Strómelburg cerró con fuerza la puerta de su despacho detrás de él y anduvo por la alfombra púrpura hacia aquella gimiente figura, suspendida del techo como un animal en el matadero. Quedó horrorizado ante la transformación acarreada por media hora de trabajo de sus hombres, en su rostro y en su cuerpo. Tenía la nariz rota, su respiración se producía en laboriosos jadeos, los labios sangrantes y marchitos y casi no se le veían los ojos a causa de los morados que les rodeaban.
Los torturadores hicieron una respetuosa pausa en su tarea al dirigirse Strómelburg hacia aquel cuerpo. Catherine estaba sólo medio consciente. Tenía la sensación de hallarse envuelta en una manta roja de dolor, con su cuerpo formado por un tejido de ganglios a flor de piel, en los que el menor toque o ademán lograba enviar descargas de agonía por todo su ser. A través de la película que volvía vidriosos sus ojos vio los contornos de la figura de Strómelburg que se aproximaba a ella. Luego la cara del hombre quedó delante de la suya, con los rasgos contorsionados de tal ira que le parecieron más terribles que cualquiera de los martirios soportados. La cabeza se lanzó hacia atrás y luego hacia delante como una serpiente. Su escupitajo le alcanzó en los pómulos, al tiempo que aullaba:
–¡Puta! ¡Puta terrorista!
De repente, Strómelburg se apartó de ella. Se dirigió a una pared de su despacho y descolgó con fuerza un espejo antiguo. Volviendo hacia Catherine otra vez, lo colocó frente a su rostro.
–¡Mira! – gritó–. ¡Mírate a ti misma! Contempla lo que te han hecho. ¿Qué hombre querrá volver nunca a mirarte? Ahora eres toda una gran belleza, ¿no te parece? Y sólo acaban de empezar.
Se calló durante un momento, repitiendo luego para sí mismo y lanzando las palabras hacia la mujer como si se tratasen de remaches.
–¡Sólo acaban de empezar!
En aquel instante sonó el timbre de encima de su escritorio. Era de nuevo el doctor, que indicaba que tenía una comunicación urgente. Strómelburg salió con desgana de su despacho. El doctor, que jadeaba a causa de un no acostumbrado ejercicio físico, subía corriendo las escaleras ondeando un mensaje amarillo del teletipo.
–De OB Oeste –jadeó–. El desembarco ha comenzado… En Normandía…
Strómelburg estudió con ávido interés el despacho que acababa de llegar a su teleimpresor, de gran velocidad. «Si el desembarco enemigo tiene lugar en Normandía –se preguntó a sí mismo–, ¿por qué desperdicio el tiempo con ella? ¿Por qué hago que la golpeen hasta reducirla a pulpa para saber algo acerca de algún estúpido descarrilamiento de tren cerca de Calais, sobre todo cuando cualquier paso a nivel y caseta de cambio de agujas estará ya tan vigilado como el cubículo del Führer en el «Sportpalast»?
Miró el reloj. Eran más de las seis de la mañana. De repente se sintió agotado, demasiado agotado para desperdiciar más su tiempo con aquella mujer que colgaba de una cuerda en su despacho.
Abrió la puerta.
–Llevadla arriba –ordenó.
Se hizo a un lado mientras sus dos torturadores medio cargaban y medio arrastraban a Catherine, sacándola de su despacho y llevándola al ático del piso de arriba. Allí había un círculo de cubículos, las habitaciones empleadas por los criados de los ricos propietarios de antes de la guerra de aquel edificio, convertidos ahora en celdas donde la Gestapo guardaba a sus prisioneros entre las pausas de tortura.
En el piso de abajo, el aire en el despacho de Stromelburg parecía heder a sudor y a lágrimas, a sangre y a miedo. Su alfombra roja, bajo el candelabro, aparecía oscurecida con las manchas de la sangre de Catherine Pradier. «Todo por nada –pensó–, por un minúsculo acto de sabotaje para ayudar a una invasión que ha tenido lugar a más de doscientos kilómetros de distancia de Calais. Qué idiota he sido al verme forzado a hacer todo esto con ella.»
