El
Obersturmbannführer
se duchó y se vistió tan rápidamente como le fue posible. Cuando acabó, su primer acto fue llamar a su fiel acólito el doctor para informarle de que su advertencia había sido ignorada y que, a fin de cuentas, el cálido aliento de la Historia había sólo pasado a su lado.
El doctor quedó alicaído; tantas horas de trabajo, tantos esfuerzos desperdiciados para nada. Desanimado, pasó a Strómelburg el claro cable de sólo una línea que Lila acababa de recibir de Cavendish:
«Está autorizado para tener carta blanca en sus relaciones con el oficial de operaciones aéreas», decía el mensaje.
–¿Y qué cree que significa esto? – le preguntó a Strómelburg.
–Significa que dan permiso a Aristide para matar a Gilbert…
–¿Debo ordenar a Lila que detenga a ese agente cuando se presente por la respuesta?
–¿Dónde está Gilbert?
–En Sarthe en una operación. Debe regresar mañana.
Strómelburg, con su mente aún a ritmo lento por las secuelas de su pócima para dormir, vaciló. Odiaba tener que cerrar una radio si le era posible evitarlo. Y razonó, que la Resistencia probablemente trataría de matar a Gilbert, con el consentimiento o no de Londres.
–No –respondió al fin–. Déle el mensaje.
–Pero matarán a Gilbert…
–No, no lo harán. No se lo permitiremos. Que Konrad vigile su apartamento mañana por la mañana. Es allí donde le estarán aguardando. Dígale a Konrad que traiga a Gilbert aquí.
Según T. F. O'Neill, dos cosas caracterizaban a las oficinas subterráneas de la Sección de Control de Londres, en Storey's Gate: ojos enrojecidos y agotamiento. Ridley, según sabía, llevaba cuarenta y ocho horas sin meterse en la cama. El coronel vivía de cigarrillos y de nerviosismo. Él mismo sólo había podido dormir unas pocas horas. Había pasado el día siguiendo la evolución de la batalla en Normandía y en una incesante búsqueda de formas de limitar el perjuicio llevado a cabo en sus esfuerzos por fomentar a Garbo a ojos de los alemanes, a causa del fracaso del operador de radio en Madrid en captar la emisión de las tres de la madrugada.
Para el joven americano, aquello había constituido una reveladora experiencia. Estaba seguro de que en ninguna parte de Estados Unidos había personas que hubiesen soñado jamás hacer aquella clase de cosas, que parecían una segunda naturaleza en su pequeña banda de socios. Esta camarilla de conspiradores, de los que se había burlado en un tiempo tachándoles de locos, y a la que ahora pertenecía, habían pasado horas en torno de una mesa cuidando los movimientos de un hombre en Londres, calculando cada aspecto, hasta el menor detalle, de su día imaginario respecto de sus efectos en la Inteligencia alemana.
Según la historia que los engañadores de
Fortitude
habían preparado para él, Garbo trabajaba en el Ministerio de Información, donde ayudaba al director, un amigo íntimo, con traducciones al español para radiarlas a través de la «BBC» a España y Sudamérica. Dado que entregaba sus textos –en clave, como es natural– a su operador de radio mucho antes de su emisión, y puesto que, por razones de seguridad, el operador no sabía cómo llegar a él, Garbo había acudido a su escritorio en el Ministerio de Información la mañana del 6 de junio, un hombre en extremo feliz, convencido de que había prevenido a la Abwehr de que la invasión aliada se encontraba en marcha. Al mediodía, fue llamado para una reunión en la sección de jefes del Ministerio. Allí le habían facilitado una «Directriz especial» para el Ministerio del Ejecutivo de la Guerra Política.
Garbo consideró ese texto de suficiente importancia como para asumir el riesgo de copiarlo en sus puntos principales en el dorso de una vieja tarjeta, que hizo desaparecer con él al acabar sus tareas del día. En cuanto llegó a casa, la puso en clave. Su intento consistía en impedir cualquier especulación en la Prensa acerca de desembarcos en cualquier otro sitio de la costa francesa. Las instrucciones decían que toda la Prensa y los informes por radio deberían enfatizar la importancia de las operaciones en Normandía. No se permitía la menor referencia a cualesquiera diversiones u operaciones futuras. Destinado a ser leído «a la inversa» por los alemanes, el texto se consideraría que preparaba para un segundo y más importante asalto…
Informó a continuación a Kuhlenthal de que, en vista de la importancia de lo que estaba sucediendo, decidió por propia iniciativa, convocar en Londres a sus tres mejores agentes, agentes que el alemán conocía y respetaba, y que eran llamados en clave Donny, Dick y Dorick, para una revisión a gran escala de la situación. Su camarero gibraltareño, informó a Kuhlenthal, estaba camino de un escondrijo seguro en Gales. Su relato del día concluía con una nota de autosatisfacción, en la que expresaba su inmensa alegría de que «la primera acción de los aliados careciese del factor sorpresa», a causa de su mensaje de las tres de la madrugada.
