Juego mortal (Fortitude) (76 page)

Read Juego mortal (Fortitude) Online

Authors: Larry Collins

Tags: #Intriga, Espionaje, Bélica

BOOK: Juego mortal (Fortitude)
4.23Mb size Format: txt, pdf, ePub

–El hacerlo constituyó algo terrible y criminal.

–La guerra es un asunto terrible, T. F., gobernada sólo por una moralidad: ganarla. La caballería murió a causa del gas venenoso y de los bombarderos.

–¿Ya sabe que si uno u otro de nuestros Gobiernos se enteran de esto nos encarcelarán?

–Tal vez.

–Churchill es íntimo amigo de usted. Cristo, le colgaría por esto…

–Hay cosas que Winston desea que se hagan, T. F., pero de las que no quiere saber nada. Todos los Gobiernos son así… y ésa es la razón de que tengan a personas como usted y como yo…

«Usted y yo, ¿verdad? – pensó T. F. enrojeciendo de ira–. Me ha arrastrado a esto, convirtiéndome en una especie de cómplice de su crimen…»

–¿Recuerda lo que Winston dijo hace un par de años? – prosiguió Ridley–. «No hemos hecho todo este viaje porque estemos hechos de azúcar cande…»

–Ahora recuerdo algo que dijo hace unas semanas en la reunión del XX Comité: «No existe nadie que no haya dicho la verdad tras torturarle la Gestapo.» Eso es lo que ha hecho, ¿verdad? Se la ha entregado a la Gestapo para que le saquen la verdad. La verdad de usted…

En el momento en que dijo aquellas palabras, T. F. odió al inglés que estaba a su lado con toda la pasión de su herencia celta, lo odió como nunca había odiado a ningún otro ser humano. Durante un loco instante, deseó matarlo, estrangularlo y tirar su cadáver a las aguas del estanque. Luego encontró una venganza aún más dulce.

–Aún puede desbaratar sus planes, y usted lo sabe.

Casi escupió aquellas palabras a su superior.

–¿Y cómo es eso? – preguntó Ridley.

–Con la píldora de cianuro que le di al marcharse. Puede tomársela. Y conociéndola, sé que lo hará.

Ridley aspiró una larga y última chupada de su cigarrillo, y luego arrojó la colilla al estanque que había debajo. T. F. la sintió chisporrotear al alcanzar el agua.

–Así es… –replicó Ridley.

Luego se dio la vuelta y echó a andar por el parque… Pero solo…

Catherine contempló con una especie de sombría y mórbida concentración los zapatos que se hallaban en el suelo de su celda exactamente a su alcance. ¿Cuánto tiempo llevaba mirándolos así, en una especie de fascinado trance?

Pensó que se había producido una liberación, un transporte a otro lugar donde Strómelburg y las bestiales manos de sus torturadores ya no podían llegar hasta ella. Lenta, precavidamente, extendió una mano desde su doliente cuerpo. Su ademán tuvo el despegado movimiento de un sueño al curvarse sus dedos en torno del zapato correcto y se lo acercó al pecho. Durante un rato lo mantuvo así, sintiendo la resbaladiza superficie de la piel sobre las abiertas heridas dejadas por los látigos de Strómelburg. Lenta, penosamente, desenroscó el pequeño adorno de latón en la borla y extrajo la píldora que contenía.

Su mente volvió al tiempo dichoso antes de llegar a aquella carretera desde París bajo los «Stukas», una época en que nadie a quien amase había muerto y la vida era una senda infinita que se extendía hasta un horizonte que su alma no podía ver.

Ahora el horizonte estaba aquí, en su celda. Era cuadrado y blanco y descansaba entre sus dedos pulgar e índice, con su forma definiéndose contra la carne que podía convertir en la frialdad de la eternidad. La miró. ¿Quién había sido aquel oficial que se la diera, diciéndole: «Es, relativamente indolora. Treinta segundos y todo habrá acabado»?

