Y lo más milagroso de todo: habían llegado sin ser detectados. La tormenta que casi había paralizado la mano de Eisenhower le había proporcionado la única ventaja con la que jamás se atrevió a contar: la sorpresa. Seis mil navios y ni un solo avión de reconocimiento de la Luftwaffe, ni una sola lancha rápida o submarino, ni siquiera un rayo de radar escrutando a través de las oscuras aguas había descubierto a la tropa que avanzaba. La primera indicación que tuvieron los alemanes de que los invasores habían llegado, se produjo a través del más prosaico de los sistemas de advertencia: el oído humano. Un centinela en la playa oyó el tintineo de la cadena del ancla de uno de los buques, que buscaba un punto de apoyo en 15 brazas de agua. Y por encima de sus cabezas el gran tren aéreo que traía a las Divisiones aerotransportadas atronando tierra adentro. Eran las dos y media de la madrugada. La invasión de Europa occidental había comenzado.
En Londres, cuatro hombres en un «Humber» oficial se dirigían a una residencia de dos pisos en los suburbios de Hampstead Heath. Su misión era de tipo extraordinario. Agentes del plan
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de Ridley habían acudido a Hampstead Heath para contar a los alemanes lo que su propia vigilancia había fracasado en decirles: que la flota de invasión se encontraba ya allí. Tras ese mensaje, los planeadores de
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estaban convencidos de que su agente doble, Juan Pujol García –«Garbo»–, se convertiría a ojos alemanes, en el mayor espía que hubiera jamás existido, un hombre cuyos mensajes llevarían a partir de ahora el sello de una revelación cuasidivina.
El transmisor de radio de Garbo se encontraba en el ático de la casa de Hampstead Heath, que se alzaba en una suave elevación del terreno. Esto estaba fuera de consideración para los controladores alemanes de Garbo en Madrid. Les hacía aún más fácil recibir su señal. Mientras el sargento del Servicio de Transmisiones de Inteligencia se dirigía al ático para preparar su transmisor, Garbo y su controlador británico se habían reunido para fumar y charlar en la sala de estar del piso de abajo.
Madrid había sido instruido para mantener sus puestos de escucha abiertos para el caso de que la 52.° División, en Escocia, comenzase a moverse. Esto, naturalmente, carecía de cualquier tipo de consecuencias. Las auténticas noticias eran la revelación supuestamente entregada a Garbo poco después de medianoche por su agente, el camarero gibraltareño que trabajaba en la cantina del campamento de Hiltingbury, donde la Tercera División de Infantería canadiense se encontraba estacionada.
«Cuatro se ha apresurado a acudir a Londres –decía el texto de Garbo preparado por los británicos– en vista de las altamente importantes noticias que, de otra forma, le hubiera resultado imposible comunicar como resultado del sellado total del campo. Su lugar ha sido ocupado por una División norteamericana. Se dice que los canadienses han sido embarcados y han zarpado para la invasión.»
Es decir: la flota de invasión se encontraba ya en alta mar. Garbo había justificado cada pizca de confianza que los alemanes habían depositado en él. Cuando aquel mensaje llegase al cuartel general de la Abwehr, en Tirpitzstrasse, haría sonar las señales de alarma desde Berlín hasta Biarritz. Concluía con una atenta consideración del papel que había tenido el imaginario agente de Garbo. Le había mandado a ocultarse en Gales del Sur, decía el mensaje.
Exactamente a las tres de la madrugada, hora de verano de Gran Bretaña, como el mensaje anterior de Ridley había dicho que haría, el operador inalámbrico de Garbo comenzó a emitir su señal de llamada, indicando a Madrid que estaba dispuesto para transmitir. En el piso de abajo, Garbo y sus controladores se rieron por lo bajo, encantados ante la magnitud del engaño que iban a pasar a la Abwehr. Estaban aún riéndose cuando, poco antes de las tres y media, el operador de TSH bajó del ático. Su rostro aparecía ceniciento.
Madrid no había respondido a su llamada. Una reducida peña de engañadores británicos, ansiosos y dispuestos a depositar en el regazo de la Inteligencia alemana un secreto por el que todos los agentes de la Abwehr habían estado trabajando durante seis meses, y los alemanes no lo recogerían porque su operador de radio estaba durmiendo o de juerga con alguna bailarina de flamenco en algún cabaret de Madrid.
En Londres y en Washington, los hombres que llevarían ante la Historia la terrible responsabilidad del éxito o fracaso de la invasión, pasaban agónicamente la noche del mejor modo posible. Winston Churchill estaba apoltronado en un sillón en su vivienda en Storey's Gate, bebiendo pensativamente coñac, tratando de apartar de su mente la imagen de las aguas del canal enrojecidas con la sangre de millares de jóvenes soldados ingleses, canadienses y americanos. Su jefe personal del Estado Mayor, el general Sir Hastings Ismay, se encontraba en Portsmouth para servir como su constante enlace con los cuarteles generales de invasión.