Se acercó a la ventana y la abrió para que el húmedo aire de junio disipase el hedor de su despacho.
En Berchtesgaden, el Führer estaba aún profundamente dormido. No fue hasta las seis y media de la mañana, cuatro horas después de que hubiesen saltado las tropas aerotransportadas, tres horas y media después de que la flota de invasión anclase en la bahía del Sena, media hora después de que desembarcase la primera oleada, cuando un miembro importante de su cortejo le despertó al fin con la noticia de que la guerra había entrado en su fase decisiva. El general Alfred Jodl, el jefe de Operaciones de Hitler, fue sacado de su sueño para informarle que Von Rundstedt había ordenado dirigirse a Normandía a dos Divisiones Panzer de la reserva del Führer. Estaba furioso. Ordenó que los Panzer se detuviesen en seco. La elección del lugar de desembarco, el tiempo tan terrible, les dijo a sus ayudantes, hacía más que probable que el asalto a Normandía no fuese más que una diversión. Pidió que se preparase una valoración urgente de la situación por parte de la Inteligencia, para el Führer, por parte de la Sección Oeste de los Ejércitos extranjeros del coronel Alexis von Roenne.
–El desembarco principal –predijo Jodl– probablemente tendrá lugar en un sitio del todo diferente.
Las fatales semillas de duda del plan
Fortitude
de Henry Ridley empezaban a caer en terreno abonado.
Exactamente a las 09:17 de aquel martes por la mañana, mientras Adolf Hitler dormía, un soldado de primera británico introdujo una cinta perforada por la cabeza lectora del teleimpresor en el cuartel general principal del general Dwight D. Eisenhower. Segundos después, el Comunicado 1 del SHAEF propagó a Londres y al mundo la noticia de que había comenzado el asalto a
Festung Europa
. Al mismo tiempo, el consejero de radio de Eisenhower, William S. Paley, de la «Columbia Broadcasting System», descolgaba un teléfono especial que conectaba a los cuarteles generales conjuntos de SHAEF con la «BBC» y ordenaba que se facilitase un llamamiento pregrabado, en el que Eisenhower y los dirigentes de los pueblos de la Europa ocupada anunciaban los desembarcos. Todos estos llamamientos, menos uno, habían sido preparados y revisados por los arquitectos de
Fortitude
. Todo, cada palabra y frase expresada por los aliados el Día D, reflejaba una calculada ambigüedad. Todos aparecían diseñados para atraer a los alemanes, como un canto de sirena, a la trampa de
Fortitude
, a la fatal sugerencia de que pudiese haber más de un desembarco. El mensaje de Eisenhower, que desempeñaba el papel principal en este anuncio, se refería a los desembarcos de Normandía como un asalto «inicial». El rey Haakon de Noruega los describía como un «eslabón» en una estrategia más amplia. Para el Primer Ministro belga se trataba de «unas operaciones preliminares para la liberación de Europa», y el presidente del Gobierno holandés prevenía a sus compatriotas combatientes en la Resistencia para que aguardasen a una clara e inconfundible señal desde Londres antes de entrar en acción. Churchill, al dirigirse a los Comunes, habló de «una sucesión de sorpresas» y Roosevelt incluso sugirió que los alemanes «esperaban desembarcos en otra parte».
Sólo un hombre no se sometió a los dictados de
Fortitude
, el hombre cuya nación se estaba liberando: Charles de Gaulle. No hubo ni un solo francés, ni siquiera el mismo De Gaulle, que no conociese el secreto de engaño de
Fortitude
. Ninguno llevó a su boca aquellas palabras en la lengua de Voltaire. De Gaulle dejó de lado el texto que los planificadores de
Fortitude
habían preparado para él y escribió su propio discurso, en alas de un corazón que desbordaba de emoción. Consiguió decir exactamente la cosa más equivocada:
–La batalla suprema ha comenzado –dijo–, el golpe decisivo…
En Storey's Gate, la Sala de operaciones de las Salas Subterráneas de Guerra de Churchill se había convertido en un segundo puesto de mando de la invasión. El general Brooke, el mismo Churchill, los ministros del gabinete y los jefes de Estado Mayor entraban y salían cada quince minutos, consultando los mapas de invasión, los últimos comunicados de las playas, la carpeta negra con las interceptaciones «Ultra» de las comunicaciones de Alemania.
