era el de Darin Kinsley. Claro, había sido el rebanador el que lo había encontrado antes de que lo hubiera destruido el joven McGovern, pero Alastair se alegró de atribuirse el mérito.
McGovern se puso de pie.
—¿Cuándo se ha tomado esta imagen?
—Hace una hora.
—¿Dónde?
—En un nada respetable establecimiento llamado La Corteza, también conocido por ser el lugar de encuentro de revolucionarios aficionados.
McGovern se rió.
—Está contratado. Dígale a mi secretaria cuánto quiere cobrar. Ella redactará todo el papeleo. Pero primero, hable con Justicia, al fondo del pasillo. Que envíen allí a unos ejecutores y traigan al chico.
Mark llamó al timbre de la mansión Kumar, no muy seguro de cómo sería recibido. No veía a Praveen desde la gamberrada de la colina, y no sabía si su amigo lamentaba haberse visto involucrado. Praveen se ceñía a los altos valores éticos que sus padres le habían inculcado y le preocupaba mucho su propia reputación. ¿Y si le daba la espalda?
Sin embargo, no tendría que haberse preocupado.
—¡Pasa, por favor, pasa! —exclamó Praveen—. ¡Qué día de nervios! Hemos estado muy preocupados.
Los padres de Praveen y sus tres hermanas se acercaron a Mark, lo besaron y le preguntaron por su terrible experiencia con unas atenciones que no parecieron en absoluto fingidas. La madre de Praveen les sirvió unos panecillos de masala, su padre habló sobre los nuevos y más compactos cristales de memoria y una hora después, por fin, los dejaron a los dos solos.
—¿Qué sabes de los rebanadores? —preguntó Mark.
—No mucho. Son una extraña clase de código malicioso. —Miró a Mark pensativo—. Dicen que fuiste tú el que creó ese monstruo que ha destruido tanto, pero sé que no es verdad. ¿Crees que fue un rebanador?
—Sí. —Mark le explicó todo lo que había pasado desde la noche en la colina, cómo habían soltado al rebanador con su gamberrada y cómo él lo había atacado y, al parecer, lo había destruido—. Pero ahora no lo creo. No se ha ido, es como si nunca hubiera existido. Ni siquiera puedo extraer del historial de mi sistema los registros de aquella noche. Si hubiera sido destruido, aún habría rastros. Creo que está oculto.
Praveen sacudió la cabeza.
—Los rebanadores no hacen planes. Sus mentes están demasiado alteradas. Simplemente destruyen y destruyen hasta que acaban consigo mismos.
—¿Y si alguien encontrara un modo de que los hicieran?
—No sé. Si es así, ¿por qué no comercializan una máquina de la inmortalidad y se forran? Tal vez no se trate de un rebanador, sino de alguna clase de código muy listo.
Mark suspiró.
—Están intentando cargar a Darin con las culpas.
—Y tú quieres encontrar al auténtico criminal.
—Sí, claro. Pero no servirá de nada. No quedan datos, no hay pruebas. Ni si quiera sé por dónde empezar.
Fue puntual. Las ocho en punto. Darin, sentado a una mesa cerca de la pared, la saludó y ella fue hacia él, sonriendo. Darin se enfureció por lo pendiente que estaba de su propio cuerpo: de su postura, de dónde ponía las manos, de qué expresión tenía en la cara. ¿Por qué no podía relajarse sin más? Intentó recostarse en la silla, pero la pose se le hacía extraña; no podía saber si resultaba natural o no.
—Hola.
—Hola. Gracias por venir.
Ella se sentó. Darin había tenido todo el día para prepararse para ese momento, pero entonces no se le ocurría nada que decir. Sin embargo, Lydia no parecía notarlo. Sus ojos recorrieron la sala, explorando todo lo que la rodeaba.
—Ey —dijo—, ahí está Vic.
Darin se giró para mirar al piano. Vic estaba allí sentado, flanqueado por un saxo y un sitar, siguiendo el ritmo que marcaba el primero. Después, el ritmo pasó a marcarlo el piano y Vic le transmitió al teclado una compleja y sorprendente variación de la sintonía.
—Toca aquí a menudo —dijo Darin—. Es uno de los mejores.
—Es impresionante.
—¿Cuánto jazz comber has oído antes?
—No mucho —admitió Lydia—. Suena extraño, pero aun así puedo reconocer el talento.
—Es lo único que puede hacer ya. Es una víctima de la sociedad.
La mirada de Lydia volvió a posarse en él; una mirada sincera, sin nerviosismo.
—¿Por qué de la sociedad? Por lo que me dijiste, fue víctima de un mal hombre.