«Esta noche es la peor noche de la guerra –escribió a un amigo–. Lo peor que podría suceder ya casi ha sucedido. Nos encontramos en una confusión espantosa.»
El general Sir Alan Brooke, el jefe del Estado Mayor Imperial Británico, se hallaba en los cuarteles de los Horse Guards.
«La invasión –anotó en su Diario– puede constituir el más espantoso desastre de la guerra. Ruego a Dios que acabe todo bien.»
Henry Ridley pasó la noche solo, paseando por las desiertas calles de Londres, con sus ojos y oídos siguiendo a la flota aérea que atronaba por encima de su cabeza, preguntándose una y otra vez lo mismo:
–¿Funcionará
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?
En «Southwick House», Dwight Eisenhower no pudo dormir. Yacía vestido sobre su catre, tratando de mantener su mente apartada de la próxima prueba que arrastraría Occidente. Metida en el bolsillo de la chaqueta de su uniforme se encontraba una simple hoja de papel. Nada podía medir de una forma más exacta la honorable soledad de un gran capitán en su hora de prueba que las palabras mecanografiadas en aquel papel; Eisenhower se había preparado para hacerlo llegar al mundo en el caso de que la invasión fracasase.
«Las tropas de tierra, mar y aire han prestado todo su valor y devoción más allá de lo debido –decía–. Cualquier falta o error inherente a su fracaso, es sólo mío.»
El «Citroen» negro subió por los Campos Elíseos hacia el gran paseo ceremonial del Arco de Triunfo. Nada, observó Catherine, mientras escudriñaba por encima de los hombros de sus guardias de la Gestapo, ni siquiera un ciclista extraviado o un vehículo militar alemán, se movía a través de la amplitud del lugar. Estaban solos. Inevitablemente, volvió a pensar en su último paseo a través de esta avenida, a la cálida luz solar primaveral, con Paul a su lado en el ciclo-taxi. «¿Lo volvería a ver?», se preguntó. Un espantoso pensamiento la invadió. Tal vez ésta fuese la razón de que la hubiesen traído a París: para arrojar a sus pies los restos arruinados de un hombre, amenazándola con empezar a torturarla de nuevo si ella se negaba a hablar. Era exactamente la clase de salvajismo especialidad de la Gestapo. ¿Sería capaz de mantenerse en silencio ante la vista de todo aquello? Se estremeció. Había cosas en las que era mejor no pensar.
A través de las ventanillas del coche vio pasar las oscuras y silenciosas fachadas de los majestuosos edificios de la Avenue Foch. El chófer frenó y luego giró a través de una verja de hierro, se identificó sólo a través de una placa esmaltada en azul y blanco que llevaba el número 82. Se le hizo un nudo en el estómago. Habían llegado al edificio que, para cualquier combatiente de la Resistencia de Francia, constituía una especie de ciudadela del miedo, el símbolo del peor destino que podía sobrevenirles.
Esperó ser arrojada en alguna oscura y desnuda celda; en vez de eso, observó que la escoltaban por la escalera principal hasta un lujoso despacho, amueblado con pésimo gusto. Sus guardianes le hicieron un ademán hacia una silla Luis XIV colocada ante un monumental escritorio. Mientras se sentaba, uno de ellos desapareció mientras el otro emprendía una silenciosa y en cierto modo respetuosa vigilancia. Tan discretamente como le fue posible, observó la habitación. Estaba iluminada por una reluciente araña de cristal, el suelo se veía cubierto con una alfombra de un pálido carmesí. Resultaba claro que su ocupante, o bien tenía gustos artísticos, o había ocupado el lugar de otro francés que sí los poseía. En una pared localizó un Chagall; en otra, cerca de la chimenea, una pintura cubista, tal vez de la primera época de Picasso.
De repente la puerta se abrió y entró un hombre inmaculadamente vestido y con aspecto distinguido. En cuanto contempló a aquel hombre, supo que le había visto ya antes en alguna parte. Hans Dieter Stromelburg la observó con una mirada divertida. Él, naturalmente, la reconoció al instante.
–Vaya –le dijo, mientras hacía resonar levemente los talones en una especie de burlona inclinación–, nos encontramos de nuevo.
Captó la incertidumbre de sus verdes y desafiantes ojos.
–Aunque, desgraciadamente, en unas circunstancias mucho menos placenteras que las ofrecidas por el «Chapón Rouge».
Ante la mención del restaurante del mercado negro donde ella y Paul habían cenado en su primera noche en París, inmediatamente reconoció al hombre que la salvara del lascivo oficial de la Luftwaffe que la había abordado cuando regresaba a su mesa aquella noche.
–Supongo que no me reconoció –dijo Stromelburg, riéndose secamente–. Yo la recordé desde el instante en que la vi, lo cual resulta difícilmente sorprendente. Pocos hombres que hayan tenido el privilegio de conocer a una tan exquisitamente bella mujer son capaces de olvidarla.