Pensó en los otros que habían estado en aquella celda antes de ella, que habían pedido a la noche la liberación que ahora oprimía entre sus dedos. Pensó en lo que había más allá de las paredes de su celda, de todo aquello que nunca más vería o conocería, en las flores y en la luz solar, París y el amor, la lluvia y las brillantes hojas otoñales. Pensó en el hijo que nunca concebiría y en la pérdida de Paul en su propia noche negra. Luego pensó en el zarandeado navio que había sido su cuerpo, llameante de dolor, con el peso de un secreto que ya no podía seguir llevando a cuestas.

–Oh, Señor Jesucristo, me encomiendo a Ti… –susurró.

«¿A Ti?», se preguntó. ¿O a algún oscuro vacío sin significado? «Se supone que uno ha de sentirse en paz en un instante así», pensó. Pero se sintió mareada y débil. Se colocó la píldora, tal y como le habían dicho, en la boca, sosteniéndola firmemente entre los molares del lado izquierdo de su mandíbula. Se tumbó en el catre. Su cabeza giraba ahora de una forma horrible y supo que iba a desmayarse.

Pensó en su madre y el coche al salir de París, poco antes de que llegasen los «Stukas». Con un rápido gesto, mordió la pastilla «L». Al sentirla desmenuzarse, tragó su contenido y se desvaneció.

Por mucho que les hubiesen desagradado los ocupantes de Francia, la Policía francesa los había servido, aunque a regañadientes, razonablemente bien. En ocasiones, tal vez no muy a menudo, sino de vez en cuando, las tareas que se les pedía que llevasen a cabo había aportado a los hombres que tuvieron que ejecutarlas una auténtica, aunque secreta, satisfacción. «Esto –pensó el comisario André Fraguier, del Decimosexto distrito de París, mientras leía el letrero que llevaba el cadáver que se encontraba a sus pies– constituye una de esas ocasiones…»

La salida de la herida causada por la bala había dejado muy poca parte intacta de la parte superior de la cabeza de aquel hombre. Resultaba claro que le habían disparado por detrás, desde muy cerca, en lo que debió de tratarse de una especie de ejecución. Fraguier conjeturó que debía tener treinta y pocos años, y su apariencia resultaba acomodada.

–¿Han encontrado sus documentos? – preguntó a dos
flics
con capa y gorros de visera que habían hallado el cadáver al borde del Bois de Boulogne.

–No, señor –respondió el de más edad–, no quisimos tocar nada hasta que usted llegase.

Fraguier hizo rodar el cuerpo y le sacó del bolsillo el billetero. Metódicamente, comenzó a registrar su contenido. Cuando llegó a la tarjeta blanca manuscrita, silbó en tono bajo. Hans Dieter Strómelburg. Era un nombre que se reconocía al instante. Cualquiera que anduviese por la calle con una tarjeta de él en el bolsillo tenía que ser agente de la Gestapo. «Listos esos tipos de la Resistencia», pensó Fraguier.

Se puso en pie e hizo rodar de nuevo el cadáver sobre su espalda. Si los ejecutores de aquel hombre de la Gestapo estaban ansiosos de que la Gestapo se enterase de su muerte, el
Commissaire
Fraguier se mostraría muy contento de llevar aquello a cabo. Colocó los documentos del muerto en una pequeña bolsa de lona.

–Aguardad a que la furgoneta de la morgue acuda a recogerlo –ordenó a sus
flics
.

Luego montó en su bicicleta y, silbando alegremente, se dirigió a hacer la que, dadas las circunstancias, sería una visita satisfactoria al 82 Avenue Foch.

Fueron los ruidos los que la despertaron, el estruendo de unos pies con botas, el metálico hurgar de la llave en la puerta de su celda. Luego los dos hombres que estaban en pie encima de ella le gritaron que se alzase. Catherine gritó ante un horror carente de significado. Parpadeó, asombrada, con sus ojos rodando salvajemente en su rostro. Cuando uno de los hombres aulló que se levantara, una descarga de dolor la atravesó. ¿Qué había sucedido? ¿Por qué estaba viva? ¿Por qué? ¿Por qué?