Ridley estaba agotado y desconsolado.
Fortitude
había comenzado mal. Garbo era su jugador maestro, el caballo con cuya súbita jugada había contado para hacer jaque mate a los alemanes en el momento crítico de decisión… Y debido a que Madrid no había estado a la escucha a las tres de la madrugada, el mensaje tan astutamente diseñado para convertir a su español en un oráculo, no había llegado a Berlín hasta después de iniciarse la invasión. Todos sus planes, todas las horas implorando el acuerdo de Eisenhower respecto de una idea que iba en contra de todas sus doctrinas de soldado, desperdiciados a causa de la incompetencia de algún desconocido cabo alemán. Ridley se estremeció y encendió otro cigarrillo, con sus cansados ojos incapaces de apartarse de los mapas que tenía ante él. ¿Podría su plan dejar en su sitio aquellos «Panzer» del Quinto Ejército de lo que tanto dependía de sus movimientos (o no movimiento)? Los cálculos eran tan finos, las permutaciones tan complejas, los riesgos tan enormes…
A unos cuantos kilómetros de distancia, otro oficial británico miraba desconsolado la calle que se hallaba debajo de la ventana de su despacho. La noticia de que la invasión había al fin comenzado, no aportó ninguna alegría al comandante Frederick Cavendish. Su capacidad para la alegría aquel martes, 6 de junio, había quedado dispersada por completo a causa del cable que había dejado encima de su escritorio el primer motorista procedente de la emisora receptora del SOE en Sevenoaks. El pensamiento de que aquella encantadora muchacha, que se había sentado enfrente de su escritorio hacía sólo cuarenta y ocho horas, se encontrase en manos de la Gestapo enfermó y descorazonó a Cavendish. Y lo que había estado a punto de destruirle fue el comprobar que él mismo tenía una parte de culpa muy importante en su detención. «¿Por qué –se preguntó a sí mismo– había permitido que Dansey le convenciese de que siguiese manteniendo operativo a Paul?»
Cavendish volvió a su escritorio y leyó de nuevo las palabras del cable de Aristide. Si la traición de Paul se hubiese limitado a permitir que los alemanes leyesen las materias secretas contenidas en los paquetes que enviaba, hubiera dispuesto que escapase con sólo unos cuantos años en Wormwood Scrubs. Pero el traicionar –deliberada y vilmente– a una compañera agente ante la Gestapo, constituía un crimen para el que no había perdón en el alma caritativa de Cavendish. Nada en su vida ni en sus antecedentes le había preparado para una cosa así.
Con una simple frase, condenó a un hombre a muerte.
Para el coronel barón Alex von Roenne, el martes 6 de junio, representaba la culminación de toda una vida al servicio de las Fuerzas Armadas de Alemania. Aquella mañana, en respuesta a la orden urgente del general Jodl, preparó para la conferencia de mediodía del Führer la más importante valoración de Inteligencia de su larga y brillante carrera.
A causa de unas circunstancias fortuitas, tenía sobre su escritorio aquella mañana del martes, un paquete entregado recientemente de parte del Cuartel General de la Abwehr en la Tirpitzstrasse. Contenía el resumen de la Abwehr del material
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del agente doble Bruto, enviado cada noche a París desde el 31 de mayo. Para Von Roenne aquello constituía un don del cielo. Le proporcionaba la estructura en que situar la masa de datos en bruto que había ido recogiendo los últimos dos meses, a partir de las interceptaciones inalámbricas, ocasionales fotografías aéreas e informes de los agentes.
Los desembarcos normandos, comenzó Von Roenne en su «Informe de Situación Oeste 1288», hasta aquel momento «habían empleado sólo una relativamente pequeña porción de las tropas disponibles». Todo, decía, indicaba que «se planean ulteriores operaciones».