—La sociedad le tendió la trampa. Ese artista modi estaba ofreciendo sus servicios por un cuarto de la tarifa habitual y sin autorizaciones que firmar, ni papeles de ningún tipo. Muy sospechoso. Pero Vic era joven y confiado y estaba lleno de esperanza; creía que la gente actuaba movida únicamente por la bondad. Era un tonto. La sociedad recompensa el pragmatismo egoísta. Virtudes como la confianza y la esperanza acaban pisoteadas en el polvo.
Calvin Tremayne observaba a Darin Kinsley y a su novia con una excitación cada vez mayor. ¡Ya era hora de que tuviera un poco de acción! Mantener bajo vigilancia a un peligroso criminal le gustaba mucho más que patrullar la línea de la inundación. Ahora era capitán con una brigada bajo su mando. Apoyó una mano sobre la R-80 que llevaba en la pistolera. ¡Qué bien llevar un arma de verdad para variar!
La orden la había recibido de su hermano Alastair, que, al parecer, ahora formaba parte del personal de Jack McGovern. Estaba escalando puestos en el mundo. Así había sido siempre, incluso cuando eran pequeños. Alastair había sido el genio, el que ganaba los premios, el orgullo de la familia. Todo lo que había intentado, lo había logrado. Todo lo que había querido, lo había cogido. Calvin había aprendido desde que era pequeño que mamá y papá siempre se ponían del lado de Alastair. Alastair, cuatro años mayor, había sido el pasaporte de Calvin al éxito y las alabanzas... siempre que hiciera todo lo que él le ordenaba.
Y nada había cambiado en realidad. El puesto de Calvin como ejecutor se lo debía principalmente a Alastair. Su hermano tenía más dinero, influencia e inteligencia de los que Calvin podría esperar nunca. Tal vez algún día Calvin se marcharía, desaparecería y comenzaría una nueva vida por sí mismo, en otro país, muy lejos. Pero no hoy. Hoy andaba detrás de un peligroso criminal con su propia brigada al mando y un arma letal en la mano.
Cerró los ojos y utilizó su visor para escanear el interior de La Corteza. El club estaba bien metido en las entrañas de los Combs y carecía de ventanas o muros que dieran al exterior, de modo que el único modo de explorar a fondo el terreno era con un hombre dentro. Uno de sus soldados, que estaba sentado a una mesa y vestido de civil, tomó con sus ojos una imagen panorámica de la habitación y envió el vídeo al resto de la brigada.
—Es él —dijo Calvin—. Esquina noroeste, frente a la puerta. Está hablando con una chica de unos veinte años, estatura media, pelo oscuro. Tenemos instrucciones de atrapar a este tipo con vida, pero si opone resistencia se le responderá con la fuerza necesaria. Barker, Dodge, tomad la entrada oeste. Sanchez y yo iremos por la sur. No entréis hasta que yo dé la orden.
—¿Qué diferencia supondría un cambio en la sociedad? —preguntó Lydia—. La gente intenta aprovecharse de los demás en cualquier sociedad.
Darin se vio relajándose mientras trataba un tema que le resultaba familiar, uno del que había hablado a menudo en los últimos días.
—Una sociedad que recompensa la virtud en lugar del egoísmo produciría gente menos egoísta.
—¿Qué sistema prefieres, entonces? ¿El socialismo?
—No. El socialismo recompensa la desidia. O, en la práctica, no recompensa nada. Recibes lo mismo tanto si fracasas como si logras un éxito, así que no hay motivación para triunfar en nada. De lo que estoy hablando es de una sociedad que recompense el éxito, pero sin la acumulación de riqueza que otorga a unos un poder desmesurado y no merecido y que a otros no les ofrece siquiera la esperanza de mejorar.
—Suena como una paradoja.
—En absoluto. Tomemos como ejemplo una empresa. Supongamos que cuentas con veinte personas en un equipo de cierta compañía. De estas veinte personas, cinco trabajan muy bien, cinco trabajan muy mal y los diez restantes están en el medio. Su jefe, naturalmente, les presta más atención a los cinco que mejor lo hacen. Los agasaja con más dinero, más incentivos, más atención y alabanzas. Los trabajadores que están en el medio reciben muy poca atención. Sin embargo, la competencia también quiere a esos grandes jugadores y atraen a cuatro de ellos para que se marchen con mejores ofertas. La empresa, entonces, ha invertido una considerable parte de sus activos en una fuente que empieza a agonizar. Y esos empleados tampoco se quedarán en sus nuevas empresas porque tienen un exagerado sentido de su valía y siempre piensan que se les debería tratar mejor. Los que están en el medio, sin embargo, se quedan en la misma compañía y desempeñan un trabajo consistente y de fiar durante décadas.