Aquello no era un sueño. Las manos del hombre eran de auténtica carne y sangre, el dolor que le subía desde las plantas de los pies resultaba precisamente atroz. ¿Había sido lo otro un sueño, una alucinación de su alterado espíritu? Sus ojos se dirigieron a los zapatos que se encontraban en el suelo. Vio la borla desenroscada, el falso pequeño botón dorado que había sacado para extraer la píldora yacía allí, al lado derecho de su catre donde lo arrojara. Su lengua aún saboreaba unas trazas de granos presentes en sus molares. No se había tratado de un sueño.

Había tomado la píldora y ésta no había obrado.

–Vamos,
Schatz
–le dijo uno de sus ahora ya familiares torturadores, burlándose–, tendremos que trabajar un poco contigo para despertarte.

Le propinó un fuerte golpe en los riñones con su cachiporra con revestimiento de caucho, que la hizo dirigirse tambaleándose hacia la puerta de la celda. Cojeó sobre su deformado pie, y cada contacto que efectuó contra el suelo le causó una terrible agonía. Al llegar a la puerta chilló. Fue un grito helado, taladrante, aunque no de dolor sino nacido del horror y de la comprensión ante la enormidad de la traición efectuada con ella. Vio el rostro de aquel hombre en su oficina subterránea dándole aquel beso de Judas en las mejillas. Escuchó de nuevo sus sutiles requerimientos de silencio, aquellas intimaciones por las que se había destruido a sí misma y que carecían de todo significado.

Una vez más gritó, con la ira mezclándose con el dolor de sus pies, mientras medio la empujaban, medio la arrastraban para que bajase las escaleras.

«Oh, Dios –pensó–, perdona a esos bastardos que me han hecho esto, si puedes… Pues yo nunca lo haré…»

–Está derrumbada. Dispuesta a hablar.

Su torturador anunció esta noticia a Strómelburg en un tono tan indiferente que podría haber estado diciendo: «Ha llegado el fontanero.»

Strómelburg mostró su reconocimiento con un saludo. A menudo se derrumbaban así, por la noche, solos en sus celdas, incapaces de enfrentarse con el horror de un nuevo amanecer, de una nueva sesión de interrogatorios.

–Está bien, traedla aquí –ordenó.

Se puso en pie, casi respetuosamente, cuando la hicieron entrar en el despacho. Se había derrumbado, en efecto… Sollozaba de forma indominable, murmurando cosas sin sentido, sacudida por la terrible furia de una víctima de la malaria en medio de un acceso de fiebre. Hizo un ademán a sus hombres para que la colocasen en la silla que se hallaba delante de su escritorio. Mientras uno se inclinaba para quitarle las esposas, sintió obviamente los golpes que iban a comenzar de nuevo. Pareció encogerse como un perro acobardado ante la bota de un amo brutal.

–Por favor, por favor… –jadeó.

Strómelburg, rodeó su escritorio.

–Así –comenzó– que la noche ha aportado su consejo, ¿verdad?

El mentón de la chica se inclinó sobre su pecho. Para evitar la mirada de él, calculó Strómelburg. Se encontraba humillada, sacudida por la inminencia de su rendición. Resultaba una reacción en extremo frecuente. Ahora que se hallaba dispuesta a hablar, era simplemente cuestión de sacar bondadosamente aquella primera frase, convirtiéndolo todo en algo sencillo e indoloro. Una vez la hubiese pronunciado, el hielo quedaría roto y el resto surgiría en una especie de catarata.

Casi afligido, Strómelburg contempló las ruinas que sus hombres habían dejado de lo que en un tiempo fuera una hermosa mujer. ¿Por qué les había hecho infligirla algo así? ¿Por qué no le había escuchado y se habría salvado de semejante horror? Quiso convertirse en una heroína, y había acabado convertida en un desecho.

–Así, pues…

El tono de Strómelburg fue el de un hombre para el que cerrar un negocio era ya sólo cuestión de un pequeño instante.