Luego, tras describir su fuente como «un fiable informe de la Abwehr del 2 de junio» procedió a establecer
in extenso
, y en beneficio de Hitler, los contenidos de los mensajes de Bruto. Todo estaba allí, tal y como Henry Ridley había deseado que estuviese: la división de las fuerzas aliadas en dos Grupos de Ejército, el Vigésimo primero, al mando de Montgomery, en el sudoeste de Inglaterra, el inexistente Primero de Estados Unidos, al mando de Patton, enfrente de Calais, la descomposición del Primer Grupo de Ejército estadounidense en los Ejércitos Primero canadiense y Tercero estadounidense.
«Ni una sola unidad del Primer Grupo de Ejércitos de Estados Unidos, que comprende aproximadamente veinticinco grandes formaciones, se ha visto comprometido hasta el momento –informó–. Aquello demostraba claramente, siguió escribiendo, que el enemigo planea una operación posterior a mayor escala en la zona del canal, que cabe esperar que se dirija a un sector costero en el Pas de Calais.»
Un millón de fantasmas, el fantasmal Primer Grupo de Ejército estadounidense de
Fortitude
había entrado en la Historia en la más crítica valoración de Inteligencia realizada por el Ejército alemán durante la Segunda Guerra Mundial. Al cabo de unos minutos, el informe de Von Roenne se encontraba camino de los cuarteles de Hitler y de los quince comandantes alemanes y oficiales que tenían derecho a recibirlo. Entre ellos se encontraba el oficial de la Gestapo que había entrado en aquel círculo de élite tras apoderarse, finalmente, del RSHA de la Abwehr el 1 de junio: el
Obersturmbannfúhrer
Hans Dieter Strómelburg, en París.
Las neblinas lechosas que se alzaban desde el mar y la orilla, el humo aceitoso de millares de hogueras, la acre niebla de la pólvora disparada, sumían las playas de invasión normandas en caos y confusión. La fuerza de un bombardeo aéreo y naval sin precedentes –10.000 toneladas de explosivos– había sido el heraldo del desembarco. Sin embargo, tales andanadas, unos disparos tan tremendos, habían hecho poco más que atontar a los alemanes que defendían las playas.
Las primeras tropas llegaron a la Playa Utah, exactamente donde el ayudante naval de Rommel, el almirante Friedrich Ruge, había predicho dos semanas antes que lo harían. Los dioses de la guerra les habían favorecido. Una desacostumbradamente poderosa corriente generada por la tormenta, había desviado las barcazas de desembarco 500 metros de su objetivo original y bien defendido, hasta otro carente virtualmente de defensas. Constituyó un fruto afortunado del Día D.
Las veteranas Ratas del Desierto de la Quinta División de Infantería británica apenas tuvieron que combatir para llegar a tierra. En Playa Juno, los canadienses llegaron en una agitada resaca provocada por la tormenta, que hizo zozobrar las lanchas de desembarco y ahogó a montones de hombres. Sin embargo, fue en la Playa Omaha, un suave arco de 6 kilómetros de arena, dominado por acantilados de 70 metros de altura, donde se produjo el desastre. El mal tiempo, la oscuridad, un mar agitado y una inesperada y fuerte corriente convirtieron en una pesadilla el viaje hasta la orilla de las lanchas de desembarco de las Divisiones Primera y Vigésimo novena estadounidenses. Los alemanes no dispararon hasta que las lanchas llegaron a las playas. Cuando abrieron fuego, los artilleros navales en el mar no pudieron localizarles para devolver los disparos a causa del humo y la niebla. Los hombres asustados y mareados de la primera oleada pudieron escuchar las descargas de las ametralladoras iniciar un tableteo metálico sobre las rampas de sus lanchas de desembarco. Cuando las rampas se bajaron, algunos, demasiado cargados, saltaron hacia un lado para evitar el ametrallamiento y se ahogaron; otros, manteniendo la respiración, trataron de ocultarse debajo del agua.