Tras aquellas palabras estalló en un repentino y diabólico acceso de ira. Sin embargo, no iba directamente dirigido contra ella, sino contra los dos agentes de la Gestapo que la habían escoltado desde Lila, y resultaba enteramente fingida. En unas cuantas rotundas frases –en francés, en su beneficio–, les abroncó por haberla esposado. Al igual que juguetes mecánicos oprimidos y liberados de pronto, saltaron hacia ella, le quitaron las esposas y le masajearon las muñecas para restaurar su circulación.
–Eso está mejor –les dijo Strómelburg.
Sacó una delgada pitillera de plata de un bolsillo interior de su bien cortado traje y avanzó hacia ella. Catherine podía oler su agua de colonia y mientras le ofrecía un cigarrillo, observó que sus uñas eran las de un hombre que se hacía hacer la manicura muy bien y con frecuencia.
–Gracias –replicó–. No fumo…
Él cogió uno para sí, le dio unos golpecitos en la tapa de su pitillera y lo encendió con un imperioso clic de su encendedor de oro. Luego regresó a su escritorio y, apoyándose levemente en él, dijo:
–Y ahora tal vez podría decirme cómo ha llegado a las manos de mis servicios.
Con todo el sentido de inocencia ultrajada que pudo reunir, Catherine se levantó para su desafío. Con detalle tras detalle cuidadosamente preparado, vertió sobre él la historia representada por sus falsos documentos de identidad; la pobre divorciada llamada Alexandra Auboyneau, esforzándose por existir en Calais, detenida por un incomprensible error por parte de la Gestapo al salir de la estación ferroviaria camino de su humilde apartamento. Todo ello sonaba tan tajantemente falso, que se le ocurrió que se parecía a alguna desesperanzadamente inepta ingenua, a la que se le concedía un papel que iba mucho más allá de sus magros talentos.
Strómelburg se echó a reír en cuanto Catherine hubo acabado.
–Esta es una historia maravillosa, Mademoiselle. La felicito. La ha contado muy bien. Es una lástima que tanto usted como yo sepamos que no hay ni una palabra de verdad en todo esto…
Mientras lo decía, empezó a valorarla de una forma muy cuidadosa. Ningún agente había entrado nunca en su despacho ansioso por hablar. La mayoría venían preparados para la prueba que tenían ante sí, impulsados a un estado de artificial tensión por su determinación de resistir su asalto. Su primer objetivo era hacerles bajar, inadvertidamente, las barreras que habían alzado ante su interrogatorio, distrayéndoles, permitiéndoles dirigir su mente a cualquier otra parte. Luego trataba de aterrarlos.
Se volvió a la bandeja de plata que se veía encima de su escritorio. Contenía una botella de «Johnnie Walker Black Lebel» y un par de vasos altos.
–¿Whisky? – le ofreció.
La mujer meneó la cabeza.
–No, gracias. No bebo.
–Una mujer sin vicios. Encomiable.
Se sirvió un poco.
–
Prost…
–dijo, alzando el vaso hacia ella y tomando un sorbo–. Podrá comprobar que no contiene ninguna poción diabólica prevista para dejarla inerme antes de un asalto contra su virtud. Esa clase de cosas…
Se permitió una nota fría que se reflejó en su tono.
–Bueno, no se encuentran entre los vicios que practicamos aquí. Permítame contarle de pasada, una más bien divertida historia acerca de este whisky.
Strómelburg se arrellanó en su sillón y adoptó la pose de un narrador tratando de encantar a una hermosa mujer.
–Es un regalo de su patrono y superior, el bueno del comandante Cavendish.
La mención del nombre de Cavendish y su relación con él produjeron, según pudo observar, un parpadeo de aprensión en aquellos desafiantes ojos verdes de la mujer. Aquél era precisamente el efecto que trataba de producir.
–¿Ha tenido alguna oportunidad de conocer al capitán Harry Antón, en Orchard Court, durante sus visitas a «Wamborough Manor»?
–No –mintió ella, confiando en que su mentira resultase más convincente que sus primeros esfuerzos.
«¿Cómo –se preguntó– ha podido conseguir el nombre de Orchard Court y de la, supuestamente, altamente secreta escuela de adiestramiento del SOE?»
–No importa –replicó Strómelburg con un indulgente movimiento de su cigarrillo–. Saltó en paracaídas, en marzo, en lo que él y el viejo comandante Cavendish daban por supuesto que sería una recepción del SOE. En realidad, se trataba de algo organizado por mis servicios. Se produjo una mala interpretación en el campo y por desgracia, resultó muerto. Ahora sabemos que había recibido instrucciones para comunicarse con Londres cuarenta y ocho horas después del aterrizaje, una tarea difícil a fin de cuentas, cuando uno está muerto… ¿Qué hacer? Resultaba claro que si no entraba en contacto con Londres, incluso el comandante Cavendish se habría percatado de que el circuito en el que lo habían lanzado se hallaba comprometido. Uno de mis subordinados tuvo lo que siempre he creído que era una idea particularmente genial. Sugirió que dijésemos a Londres que había resultado herido en la cabeza por uno de los contenedores de armas que lanzaron junto con él y que se encontraba en coma.