–¿Qué se proponía sabotear en Calais?

–La «Batería Lindemann».

–¡La «Batería Lindemann»!

Incluso Strómelburg, un interrogador tan entrenado no pudo dominar su asombro. Había visitado la batería en 1943, no mucho después de que fuese dedicada a la memoria del capitán del
Bismarck
. Era inexpugnable. No permitían a los franceses aproximarse a muchos kilómetros a la redonda. No era posible que la Resistencia sabotease aquellos cañones. A menos, se le ocurrió a Strómelburg, que consiguiesen sobornar a un miembro de sus servidores.

–¿Dónde está el microfilme que Cavendish le hizo traer?

–Dentro de una cerilla, en la caja de cerillas, en el bolso que me quitó la primera noche.

Strómelburg hubiera querido gritar. Las cerillas, claro… ¿Cómo había podido ser tan estúpido? ¿Cómo una no fumadora llevaba consigo cerillas? El contenido de su bolso se encontraba en el piso de abajo, en el despacho del doctor, donde los vehículos más evidentes para ocultar un microfilme, tales como su polvera y su tubo de labios, ya habían sido sistemáticamente registrados. Nadie había pensado en las cerillas. Oprimió su intercomunicador para llamar al doctor.

–Muy bien –prosiguió–, así que sólo nos quedan las frases en clave de la «BBC». ¿Cuáles son?

–Existen dos.

Catherine murmuraba, resultando sus palabras casi inaudibles, aún forcejeando evidentemente con su conciencia para arrebatar cada admisión de aquellas inmensas profundidades en que había enterrado su secreto.


«Nous avons un message pour petite Berthe»
, era el primer mensaje.

Le dedicó una amarga sonrisa.

–Supongo que ya sabe lo que significa…

Strómelburg sonrió a su vez al comprenderlo.


«Salomón a sauté ses granas sabots»…
Éste era el mensaje de acción.

–¿Y qué significa?

Strómelburg recordó cómo Cavendish había subrayado a su hombre en Calais lo vital que resultaba el momento absolutamente exacto de la operación. La vio titubear durante un momento, reluctante a proseguir. No dijo nada y aguardó.

–Pues bien, su significado…

Estaba musitando de nuevo.

–Debíamos aguardar veinticuatro horas después de haberlo oído. Luego, a las cuatro de la mañana siguiente, ejecutaríamos el sabotaje.

El doctor había entrado en la habitación. Miró horrorizado a la ruina derrumbada en la silla de Strómelburg, y luego pasó a éste la caja de cerillas que le había pedido. Sin pronunciar una palabra, Strómelburg la entregó a su prisionera. Catherine buscó entre las cerillas hasta encontrar la que tenía la «U». Dejó que sus hombros cayesen en resignada derrota y una vez más rehuyó la mirada del alemán, para convencerle de que tenía que ocultar su inenarrable vergüenza. «¿Es de esta forma, asquerosos bastardos, como queríais que se interpretase –pensó mientras entregaba la cerilla a Strómelburg–, es ésta la forma a lo Sarah Bernhardt como deseabais que actuase?» Excepto que sabía muy bien que no se suponía que llegase a tener la menor sospecha. No sólo había sido enviada allí para sufrir las inenarrables agonías físicas de la Gestapo: deseaban que sufriese, a continuación, la angustia del remordimiento a causa de su caída.

–Se quita la cabeza –susurró.

Strómelburg hizo lo que le decían. Vio el tubo metálico hueco debajo de la cabeza y sacó de él el microfilme. ¡Ingenioso! Esos británicos eran inteligentes… Lo alzó, pero no pudo ver o entender nada.

Other books

Judy Moody Gets Famous! by Megan McDonald
Windfall by Rachel Caine
At the Edge by Laura Griffin
Raining Down Rules by B.K. Rivers
El regreso de Sherlock Holmes by Arthur Conan Doyle
Wild Roses by Hannah Howell
Stormy Challenge by Jayne Ann Krentz, Stephanie James
Wishing and Hoping by Mia Dolan