Luego, agotado pero devoto hasta el final a la causa del nacionalsocialismo, Garbo había tomado el Metro hasta Hampstead Heath para entregar su mensaje en clave a su operador de radio. Estaba entregando aquel texto, cuando el pobre Garbo se enteró de que su fatídico despacho de la noche anterior no había sido enviado hasta las 0700 de aquella mañana. Furioso y con el corazón roto, había salido de nuevo y en un banco del parque codificó un segundo mensaje para Kuhlenthal. Era una triste visión de un agente traicionado por la incompetencia de aquel de quien dependía, de un espía que arriesgaba su vida cada hora del día y que averiguaba que el más preciado de sus secretos era ignorado. Escribía, afirmaba «a pesar de mi cansancio y agotamiento, que a causa de trabajo excesivo debiera haberme agotado por completo». Estaba «disgustado a causa de que en su lucha por la vida y la muerte no puedo aceptar excusas de negligencia. Si no fuera por mi fe y por mis ideales –concluía– abandonaría este trabajo».
Toda aquella serie de mentiras, ligadas de una forma tan seria como en el guión de una película, T. F. sabía que estaban ahora saliendo a las ondas gracias a un sargento del MI5 en Hampstead Heath.
Más avanzado aquel día, martes, 6 de junio, el mariscal de campo Gerd von Rundstedt convocó a sus principales ayudantes a una conferencia en su sala de operaciones en Saint-Germain-en-Laye. El último caballero teutónico había pasado el día muy lejos del estrépito e innoble caos del campo de batalla, en la serena contemplación de sus mapas y de sus informes de Inteligencia. Mientras los americanos luchaban desesperadamente por mantenerse en Playa Omaha a mediodía, había estado podando las rosas del rosal de su jardín.
Su jefe de Estado Mayor valoró la sospecha del coronel Von Roenne, sospecha creciente, en el entorno de Hitler, respecto de que Normandía constituía una diversión, una finta para forzar una prematura reacción alemana.
El viejo mariscal de campo ponderó la información y luego proclamó que Von Roenne y el entorno de Hitler se hallaban en un error. Normandía no era una diversión: era la invasión. Los aliados habían atacado una gran faja de zona costera. Habían empleado sus mejores Divisiones aerotransportadas, las «Ratas del Desierto» del viejo Octavo Ejército de Montgomery, y la Primera División de Infantería norteamericana para dirigir el asalto. No desperdiciarían esas estupendas fuerzas en una diversión. Proclamó que había llegado el momento para Rommel de que hiciese la única cosa que los aliados no deseaban: que comenzase a liberar sus fuerzas disponibles, especialmente los «Panzer» del Decimoquinto Ejército, que se agrupaban en el Pas de Calais. Tras haber emitido su juicio con la autoridad de un Papa leyendo una encíclica recientemente redactada, ordenó a su subordinado que informasen a Rommel y al Cuartel General de Hitler. Luego se fue a la cama.
En La Roche Guyon, a una hora de distancia en coche, el día más largo de la vida del mariscal de campo Erwin Rommel estaba llegando a su final. Mientras su coche se detenía ante los escalones del
cháteau
y el mariscal de campo salía del vehículo, las majestuosas notas de la obertura de
El holandés errante
de Wagner se deslizaron a través de las grandes puertas del
cháteau
.
–¿Los aliados han desembarcado y está escuchando música? – le gritó encolerizado su ayudante al jefe de Estado Mayor de Rommel, el general Hans Speidel.
–¿Cree que eso cambiará algo? – le replicó Speidel, dirigiendo a su subordinado una dura mirada.
Con característica energía, el mariscal de campo se sumergió en una inmediata conferencia para valorar la situación. Su lectura fue por completo diferente a la de Von Rundstedt. Su Jefe de Inteligencia le informó de que Von Roenne había llamado a las 5.20 de la tarde para prevenirles de que veinticinco Divisiones del Primer Grupo de Ejército estadounidenses, en el sudeste de Inglaterra, no habían entrado aún en combate; debía esperarse en breve plazo un asalto más importante en el Pas de Calais.
Sus palabras fueron más suaves a los oídos del mariscal de campo que la música de Wagner. Había prometido derrotar a los aliados al borde del agua, pero cuando vadeaban para llegar a la orilla aquella mañana, se encontraba a 800 km de distancia, llevando a cabo un desesperado monólogo en la parte trasera de su coche. Ahora casi esperaba desesperadamente que se produjese otro asalto aliado en las playas de Calais, donde había predicho hacía ya muchos meses que lo harían. Allí sí les detendría en el borde del agua. No haría salir ni un tanque ni un soldado del Pas de Calais. Los mantendría allí para la batalla decisiva de la que dependían el destino de Alemania y su propia reputación, para el momento en que las Divisiones del Primer Grupo de Ejército estadounidense tratasen de llegar a tierra a través de las fortalezas del Muro del Atlántico.
Era cerca de medianoche en la Sala Subterránea de Guerra, en Storey's Gate, cuando llegó el mensaje. Un ciclista de la Sección de Transmisiones de Inteligencia del MI5 se lo entregó a Ridley en una caja cerrada de despachos. T. F. observó cómo su superior inglés la abría y luego siguió la sonrisa de la más pura satisfacción que se extendía por sus rasgos. T. F. pensó que se trataba de la primera sonrisa que había visto en aquellos días.