—Entonces, ¿la sociedad debería recompensar a sus trabajadores mediocres, pero no a los mejores?
—No. Debería recompensarlos a ambos por igual.
—Pero entonces los trabajadores de nivel alto no tienen incentivos para superarse.
—Exacto. Esa no es una actitud que debamos fomentar. Es disgregadora, elitista e improductiva a largo plazo. Los grandes trabajadores deberían verse a sí mismos más como los mediocres: constantes y de fiar, aunque tal vez un poco más productivos que la mayoría. Eso es lo que la sociedad necesita. La contribución de un gran trabajador parece extraordinaria porque viene de una sola persona, pero recompensa a esa persona con riquezas y ¿qué pasa? Que sus descendientes y él viven de los beneficios, acaparan los recursos, no contribuyen más a la sociedad y malgastan todos sus esfuerzos en mantener la ilusión de que son más valiosos que los que realmente producen. —Darin sonrió tímidamente—. Bueno, y ahora me bajaré de mi tribuna improvisada —dijo—. No creo que este sea el mejor modo de hacer que una chica se divierta.
—No, es fascinante —dijo Lydia—. ¿Qué pasa con el sueño americano?
—¿Qué pasa?
—¿No es ese un gran incentivo, incluso para los trabajadores mediocres? ¿El sueño de que podrías hacerte rico y vivir el resto de tu vida rodeado de lujo?
—Pero eso es una quimera. No es posible para la mayoría de la gente.
—No importa; aun así, sigue motivando a la gente. A todo el mundo le gusta imaginarse siendo fabulosamente rico. La mayoría de las personas que abren un nuevo negocio lo hace soñando con que su producto sea el último furor y con no tener que volver a trabajar.
—Cuando yo dé la señal —dijo Calvin—. Uno, dos, ahora.
Cruzó la entrada sur ajustándose rápidamente al cambio de perspectiva. Allí, en la esquina, seguía sentado a la mesa.
Kinsley los vio y se levantó de la silla.
—¡Ejecutores de la ciudad! —gritó Calvin apuntando a toda la sala con la pistola—. ¡Todo el mundo al suelo!
Se oyeron unos cuantos gritos de protesta, pero todo el mundo obedeció. La espantosa música que la banda estaba tocando se desvaneció, afortunadamente, dejando en su lugar un nervioso silencio. Calvin y sus hombres se reunieron en el punto donde se encontraba Kinsley. Ese club era un conocido lugar de encuentro para demagogos políticos furiosos, pero seguro que ninguno de ellos atacaría a una brigada armada.
Se detuvieron delante de Kinsley. La chica que estaba a su lado se puso en cuclillas detrás de su asiento, con los ojos exageradamente abiertos.
—Darin Kinsley —comenzó Calvin—, por el poder que me ha conferido el Consejo de Justicia y Asuntos Criminales, queda usted bajo arresto.
Kinsley miró a su alrededor. Calvin lo agarró del brazo.
—Ni se te ocurra. No hay...
Un grito a su espalda lo interrumpió y, al girarse, Calvin vio un proyectil salir disparado de la R-80 de Barker y explotar en el techo. Barker forcejeaba por su pistola con un chaval frenético que no dejaba de gritar. Calvin vio que el banco del piano estaba vacío y recordó haber visto a alguien junto al teclado; el chico debía de haber usado el piano para cubrirse y escabullirse detrás del campo de visión de Barker. Furioso, Calvin apuntó con su R-80 a la pareja que forcejeaba.
—¡Vic, no! —gritó Kinsley y, justo cuando Calvin estaba a punto de disparar, Kinsley lo agarró y echó a perder su objetivo. El proyectil, que se movía por calor, viró hacia un hombre metido bajo una mesa cercana y, al dar contra su pecho, explotó. La explosión fue pequeña, hacia dentro, y abrió el torso de la víctima. Ni siquiera provocó daños en la mesa.
Furioso, Calvin golpeó a Kinsley en el rostro con un antebrazo blindado. Sintió como le crujieron los huesos de la cara, y Kinsley cayó hacia atrás. El chico del piano sacó una pistola del cinturón de Barker y, apuntando con ella a Calvin, apretó el gatillo. Pero claro, no pasó nada; la pistola estaba vinculada a la identificación de Barker. Los proyectiles también estaban vinculados a la red, con acceso a la posición exacta de todos los hombres de su brigada. Así que cuando Calvin disparó tres nuevas tandas hacia el chico, sus proyectiles ignoraron a los soldados que había por allí y cada uno dio en su objetivo. Con un
staccato
amortiguado, lo hicieron trizas y no dejaron de él nada reconocible.