El mensaje era de Kuhlenthal, el representante de la Abwehr en Madrid, y estaba destinado a consolar a su abatido agente, Garbo. Ridley lo leyó en voz alta a los miembros de su sección que aún permanecían de servicio.
–«Deseo subrayar en los términos más claros que su trabajo durante las últimas semanas ha hecho posible a nuestro Alto Mando estar completamente prevenido y preparado. Le transmito a usted, y a todos sus colaboradores, nuestro total reconocimiento por su perfecto y querido trabajo, y le ruego que continúe con nosotros en las supremas y decisivas horas de la lucha por el futuro de Europa.»
Ridley efectuó una pausa.
–El Führer –anunció– ha ordenado a Kuhlenthal que informe a Garbo de que se le ha concedido la Cruz de Hierro de primera clase…
Incluso T. F. se sintió contento. Garbo, su precioso Garbo, resultaba claro que había vuelto al juego. ¿Cómo podían los alemanes, cuarenta y ocho horas a partir de este momento, no prestar atención a las advertencias de un espía al que habían otorgado una de sus condecoraciones más importantes?
El propio alivio del coronel quedó de manifiesto. Miró el mapa de situación en Normandía tal vez por milésima vez aquel día, a las figuras negras que representaban las Divisiones Panzer del Decimoquinto Ejército. Había muy poco en aquel mapa que le confortara.
–¿Se acuerda de lo que Monty dijo en Saint Paul? – preguntó a T. F.
–¿Acerca de su porcentaje de concentración?
–No. Respecto de que si no tomábamos Caen, Bayeux y Carenton el Día D, nos encontraríamos en el más grave de los problemas.
Ridley hizo un ademán hacia el mapa.
–Hoy no tomaremos ni una sola de ellas.
Hizo ondear su «Players» hacia las playas de la invasión.
–Existe una brecha de quince kilómetros entre nuestras playas y las suyas. Si Rommel lo averigua, Dios sabe lo que hará. Estamos en tierra. Eso es todo cuanto podemos decir. Nada está decidido. Todo se producirá esta noche.
Con desgana, el inglés se apartó de aquella gráfica representación de las preocupaciones que le acosaban.
–Por lo menos –anunció a su subordinado–, creo que el mensaje de Kuhlenthal se merece una ronda de bebidas en el comedor antes de que todos nos vayamos a la cama.
Estaban cerrando los archivos cuando sonó el teléfono.
–Atiéndalo, por favor –le pidió Ridley a T. F.
El joven americano reconoció la distintiva voz carrasposa de «C», el jefe del MI6, el Servicio Secreto de Inteligencia británico.
–Es para usted, señor –dijo respetuosamente, pasando el teléfono a Ridley.
–Comprendo –replicó Ridley a quien le llamaba–. ¿Dónde se la han llevado? ¿A la Avenue Foch?
Se produjo una pausa mientras digería lo que Menzies le decía. La casi jovial expresión de sus pensamientos, inspirada por Kuhlenthal, había quedado reemplazada por un aire distante y preocupado.
–El tiempo lo dirá –contestó–. Buenas noches.
–¿Anda algo mal? preguntó T. F.
La pregunta pareció llegar a un hombre que se encontrase a miles de kilómetros de distancia, en algún ensueño de tipo privado. Ridley chupó con fuerza de su «Players».
–¿Decía…? – preguntó.
Y luego:
–Oh, sí. Al parecer, la Gestapo ha detenido a la joven dama que llevó a Tangmere la otra noche.
–¡Oh, no! – jadeó T. F.–. ¡Qué cosa tan horrible!
–Sí –convino Ridley–. Algo espantoso. Pero así son las cosas…
L
A SANGRE DE LA LIBERTAD
París - Londres - Berlín - Berchtesgaden
7 - 10 de junio de 1944
… una canción nunca canta
el vino nuevo de la justicia
y la sangre de la libertad
.
(Louis Aragón)
«La congoja»
«Aunque no supiese que los aliados han desembarcado –pensó Paul–, sabría que algo trascendental ha ocurrido con sólo observar a los parisienses que llenan la Gare d'Austerlitz, esta mañana de miércoles del 7 de junio.»
Se percibía un optimismo en la muchedumbre, una rapidez en sus pasos, una nueva agudeza en sus conversaciones. Y, por encima de todo, naturalmente, aparecían las sonrisas burlonas e incluso las ocasionales carcajadas de la gente que se arracimaba en torno de los quioscos de periódicos, observando los titulares de la Prensa colaboracionista, que prometían esperanzados un «masivo contraataque alemán» contra las cabezas de playa aliadas. Sin embargo, en medio de aquel júbilo apenas reprimido, Paul se hallaba agotado y desanimado, como el que está de luto y acude a un festín de bodas. Desde el lunes había vivido con sólo un pensamiento: ¿habría funcionado aquel descarrilamiento? Se abrió camino en medio de la muchedumbre y corrió hacia una cabina telefónica. Para su alivio, Ajax respondió a su llamada.